SONNY ROLLINS por Francisco Javier Irazoki.

Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) fue miembro del grupo surrealista CLOC. La Universidad del País Vasco editó en 1992 toda la obra poética que Irazoki había escrito hasta el año 1990. El volumen, titulado Cielos segados, comprende los libros Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita. La editorial Hiperión le publicó en 2006 el libro de poemas en prosa Los hombres intermitentes; en 2009 La nota rota, semblanzas de cincuenta músicos; y, en 2013, Retrato de un hilo, libro de poemas en verso. Desde 1993 reside en París, donde ha cursado diversos estudios musicales: Armonía y Composición, Historia de la Música, etc.









SONNY ROLLINS  


         En su barrio, Sugar Hill, los vecinos son instrumentistas de jazz con quienes conversa al dirigirse a las clases de piano. Acaba los estudios musicales, y el mejor diploma es el inconformismo madurado en esos diálogos. La primera indisciplina del joven universitario Theodore Walter Rollins (Nueva York, 1930) es su renuncia al piano. Entra con el saxo tenor en conjuntos de rhythm’n’blues y en antros de vanguardia artística, e impresiona al baterista bop Art Blakey. Con dieciocho años toma parte en dos discos del quinteto de Bud Powell. Ya en aquellas fechas los periodistas no saben cómo calificar el aspecto de Sonny. Reseñan su belleza asiria o etíope porque ignoran que el músico pertenece a una familia de emigrantes de las Islas Vírgenes. 

El equipaje con que se instala en el grupo de Miles Davis es el mismo que exhibe en otras colaboraciones: refina el talento volcánico en quince horas diarias de ensayo. “Si la música no es tu vida, toda tu vida, abandónala”, le ha aconsejado Thelonious Monk. Un aviso inclemente para el joven que avanza en compañía de Charlie Parker, Art Farmer y el propio Monk. Pero los mayores retos se los transmite John Coltrane en las sesiones de trabajo. Sonny habla de “una lucha a muerte, una especie de competición que me permite saber hasta dónde puedo ir”. 

Cuando Max Roach le propone trasladarse a Chicago, el saxofonista se desprende de la fama obtenida en el Harlem. Publica Saxophone colossus, la obra de Rollins que prefiero. Con frecuencia escucho la pieza Blue seven, que le asegura la devoción de los aficionados. Y llega la crisis. Se dice que la autoexigencia y el jazz perturbador de Ornette Coleman lo debilitan. Entre 1958 y 1962, nadie ve a Sonny Rollins en un escenario. Vive encerrado en su casa y sólo sale al anochecer. 

Camina por las callejas sin luz, o por los pasadizos de la fantasía de sus admiradores, y toca el saxo sobre un puente que une Brooklyn y Manhattan. Los adeptos acuden a la cita nocturna con el hombre real o el duende de la leyenda. Regresa y edita un álbum de título significativo, The bridge, donde la sobriedad de su guitarrista Jim Hall depura cada tema. Más tarde, Sonny Rollins juega al free-jazz en el disco On the outside, y las sonoridades densas de su repertorio se aligeran con movimientos de calipso y cantos infantiles. No desperdicia la ocasión de grabar con su maestro, un sexagenario Coleman Hawkins. 

A finales de los años sesenta vuelve a dejar la música. En la niebla de las drogas busca un nuevo puente, el de la filosofía zen, y lo cruza para practicar el yoga y aprender las lecciones de los maestros indios y japoneses. ¿Los últimos tramos? Organiza quintetos y sextetos, interviene en el disco Tatoo you de Rolling Stones, secunda a Pat Metheny. Encorvado por el tiempo, hace ejercicios de meditación antes de actuar en público y asume en paz su lucha por una perfección imposible. 

Viene poco a Europa, pero a veces las carteleras de París se cubren de sus retratos. Con gafas negras y pelo blanco, levanta el saxo en las fotografías que yo miro como si fuesen flechas para guiarme hacia una vejez activa. 

 

FRANCISCO JAVIER IRAZOKI

(Del libro “La nota rota”; Hiperión, 2009)


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