Dos Relatos de Roberto Farona

Esta semana Roberto Farona, colaborador habitual de la revista, nos presenta dos breves relatos de su autoría.


Lcdo. en Filología Hispánica. Profesor de lengua y literatura española, periodista, escritor y poeta. Colabora en diversos medios impresos y digitales nacionales y latinoamericanos con artículos de opinión, crítica y creación. Colabora en la revista Boek861.

Próximamente aparecerá el libro de poesía experimental Mass Media en Vigo editado por Julio Fernández.



Algunos enlaces de interés:


www.galvanoplastias.blogspot.com
http://lasafinidadeselectivas.blogspot.com/2008/06/roberto-farona.html
www.danielcasado.com/web/contenido/cartasfarona/00.portada.htm
www.boek861.com
www.clic.org.sv/noti_detalle.php?idnota=370&disenio
www.clic.org.sv/noti_detalle.php?idnota=385&disenio

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BAGATELA IBÉRICA DE OTOÑO

La vida en la frontera

BAGATELA IBÉRICA DE OTOÑO

BAGATELA IBÉRICA DE OTOÑO

Silenciada la tarde entre aquellos amenazantes riscos de la sierra, volvía de la fuente perdida entre desdibujadas sendas de piedra centenaria, cruzándose en mi camino un pastor que guiaba su diminuto rebaño de cabras con querencia al párrafo que me previno del alma en pena que se aparecía de siempre en estas fechas en aquel pilar, bueno sería no acercarme demasiado para no quedar embrujado. Allá donde fuera antigua tierra de musulmanes ya se sabe que siempre hay un alma en pena que vaga por su traición, por lo general, una reina mora enamorada de un noble cristiano que no debía de ser tan noble.
Más allá del pósito, fortaleza impávida del cereal, se bajaba a la iglesia, junto a la plaza del pueblo, adonde me dirigí. Recibido por el silbo del viento, tañeron cansinas las campanas extendiéndose en el espacio abierto mientras caminaba hacia lo que parecía el casino. Si se presentara un pistolero retándome en duelo caminando lento hacia mí, sería una escena del spaghetti western, pero sólo había la inadvertida presencia de una señora llamando en una cabina.

Todo lo inhóspito del paseo, la dura perspectiva de las calles en pendiente y el áspero viento se esfumaban al entrar en el casino. Fragor de conversaciones, vaharadas de café, tabaco y licores gravitando en luz apacible. Un confortable refugio donde estaba fondeada toda la humanidad que faltaba en la calle. Ahora caía , cómo no haberme acordado antes de que hoy había fútbol en la tele, claro, así la mitad del pueblo estaba allí reunido.

BAGATELA IBÉRICA DE OTOÑOEs la excusa perfecta para pasar el resto de la noche con los amigos. Unos atendiendo al televisor, otros apostados en la barra hablando de negocios y los de más allá engolosinados con chismes, eran los parroquianos de esta reunión. La única muchacha, de pelo negro, que estaba sentada hablando con el camarero cuando entré había desaparecido ahora en un destello, supongo que era otra reina mora como la de la leyenda. La cafetería era un hervidero de gente agazapada allí para resguardarse del otoño lúgubre, pobretón y harapiento que en aquel momento nos asediaba a todos.


EL CAMBISTA

La vida en la frontera

EL CAMBISTA Y EL VIENTO

EL CAMBISTA

Enfurecido, el viento no cesaba de fustigar la ciudad lastimando el cuerpo de las estatuas. Había una calma legañosa aquella mañana verdaderamente antipática, de un sol displicente y ofuscado.
Con toda la gente que había en la plaza no se podría haber jugado una partida de mus. Los bares parecían haber encendido sus máquinas de café sólo para las arañas, que ese día no dejaban de balancearse en su recolguín, los camareros mientras tanto mascullaban de su suerte y leían sin ganas el Marca o hacían pajaritas de papel con el servilletero al lado.

Un día de esos en que mejor no haberse levantado, en opinión del cambista, el único ser viviente que había en el horizonte. Pero él implacable se encontraba allí, como cada día, apostado en la esquina de la calle. Que dijera aquello el señor Jacinto confería a sus palabras un dictamen de incontestable certeza y validez. Un virtuoso del optimismo como él no había en toda la ciudad, puedo dar fe de ello cuando un día, harto él después de meses de verme pasar y preguntarme si quería cambiar escudos a pesetas supo por fin que yo era español de toda la vida (aquí cualquiera habría desistido de todo intento), sin embargo me advirtió, sin tregua en su gesto bonachón, que todo el que vive aquí siempre tiene la tentación de pasarse de la raya, para entonces, añadió, podía contar con él porque también realizaba la operación inversa, cambiar de pesetas a escudos. Cuánta razón tenía aquello de pasarse de la raya (me leyó el pensamiento), pero en aquellos días no había cobrado un trabajito que había hecho ahí en el Polígono y no me podía largar de la ciudad. Hasta para eso se hubiera ofrecido el señor Jacinto, que fue y vino en sus años mozos de aquí para allá por el asunto del mochileo, pero cansado del trajín estableció finalmente su negocio en la plaza, un poco aburrido ya de aquellas faenas, escéptico porque no recuerda o no quiere acordarse de las leyendas que sobre su antiguo oficio siguen corriendo por ahí en algún que otro libro, como por ejemplo la de su viejo amigo Antonio el Cuco, hombre de su quinta con el que coincidió en algunas ocasiones por aquellos andurriales de Dios. Pero nada que ver, porque Antonio andaba por Olivenza. Otro mundo.
Estas reflexiones se hacía el señor Jacinto mientras tomábamos unas copas en el bar. Cuando nos despedimos, rascándose el sombrero, decidió acabar la jornada hasta la mañana siguiente. Tiró para la Plaza Alta a jugar a la baraja con alguno de sus compadres y me quedé sólo frente a la catedral, maldiciendo del viento que ahora me pegaba en la cara sin piedad. El señor Jacinto ya estaría de seguro pensándose montar molinos de viento para vendérselos a alguien.

Roberto Farona

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