MARIVÍ GONZÁLEZ SE DESCALZA, por Valentín Martín

Valentín Martín, nacido en Salamanca, estudió Magisterio, Humanidades y Periodismo. Ejerció la docencia durante dos años y el resto lo dedicó a su última profesión en varios medios de Madrid. Escribió siempre y vivió de escribir casi siempre.
Ha publicado el ensayo 
"El periodismo de Azorín durante la Segunda República",  la colección de relatos “La vida recobrada”, el ensayo “Los motivos de Ultraversal” y los poemarios “Para olvidar los olvidos”, “Poemario inútil”, “Los desvanes favoritos”, “Memoria del hermano amor”, “Estoy robando aire al viento” y “Suicidios para Andrea”.




MARIVÍ GONZÁLEZ SE DESCALZA

La poeta Mariví González ha vuelto a las andadas: nos ha aflojado el dogal de la desidia diaria con el hermoso suceso de su segundo poemario “La voz descalza”, donde no hay sólo una ternura nueva, sino un febril ajuste de cuentas con el amor, el dolor,  la esperanza y  la victoria.

Los andaluces dicen que de Despeñaperros para abajo se torea, y que de Despeñaperros para arriba se trabaja. Se refieren a que ellos tienen la exclusividad del arte, una mentira que a veces resulta verdad, como es el caso de la poesía de Maríví González, la mejor poeta viva que escribe hoy en español en la Red y a veces nos regala libros como éste.

Interpretar una manera de ejercer un oficio, sea el que sea, casi siempre lleva a exageraciones. El fútbol pertenece solamente a los argentinos, según ellos; todos los jugadores de los demás países son  “esforzados empujadores del balón”. Les pasa  lo mismo con el tango, que no admiten compartir su nacimiento con los uruguayos.

En el caso de Mariví González, fuera polémicas: estamos ante una voz insólita despojada totalmente de academicismos y desnuda de sí misma, que se ausenta claramente a la hora de las vanidades. Esto la hace aún más grande, porque decide vivir la literatura y no la vida literaria. ¿Basta con esto? Sobra, porque hablan por ella sus poemas, que andan su camino con sus sandalias literarias, las que tienen vida propia y no se fabrican en serie. Es la mejor forma de abrir de par en par las ventanas de la clausura del ensimismamiento.

Y también quizás también sobran las explicaciones, basta con leerla, pero a veces a uno le pide el cuerpo justificarse ante un auditorio poético que a estas alturas sabe ya tanto de su obra, claramente universal y exenta de cualquier Despeñaperros para arriba o para abajo.

La primera conquista de la poesía de Mariví González es la armonía, la perfecta exactitud del lenguaje con la conjugación temática,  porque no es verdad que la poesía sea solamente ritmo y sentimiento.

En su poesía habitan todos los sentidos, desde los más sutiles hasta los más contundentes, interpretados siempre sin ninguna tibieza. Hay una vida íntimamente subterránea que recorre cada poema y aflora con apologías niñas que hacen vivir así siempre de forma distinta una  historia.

A todos los poetas les sobran palabras, a todos.  Menos a Mariví González que obra el milagro de adelgazar la cintura  de sus poemas, no en una economía de expresiones  que empobrezca el lenguaje, sino todo lo contrario. Su poesía es más junco que encina.

Pero de ese muestrario de palabras, el valor de Mariví González como poeta está en escoger justamente, no la mejor, sino la única. Porque en poesía no es suficiente con la precisión, se necesita algo más, probablemente el instinto poético que jamás se aprenderá en un taller literario.

Este instinto poético de Mariví González, le ha llevado a transitar por la poesía ignorando cualquier atisbo de magarza y caminando solamente por la abrumadora belleza, desde una mirada  monóloga. Todos sabemos que el trigo es rubio, pero nadie se da cuenta de esto hasta que ella lo escribe.

Probablemente lleva incorporada al acto de su creación poética una legión de seudónimos, y así sucede que el lenguaje que mana de ella está plagado de palabras que van mucho más allá del acierto y son como un disparo de hermosura directo al corazón de quien está leyendo.

Quien está leyendo tal vez no sepa que detrás de cada creación poética de Mariví González hay mucho más dolor del que pueda suponer hasta llegar al final donde no espera nunca la total satisfacción pero sí  algo parecido a la felicidad. Y esta última palabra es lo que le llega al lector.
¿Por qué? Porque de todas las palabras hermosas Mariví González eligió y escribió, instintivamente, la más hermosa. Y la que mejor habla.

El olor de la jara humana y diaria, la contundente palidez de alguna melancolía de ella, la frecuencia de cortinajes tras los que se asientan nidos de tristeza, la venganza a su debido tiempo, el amor que un día subió montañas o soñó valles, la inevitable huella del pasado como traicionera y natural sublimación que se parece tanto a la añoranza, todos los temas sentimentales jamás son mínima nieve en la cima de la poesía de Mariví González.

La frondosidad temática quizás no apacigua el sosiego de ella misma que se ve escribiendo una y otra vez el mismo poema como un viajero que vuelve al lugar deseado.

Habrá que abrirle los ojos para que no le invada esta nueva mentira o su escaso aprecio por la capacidad de abrir caminos y taladrar la imaginación o la memoria.

Y esto es muy fácil: baste con saber que ella escribe la vida y que nunca en la vida hubo dos ocasos iguales, no digamos ya la acumulación de misterios que a lo largo de su experiencia literaria han ido cuajando sin parar laberintos de los que mana la sangre de la mejor poesía.

Todo esto puesto en pie está estrenando una rebelión lingüística que no habita las catacumbas en voz baja sino que se vocea en cada poema como si tuviera la urgencia de echarse al aire. Y como toda rebelión implica un riesgo, Mariví Gonzalez lo hace con la naturalidad de quien busca el fuego de la vida para calentar los desalientos o convertir los alaridos en labios enamorados.

El resultado se llama, como ella, victoria.

Por todo esto y mucho más puedo decir de Mariví González  que estamos ante la poeta más gozosamente insolidaria.
Porque nunca nadie, ni antes ni ahora, escribió mejor la poesía que no estaba escrita.

Leer a Mariví González es no perder ni un solo instante.
Poeta de lo íntimo, dijo de ella la erudita argentina Eva Lucía Armas, nadie recreó con mejores imágenes la tierra “desnuda de los solos”.
Y es que la soledad es una constante en la poesía de Mariví González, pero no una soledad perpetua, porque en su voz poética existe la rebelión y no es un verso mudo como sucede en sus poemas de amor, a veces es un misil de dos versos, como también la derrota es una consecuencia que pide cuentas a un pasado que antes fue palabra amiga, y tampoco nadie huyó mejor de los escombros, o siguió sintiendo la esperanza y abriendo huecos en el aire donde anochecer sueños, o sentir la nada, o la lejana cercanía del agua que se adentra en un poema.

Sucede a veces que Mariví González está pidiendo a gritos inventar unos ojos para leer claroscuros donde habitan luces distintas y cimas de lirismo tan encendido (“anochece y parece que te olvido”) que no se puede volver la cabeza y mirar para otro lado, sino que el más remiso se vuelve acérrimo desde el primer verso, aunque ella se proclame demasiadas veces arena frágil.
No la creáis. Estamos ante una poeta que ha detenido ya el aire para alcanzar altura y quedarse.

A mí “La voz descalza” me parece un poemario plagado de claves y complicidades, más allá del derroche de literatura que se esparce como un hermoso holocausto. Una suma circular de expresiones amantes que empieza en él y termina en él. Y en medio, la masturbación de infiernos más domésticos que dalinianos, paisajes clandestinos que aún viven en la memoria, la terrible desidia de las 7:30, el adúltero husmeo de las quimeras, ojos que se niegan a la elegía, nostalgia de un varonil monólogo donde residen huellas de besos, la nada compañera, la lejana geometría de un hombre con su magia, la anchura de todas las reinas godas que se esconden en una, la mansedumbre de un pasado que fue en realidad grávida fiereza, tres canas al aire vestidas de soneto, la libertad condicional de una lengua, de nuevo la memoria oscura del olvido y el bramido del mismo infierno, bonjour tristesse y que te den, la introducción de un hombre cargado de futuro tan repetido, la cruel trituración de todos los pasados a los pies quizás de quien engendra paraísos, el beso andaluz del marinero a la enfermera tan lejos de Trafalgar Square, la tundra imaginaria tan borracha, la lengua que se negó a su suicidio en la boca, la lumbre en la carne, el cumpleaños de la escoria, la tentación de Tarpeia, la mordacidad de Espartaco con tetas, el romance de un silencio a traspiés, y al final el círculo se cierra con otro poema no sólo de amor, sino con un poema enamorado.
Porque a mí el poemario me parece también esto, a la manera de Vázquez Montalbán, una crónica sentimental que termina con un the end no de cineclub sino de lo mismo.

Lo que ya no se sabe es hacia donde irá esta voz poética después de este poemario, porque es seguro que ninguna de las grandes (y Mariví González está entre las grandes) se ha quedado quieta.

El propio Juan Ramón evolucionó del modernismo hasta la mística, pasando por todos los vaivenes naturales de su talento. Y otras veces, sin excluir la íntima navegación, hay una metamorfosis periférica que no nace de un exceso de fecundidad con la que se evita escribir siempre el mismo poema.

Las rutas literarias no tienen entonces una brújula que se pueda atisbar de antemano, porque aquí no vale el ensimismamiento, ni transitar delicadamente por los balcones intentando no pisar tierra, es que de la misma forma que se puede hacer una espléndida oda a los huevos fritos como hizo mi paisana María del Carmen Prada, a la hora del destino no sirve de mucho la obstinación por lo inasible. Tantas veces el sueño resultó ser Aldonza que hay un efluvio de ejemplos en la historia poética de quien se leyó toda esa lista sin alcanzar a identificar un motivo de disparos a ciegas que no dieron una en el blanco.

Hay un antes y un después en el Luis Cernuda de “Donde habite el olvido”, un libro definitivo que no se debe al famoso verso de Bécquer, ni a la convulsión espiritual de Cernuda, sino a Serafín.
Y Serafín era un chapero gallego que cobraba 40 duros por mamada.
Así que no sabemos si después de este poemario habrá otro poemario con alas y cuál va a ser su paisaje, porque tuvieron que pasar muchos años para desentrañar la soledad de Luis Cernuda.

En el universo poético de uno mismo no se puede decidir una mudanza, como tampoco se puede planificar un matrimonio, tanto una como otro sólo llevan al fracaso. Y tampoco sirve constituirse en un estado estratosférico de vivir en poesía, esa mandanga sólo tiene vigencia con los grillos encendidos y tres mojitos en el cuerpo, porque la historia lo desmiente.

Acabamos de enterrar a Félix Grande (la última vez que lo vi estaba como una rosa), el poeta que más supo del flamenco y ya es parte de nuestra memoria literaria: pues fue cabrero de pueblo y vendedor de pomadas para sabañones puerta a puerta por las casas de Madrid. A ver dónde está lo sublime, fuera de sus versos. Y de la propia Santa Teresa, la menos monja y la más poeta, decían que levitaba: qué coños iba a levitar, sucedía que era epiléptica. Qué misteriosa la poesía y sus motivos inversos. Y qué incógnita en manos tan disyuntivas como las de Mariví González. Lo único que sabemos es que ella no es bizca, así que preparémonos para un giro que merezca más la pena que ese avión malayo del que no se sabe nada.

SELECCIÓN DE POEMAS DE “LA VOZ DESCALZA”


Él

Rebusco entre mis sílabas la pureza del aire
que le encienda el aliento
en un fuego de signos sin distancia.

Me vacío en palabras como mundos
descalzando la voz en cada brújula,
mientras dibujo pieles en su mar
y peces en su vientre.

Él nunca se separa de mis viajes
y cubre con el hueco de su mano
mi corazón creciente en su silencio.

Va conmigo, licuándome las venas,
y lo sabe.

Lo mismo que conoce
la nostalgia de barro que me arrasa
cuando se quiebra alguna vez el puente.

Él me mira de cerca y yo lo sé
con esa certidumbre de todo lo soldado,
de cordón irrompible,
de magia desaguándose
en la tierra desnuda de los solos.


PASADO

Anochece y parece que te olvido.

Y sin embargo sigues tan quieto en el presente
que esta mujer preñada de murmullos
se quiebra en imposibles como un vidrio delgado.

Yo entonces no sabía desandarme
e ignoraba lo débil que es la huida,
tan sólo perseguía desbandadas de dudas
y armaba puzzles de rutina blanca.

Y ahora que quisiera concederme el indulto
no sé por qué camino marcha atrás
y mis pies se empecinan
en pisar los erizos que clavaron errores
en la larga distancia de lo que pudo ser.

Como siempre, me enredo en la costumbre
y permanezco en todos esos limbos
que intoxican mis ojos con sus nudos de humo
y abaten curaciones.

Cuando amanece aún sigues aquí
como una roca absurda impidiendo futuros
mientras tiembla la sangre de esta tristeza inútil
que no sabe escaparse.

No sé por qué, pero en mi boca vive
una antigua sentencia a cadena perpetua
y sólo soy
la mansedumbre oscura de un pájaro enjaulado.


DESPUÉS DE LA TRISTEZA

Después de la tristeza
las huellas de la vida acechan nuestros ojos.

Se difumina el aire
en un abecedario de libertades párvulas
con un leve perfume a vocación remota,
a luz entumecida,
a origen que desnuda sus olvidos.

Y ya no basta con mirar contornos
en ese duermevela que abraza mansedumbres,
ni volver al silencio de los límites,
ni proteger la vista
cuando la frente sude antiguos miedos.

Después de la tristeza
comienza un reencuentro con la sed,
con la lluvia que aguarda,
con la duda del tiempo que murió
y los destellos de inocencia rota.

Hay un temblor confuso
en los zapatos de la fe que crece
después de la tristeza.


ACUARELA

Me perfilo en el humo que envuelve mi crisálida,
en la maraña gris que ciega hasta mis versos
donde no llueven briznas de disfraces
y abro las ventanas que me muestran la niebla.

No ha sido fácil aprender el nombre
de todos mis matices,
ni la profundidad de cada claroscuro,
ni comprender la anchura inabarcable
de lo poco que soy.

Ya no habrá más silencio donde atrapar palabras
que tachen mis borrones,
ni pintaré derrotas sobre la piel de un sueño,
voy a dejar de ser
la que me pone del revés y entierra
el vuelo de mi frente.

Para qué si ya sé
que respiro hermosuras bajo el peso del aire,
que giro en universos ovalados
y dibujo albedríos en sus curvas.

Para qué si ya sé colorear eclipses.

No es fácil, pero insisto en recoger
brevedades de ámbar en las flores
que engarzo entre mis vértebras
por si crecen destinos en mi espalda.


NO

Puedo ver tu disfraz apenas sin mirarte,
me basta con tu olor a infierno rancio.

Sé que quieres cubrir de miedo las heridas
y convertir en piedra mi silencio
a golpes de tu boca atravesada,
con tal de someterme al más oscuro
despojo de la esencia.

Es inútil que sigas vomitándome sombras
con el torpe contorno de tus gestos
cuando intentan clavar sus dagas en mi nuca.

Soy demasiado sola y sé andar tranquila
por grietas movedizas e hilos enredados
sin cambiar de mirada ni de nombre.

Yo ya tengo la fuerza de mis aves,
un sabor a certeza entre las cejas
y ese mar agridulce de saberme.

Masturba tu maldad que tanto amas
y anúlate a ti mismo, conmigo no pudiste.


DESPERTAR

He derrochado demasiadas noches
creyendo que el silencio era un desierto exacto,
una quietud sin agua,
la sed de una impotencia incomprensible
empecinada en ocultar respuestas.

Y hoy todo se enreda en la costumbre
de soñarme despierta y con su voz
como una transparencia en medio de las sombras.

Temía tanto que el amor llegara
a derribar vidrieras y escurrirse
entre los dedos frágiles del tiempo,
que encerraba penumbras en los puños
sin pensar que mi alma siempre estuvo desnuda
aguardando sus párpados.

Desde la orilla de esta noche siento
cómo su eco absorbe mis insomnios
y una lluvia de entrega inunda el aire.

Él me espera en la luz como un dios único
versándome los labios,
tan nítido en su reino y tan intenso
que mi muerte decide al fin morirse.


SENTIR LA NADA

Tú sabes que se puede
morir por dentro de un cansancio exhausto,
y parar los relojes
que te empujan al norte de los sueños,
allí donde el destino no deja de hacer guardia
para avivar el frío.

Lograr la inmunidad
y entumecer de olvido las heridas
cuando el dolor nos muerde las verdades.

Tan sólo hay que dejarse,
y que el tiempo suicide cada nuevo segundo
desangrando esperanzas en medio del presente
mientras miramos paraísos rotos
con una sombra seca a nuestra espalda.

Igual que un kamikaze que se estrella
contra un puente invisible del camino.

Se puede, yo lo sé, sentir la nada.

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2 Comentarios

  1. Comparto en las redes, mi querido Valentín.
    Salgo emocionada del despliegue.
    Namasté.

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  2. Una maravillosa reseña para una poeta de alma.
    Muchos saludos.

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