EL ÚLTIMO TARDÍO




Íbamos a llevar la becerras camino de La Ceña: ¡no corras, Felisín! -había dicho mi madre. La tarde quieta colgaba sus últimos oropeles en las pingotas de los árboles.

El trote de las becerras levantaba remolinos de polvo en la cuneta de la carretera: ¡Jote, jote! -decía el Felisín imitando sus cabriolas. Que no corras, que se lo diré a la madre, pero nada.

Cuando llegué a la portillera del Pago de Arriba, el Felisín ya se estaba colgando de una puerta y las becerras, Trinchera arriba, habían abandonado el trote de la carretera y buscaban la hierba fresca de los cirates.

Empezamos a andar entre las rastrojeras de las tierras, esquivando las cañas duras que se colaban por los agujeros de las alpargatas y nos martirizaban los pies. Desde el pueblo, de espaldas a nosotros, llegaban lejanas las voces de los muchachos que jugaban al rascatelibre en El Campo o en Las Peñas del Corral, y en la quietud de la última hora de la tarde sonaron claras las tres del Rosario.
A la altura de la Loma perdimos de vista a las becerras y nos quedamos junto a la hilera de endrinales. Los espinos empezaban a desnudarse haciendo más visibles sus frutos arrugados. El Felisín se llenaba los bolsillos de su pantalón de pana: ¡mira, mira qué blanditas, tienen miel!. Desanduvimos el camino comiendo endrinas que, aunque siempre resultaban ácidas y ponían la lengua áspera, eran, junto a los morones, el único fruto de La Sierra.

El Felisín y yo... en la hora mágica de una tarde agonizante. ¡Qué tristeza rezumaba el paisaje! Yo conocía la sentencia del Felisín, porque sorprendí aquella conversación, después de la consulta del especialista, cuando lo llevaron a la capital: que el chiquito no puede durar, que puede tirar meses, o a lo sumo algún año.. Pero, ¿por qué?, ¿por qué? Qué adentro se me clavó el dolor de mi madre y la rebeldía de mi padre.

El día daba sus últimos estertores. Se levantó el Cierzo. De repente las piernas blancas del Felisín me parecieron más frágiles y desprotegidas. Anochecía cuando entrábamos por El Callejón, nos habíamos abrochado las chaquetas y aligeramos el paso.
-Pero cuánto habéis tardao, vienes helaíto. Siéntate aquí, pon los pies cerca de la cocina.
Qué calor tan confortable el de la cocina. El Felisín iba reaccionando; tenía los labios ligeramente violáceos y muy blanca la cara. Mi madre le dio el medicamento como todos los días.

Los especialistas también se equivocan, se pueden equivocar -pensaba yo una y otra vez. Pero ninguna conjetura me quitó el nubarrón negro que había impregnado aquella tarde otoñal de los matices más tristes y sombríos.

El Felisín se murió antes de que llegara la primavera siguiente. Un nueve de marzo, nevaba si Dios tenía qué. Había cumplido nueve años, yo tenía diez y medio. Entre los hermanos, éramos los escalones intermedios: él el segundo de los chicos y yo la segunda de las chicas. Aunque por la enfermedad faltó mucho a la escuela, había aprendido a leer y escribir y dibujaba aviones en las portadas de los cuadernos. Tenía los ojos negros y las mejillas pálidas y en su mirada de niño brillaba el destello de una extraña y precoz sabiduría.

Juliana Mediavilla Pablo

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