EL RINCÓN DEL RELATO: Aquel Chiste, por Manuel gris Lorente

                Manuel Gris Lorente lleva escribiendo desde que tiene uso de razón, quizá incluso antes, pero como no tiene recuerdos de esa parte de la vida prefiere no arriesgarse a la hora de hacer una afirmación tan tajante.
                Influenciado por autores como Chuck Palahniuk, Charles Bukowski, Bret Easton Ellis, Janne Teller, Amy Hempel o Craig Clevenger su escritura está caracterizada por un uso de la locura y la anarquía literaria con la que intenta no dar pistas de qué va a pasar a continuación en sus relatos y novelas. De cuál será el siguiente paso.
                La escritura es una forma de escapar del mundo y lo que hay en él, de todo lo que nos para a la hora de ser nosotros mismos, tan intensa y rica, tan grande, que no sabe expresar ese sentimiento con palabras, así que no lo hace. Solo sigue adelante, sin tenerle miedo a la página en blanco, y con la seguridad de que cada letra que usa solo le da algo más de libertad.
 
 
Aquel Chiste
 
 
Me encanta este bar. Es el mejor de todos los que me dejan entrar con mi carro de la compra y vestido como voy. Al dueño le ha gustado mucho mi nuevo chándal y, como estoy afeitado y dice que le recuerdo a su padre, hoy me ha invitado a comer.
Pues gracias hombre.
¿Y qué te parece una buena copa de vino para acompañar?
Me sirve un filete empanado con patatas muy fritas sobre las cuales descansa un trozo de pimiento rojo que le da a la mezcla un color rojo tan brillante que parece pintado con acuarelas. Mis pupilas se convertirían en corazones si fuera un dibujo animado pero como no es así me levanto y le doy un abrazo, dándole las gracias y asegurándole que no voy a dejar nada en el plato, que no será necesario ni que lo lave después de que termine. Me contesta que tiene miedo a que aparezca ese cocinero gordo y gilipollas de la tele y le dé por mirar sus platos con lupa, pero que mi cumplido se merece un buen vaso de vino tinto. Lo pruebo y está claro que no es el de la casa.
Se sienta a mi lado para hacerme compañía mientras como, dice que no tiene mucho trabajo, que desde que esos chinos de mierda compraron el bar de enfrente y dan cervezas y tapas de dudosa calidad por un euro, la gente no viene a comer a su restaurante. Le contesto que ellos se lo pierden, que voy a volver más a menudo y la próxima vez no dejaré que me invite. Me toma la palabra y me sirve un poco más de vino. Lo digo en serio. Volveré.
Me escucha mientras le cuento algo sobre mi vida, sobre cómo me van las cosas y cómo he llegado hasta aquí pero, cuando empiezo a hablar en pasado, me dice que lo deje, que no quiere oír penas. Que lo importante es que ahora estoy comiendo, bebiendo y que somos amigos. Que le cuente algún chiste, algo que nos haga olvidar todo lo malo que hay fuera de aquí, detrás de esas paredes, dice señalando la puerta, tras la cual el viento hace que los arboles bailen un swing que ya querría pillar Nick Rivers.
Nunca he sido bueno contando chistes, pero me acuerdo de uno muy malo que me contó un compañero vagabundo la otra noche, uno al que ayudé a tumbarse en un banco porque estaba tan borracho que apenas sabía dónde estaba el suelo y donde el cielo. Bueno, comienzo a decir, esto que va una canica y vuelca…
Se me queda mirando unos segundos, esperando a que continúe. Levanto los hombros tratando de ponerle un punto final más explícito al chiste y entonces abre mucho los ojos y empieza a reírse a carcajadas. Algo exagerado. Se inclina hacia atrás en su silla y a punto está de caerse de espaldas. Dice, entre gritos, que es el mejor chiste que ha oído, y yo pienso que le deben haber explicado muy pocos en su vida.
Se levanta de la silla, sin parar de reír, y se mete en la cocina chillando que me he ganado un postre especial. 
Me limpio la boca con la servilleta y, para entretenerme hasta que llegue, comienzo a mirar sus paredes, los cuadros que ya he mirado un millón de veces. En uno de ellos le veo a él abrazado a su mujer, una morena regordeta muy maja que siempre me guiña el ojo cuando le digo que me ha gustado su comida. Entonces caigo en la cuenta de que hoy no la he visto. Que no ha salido a saludarme.
Mi amigo sale de detrás de las cortinas que hay para esconder la cocina de las miradas cotillas de los clientes y le pregunto por su mujer. Me dice que murió la semana pasada. Que no pudo superar el cáncer.
El silencio nos recorre como si fuese agua helada y, de golpe, me pide que le cuente otro chiste.
Que, por favor, le haga reír de nuevo.

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