LA MUERTE DE DIOS V

Los puntos que hemos esbozado tienen importancia porque cada uno de ellos refleja la inquietud de nuestro tiempo. La moral no se percibe ya como un sistema de formas de vida imbricadas bajo el amparo de valores absolutos; lo moral se reconoce en una dimensión personal y egoísta, donde la pasión de afirmar la vida -vivir el instante como sí fuera eterno- se traduce en una frenética gana de relativizarlo todo, y, en un fragmentario mapa de perspectivas que no permiten el acuerdo universal. La moral se vuelve estrategia de agrupación entre individualidades que se buscan unas a las otras. Este concepto de agrupación modela todos los órdenes de la vida de hoy: se globaliza la economía, lo político, las relaciones hombre-mujer y el acercamiento con el prójimo que se convierte en cualquier próximo. De sobra se sabe que llegar al tuteo, al chisme de hablar de todos, al manejo de las relaciones como trampolines hacia la jerarquía del poder, al sistema de amiguismos donde se apoyan los conocidos, una configuración de nexos cifrados en ayuda mutua frente a los rigores de una vida cada día más complicada, todo alude a una nueva moral, Sin embargo, se podría preguntar si eso es 'una moral'. Si por esto entendemos una forma de vida, entonces nuestro mundo hegeliano globaliza las relaciones en un espíritu donde el individuo se afirma utilizando los medios ajenos; al tiempo, las agrupaciones significan engarces de apoyaturas donde se entretejen intereses y ámbitos de reciprocidad. Llamar amorosos a esos vínculos sería desproporcionado; y más bien habría que proponer en la nueva moral un afirmar la vida en el contexto de globalizaciones utilitarias donde lo más puramente individual se disuelve. La muerte de Dios implicaría una disolución de la individualidad. Si Nietzsche pretende una recuperación del hombre desde la autenticidad de quien no se miente y afinca en la Tierra su pulsión dominante, entonces esa recuperación supone la inserción del hombre en una trama de luchas, globalizaciones masificantes y destrucción. Si el hombre nuevo ha de romper con la mediocrización de su vida en la masa, la inserción de sus afanes en proyectos utilitarios donde todo se hace grupa¡, entonces este hombre debe estar solo y apartar de sí los resabios de dolor que impone la necesidad de tener presentes a los demás. Así las cosas, tanto si está sólo como si está entramado en la globalización nuestro hombre nuevo pulsiona disuelto entre todos o en la mismidad de una conciencia autoconsciente que debe romper con todos. Si la ruptura de marras fuera negada, entonces nuestro hombre nuevo podría abocarse a amar a todos -cosa que resulta supererogatoria- a tiranizarlos -hasta quedarse solo a expensas de una pulsión superior que lo mutile. Una tercera alternativa, por supuesto más benévola, sería que nuestro hombre nuevo se agrupara en cuerpos sociales elitistas donde los mejores gobiernan, toman decisiones, organizan a los otros y ejercen un imperio desde el reino de su saber y poder (o del poder que se iguala a los grados de saber). En ese caso nuestro hombre tendrá que sostenerse en una guerra entre pares, guerra a muerte y de amo a amo, donde uno arriesga su vida y el otro teme perderla; y si por casualidad ocurriera que nuestro hombre gana tendrá que enfrentar a otros hasta llegar a una graciosa culminación de su triunfo donde queda de nuevo a solas. Y respecto a los que están debajo de él, definitivamente es un hecho que el sueño de comunicación se reduciría, cuando mucho, a tenerlos presentes en lo que toca a someterlos o eludirlos -complementarse no es lo mismo que equipararse en estado de igualdad. La moral del hombre nuevo nos lo pinta solitario o derrotado. Al ser fuerte asumirá la soledad y ahí tendrá que eliminar a los más cercanos y, gradualmente, a todos. (continuará ...)

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