EL RINCÓN DEL RELATO: Todo está oscuro y mis ojos están abiertos, por Manuel Gris Lorente

                Manuel Gris Lorente lleva escribiendo desde que tiene uso de razón, quizá incluso antes, pero como no tiene recuerdos de esa parte de la vida prefiere no arriesgarse a la hora de hacer una afirmación tan tajante.
                Influenciado por autores como Chuck Palahniuk, Charles Bukowski, Bret Easton Ellis, Janne Teller, Amy Hempel o Craig Clevenger su escritura está caracterizada por un uso de la locura y la anarquía literaria con la que intenta no dar pistas de qué va a pasar a continuación en sus relatos y novelas. De cuál será el siguiente paso.
                La escritura es una forma de escapar del mundo y lo que hay en él, de todo lo que nos para a la hora de ser nosotros mismos, tan intensa y rica, tan grande, que no sabe expresar ese sentimiento con palabras, así que no lo hace. Solo sigue adelante, sin tenerle miedo a la página en blanco, y con la seguridad de que cada letra que usa solo le da algo más de libertad.
Todo está oscuro, y mis ojos están abiertos



Mis ojos están cerrados. Ah, no, espera.
No, parecen estar abiertos. Pero es extraño, veo y no me siento ciego, es como si algo me obligara a estar en esta ceguera con olor a vainilla. Lo intentaré otra vez. Pestañearé.
Nada. Todo sigue oscuro.
Intentaré recordar cómo he llegado hasta aquí, espero poder hacerlo, no me siento aún lo suficientemente estúpido ni borracho como para que no consiga nada tratando de recordar. Estaba, sí, creo.
Espera.
Estaba en un bar, típico dirán, y yo diría, "sí, lo era". No, perdón, no era un bar, era un comedor lleno de botellas. Con extraños que me hablaban y me contaban su vida, creo que eran amigos, o no, espera. Era  mi familia. Estábamos celebrando lo que se supone que es algo alegre, mi cumpleaños. Es una diversión que, bueno, a mí me llena por completo, claro, no dejo de esperar todo el año al día en que estaré más cerca de la muerte. Es algo que tiene mucho sentido celebrar.
Por dios, que estúpidos son.
Entonces, se acercó el camarero, perdón, mi padre, con una tarta enorme, que me colocó delante. En ella ponía:
-Feliz cumpleaños-
Originales somos hasta hartarnos en mi familia.
En fin.
Yo soplé después de oír el típico coro familiar lleno de imperfecciones y momentos de descoordinación de voz y vergüenza, y pedí un deseo. Siempre es el mismo. Nunca se cumple. Todos aplaudieron, felices, contentos, porque su hijo/primo/hermano/nieto/pariente lejano estaba más cerca de algunos de ellos, de su edad madura y perfecta con la que pasaremos el resto de nuestros días, esa llena de trabajo, dinero, hipotecas, microondas, parejas, hijos, regalos, colonias de fin de semana, suegros, parkings, sexo, homosexualidad casual, jefes, secretarias, infidelidades, divorcios, abogados, asilos, hospitales, necrológicas, olvido. Es muy divertido celebrar algo así, un paso más a la nada. Es perfecto.
En fin.
Recuerdo que sonreí, abracé, besé. Y punto. No me salía más hipocresía, más no, así que cogí una botella de cava y, con la excusa de hacer una llamada a mi falsa novia que, vaya lástima, no pudo venir hoy, me escondí en mi antiguo cuarto.
Coño, claro. Por eso no veo, es verdad. Le daré al interruptor.
Ahora sí, ahora lo veo todo.
Una habitación, llena de posters de grupos y películas y chicas con poca ropa pero no con todo lo poca suficiente.
Soledad.
Ruido en el piso de abajo.

Dicen que con 31 me toca madurar, comenzar a centrarme, pero le doy otro trago a la botella e intento recordar el nombre de la modelo del poster que hay encima de mi antigua mesa de estudio.

 

Publicar un comentario

0 Comentarios