EL RINCÓN DEL RELATO: "El pacto: F-3" por Manuel Gris Lorente

                Manuel Gris Lorente lleva escribiendo desde que tiene uso de razón, quizá incluso antes, pero como no tiene recuerdos de esa parte de la vida prefiere no arriesgarse a la hora de hacer una afirmación tan tajante.
                Influenciado por autores como Chuck Palahniuk, Charles Bukowski, Bret Easton Ellis, Janne Teller, Amy Hempel o Craig Clevenger su escritura está caracterizada por un uso de la locura y la anarquía literaria con la que intenta no dar pistas de qué va a pasar a continuación en sus relatos y novelas. De cuál será el siguiente paso.
                La escritura es una forma de escapar del mundo y lo que hay en él, de todo lo que nos para a la hora de ser nosotros mismos, tan intensa y rica, tan grande, que no sabe expresar ese sentimiento con palabras, así que no lo hace. Solo sigue adelante, sin tenerle miedo a la página en blanco, y con la seguridad de que cada letra que usa solo le da algo más de libertad.
 
 
EL PACTO: F – 3

    Hacía mucho que no lo sentía. Demasiado.
    Hay cosas que no sabes que echas de menos, o que no están en tu vida diaria, hasta el momento que vuelves a tenerlas delante de tus narices dándote patadas en las espinillas con una bota de buzo. Cuando era pequeño, creo que con unos 6 años, lo sentí por primera vez. Es uno de esos momentos borrosos que no sabemos explicar ni porque ni como, pero que tenemos gravados en la memoria como un tatuaje, igual que aquel primer viaje al extranjero o la vez que conociste a tu abuelo o te regaló algo que te hacía mucha ilusión el día de tu comunión. Simplemente está ahí y, de golpe, vuelve a ti.
    Pues esa sensación, justo esa, la volví a sentir la noche antes del día señalado para sacar a Antonio de la faz de la Tierra. Me invadió ese cosquilleo suave y a la vez molesto que una noche de Reyes de hace al menos unos 30 años noté en mi interior al saber que iban a entrar en casa para dejarme, en la parte del sofá que estaba señalada con mi nombre, el fuerte de Playmovil. Tenía ganas de jugar con él, de verlo montado y desmontarlo a causa de una batalla entre indios y vaqueros, de convertirlo en mi bien más preciado. Se podría decir que, ya entonces, estaba teniendo ganas de  matar a personas, pero con un idioma mucho más inocente.
    Me costó dormir de pequeño, y también aquel jueves por la noche.
    Había escogido el viernes 12 de marzo, de entre todos los días que tenía de margen, ya que los ángeles negros habíamos pactado hacer cada uno nuestro trabajo en ese mes, sencillamente porque si, por un casual, no aparecía mi víctima esa noche en el club, tendría casi tres semanas más para, si era necesario, ir todos los días al puticlub hasta dar con él. También porque los sábados, que sería el día más propicio para ir a este tipo de lugares, me eran imposibles debido al trabajo que desde hacía ya 2 años me tenía ocupado de 2 a 8 de la madrugada. Por una casualidad el destino me dedico a ser el bajista de la banda que toca, en directo, durante el programa que los sábados de madrugada da esperanzas a miles de abuelitas solitarias, y que no tienen otra cosa que hacer que gastarse el dinero de sus difuntos maridos en llamadas telefónicas, con los consejos que el gran Sandro Rey les da sobre cómo llevar las riendas de su vida. Lo digo con algo de sarcasmo, y casi parece que me esté riendo de él, pero en realidad le tengo cariño. No es un mal tío, pues lo único que hace es mentir a cambio de dinero, lo que no le diferencia mucho de cualquier vendedor a domicilio, un jefe o el presidente del gobierno, además, su camello es de los más simpáticos, fiables y de calidad de todos con los que he tratado, hasta el punto de que nuestras hijas medianas se acabaron haciendo grande amigas.
    Pero, volviendo a lo que explicaba en un principio, estaba muy nervioso ese jueves por la noche. Mucho. La excitación era tal que me era imposible dormir. Imposible a niveles insospechados. Trataba de pensar en otras cosas, en partituras y en discos que debía grabar la semana siguiente, pero no había manera. Imposible a niveles estratosféricos. Podría haber optado por usar el mejor somnífero que existe en el mundo, el buen sexo, pero después del cuarto polvo H. me mando a la mierda y me dijo que si estaba tan excitado que me la cascara, que ella tenía que madrugar al día siguiente, así que desestimé la idea de buscar un quinto y miré el reloj de mi mesita de noche, con la esperanza de que la hora me alegrara de alguna manera. Las 4:33. Puta mierda.
    Me levanté de la cama y fui a beber agua, después al lavabo y, una vez más, a la cocina, donde me senté en la mesa y me puse a mirar, como hago siempre que no sé qué hacer, por la ventana.
    No había ni una maldita nube, y todo estaba en calma, sin un sonido reconocible. Nada. Me sentí como la única persona viva en el Mundo, abandonado por su especie y obligado a hacerse la comida y la cena todos los días hasta caer enfermo por algún envenenamiento causado por lo poco que sé de cocina. Imaginé una vida así, llena de soledad y de la nada más grande que uno pueda imaginar, y no encontré tristeza en mi corazón, no encontré ni una lágrima que quisiera salir al exterior. Solo había alivio. Creo que, desde hace demasiado tiempo, estaba cansado de la cantidad de escoria que hay en la tierra, de toda esa basura con ojos y piel que habita en casas que no merecen y no hacen más que quitarles, si puede ser tras dejarles sin esperanza, a los que se merecen esas ganas de continuar adelante que ellos malgastan en yates y fiestas en las que se beben licores de 500 euros la botella. Me vi a mi mismo en muchas de esas situaciones, porque debido a mi trabajo me invitan a lugares así todo el tiempo, y no me odié por estar ahí porque recordaba cómo me sentía, como me hacían sentir. Exactamente como estaba en mi cocina, mirando la oscuridad de mi ventana y oyendo el silencio del mundo. Solo y olvidado, fuera de lugar, perdido.
    No había, ni habrá jamás, esperanzas para los que de verdad merecen estar vivos. A esos solos les queda llegar a la muerte tratando de sentirse lo suficientemente orgullosos como para no coger un rifle y matarnos a todos. 
    Es muy triste.
    Estaba tan perdido en esas ideas que no saben apagarse en mi cabeza que no oí los pasos que entraron en la cocina.
    —¿Papá? —era la mediana. Siempre ha tenido un sueño muy ligero. Se parece mucho a mí.
    —¿Sí, cariño?
    —¿No puedes dormir?
    Arrastraba las sábanas por el suelo, era una manía que tenía, porque decía que se sentía más segura paseando por la casa de noche si tenía algo con lo que protegerse de los malos.
    —No. —nunca he podido mentirles. Como mucho he maquillado la verdad, pero en lo obvio e importante, me cuesta muchísimo. —Es que estoy nervioso. Mañana va a ser un día muy importante.
    —¿Por qué? ¡¿Vas a conocer a Melendi?! —se le iluminó la cara. Era muy fan de su música, al igual que la de da Sabina, aunque no entendiese ni la mitad de lo que cantaba, cosa que, como ya he comentado antes, me hacía la ostia de feliz.
    —No, cariño. Mañana voy a conocer a alguien nuevo. A alguien que muy poca gente conoce.
    —¿A uno de esos programas de concursos que no te gustan? —me conocían demasiado bien a veces.
    —No, pero no te preocupes que cuando tenga algo suyo te lo enseñaré. Seguro que te gusta. —he aquí una de esas verdades maquilladas. No valía la pena entrar en detalles, y menos con mi hija, así que le llevé un disco de un nuevo talento, de esos que valen la pena pero nadie apuesta por ellos, al lunes siguiente y le gustó mucho. Las coartadas, con los niños, son lo mejor que hay en el mundo. Todos ganamos.   
    —¡Bien!
    —Shhhh. Que tus hermanas duermen.
    —...Perdón...
    Se me acercó y trató de escalar por mi pierna, fallando estrepitosamente, así que la cogí en brazos y coloqué sus pocos quilos de peso sobre mi rodilla derecha, apoyando su espalda en mi pecho y volví a mi ventana, sintiendo el calor y la manta de mi hija en mi piel.
    —¿Y por qué te pone tan nervioso conocerle? —sabía que no había acabado la conversación, pero la esperanza aparece sobre todo cuando no estás muy atento a la vida.
    —Porque lo que voy a hacer con él va a ser muy importante. Es algo que tengo que hacer para unos amigos.
    —¿Más músicos?, —en realidad pronunció mújicos, pero he preferido no resaltar su mala dicción ahora mismo —¡qué bien!
    —Sí, hija, —trate de calmarla. Noto cuando la mediana está a punto de animarse hasta el límite de perder el control de su cuerpo y comenzar a dar vueltas por toda la casa bailando y gritando. Se parece mucho a mí. —son músicos también. Nos estamos ayudando los unos a los otros. Nos necesitamos los unos a otros para seguir adelante. Para ser felices.
    —¿A mí también me va a hacer feliz vuestra música, papá? —giró su cabecita tratando de mirarme, y cuando lo consiguió me clavo esos enormes y redondos ojos brillantes del color del cielo que había heredado de su madre, y estaban tan llenos de vida, me decían que aún tenían que ver tantas y tantas cosas y amarlas hasta límites que nadie sería capaz de entender que, con la luna iluminando nuestras caras y la inmensidad de la nada rodeándonos, le dije algo que me acabé tatuando en el gemelo izquierdo un año más tarde.    
    —De tú felicidad nace la mía.

…...

    El coche parecía ir a la misma velocidad que mi corazón. Exactamente a la misma. A veces los objetos parecen tener vida propia, algo así como un alma, que se une a la nuestra en caso de nerviosismo o alegría. En aquella ocasión a mí me invadían ambas.
    ─Cariño, te he dicho que no. ─por muchos años que pasemos juntos, nunca voy a aprender que para H. un “no” es algo así como un susurro que no significa absolutamente nada.
    ─Quiero hacerlo, F. Y lo voy a hacer. Y déjalo ya porque tendrías que estar pensando en otras cosas y no en tratar de convencerme, que es algo que no va a pasar. ─aun así la quiero más que a mi vida.
    En mi plan, en un principio, o al menos en mi cabeza, el trabajo de H. se limitaba a estar en el club, llevar a Antonio hasta la sala privada y, allí, yo le administraría una dosis de cloroformo (no dejéis que os engañen todos esos escépticos del cine, es totalmente cierto los poderes que tiene en las personas) y ella, tras ayudarme a meterlo en el coche y darle las gracias a Josef, se iría a casa y me dejaría hacer el resto. Pero no. Nada de eso.
    ─¿Pero por qué quieres estar en la Caja conmigo?, ¿por qué quieres participar ahora? ─no es que fuera un gran problema porque H. decía que solo quería mirar, pero nunca, jamás de los jamases, había estado nadie mirando cómo me desahogaba con la escoria que tenía la suerte de compartir esos momentos tan íntimos conmigo. Era solamente algo nuevo para mí, y por definición, desconocido y fuera de lugar. Dos cosas que nunca me han gustado demasiado.
    ─Sólo quiero estar esta vez. No sé cómo explicarlo, ─hizo una pausa, que usó para dejar de mirarme y dirigir sus enormes ojos en dirección al paisaje que, a través de su ventana, era más un borrón que una imagen propiamente dicha. Los árboles parecían haber sido dibujados por un enfermo de parkinson con deficiencia mental, y las nubes, caramelos masticados y escupidos. ─quiero estar contigo cuando acabes con ese cabrón, ─volvió a mirarme. ─lo necesito.
    Tras tantos años de convivencia, en la que la verdad y en conocimiento de todos nuestros secretos había sido la piedra angular, entendí que necesitase, justo esta vez, estar presente cuando hacía lo que se me da, con permiso de la música, mejor. H. necesitaba ayudarme hasta el final. Tenía que ser, en la sombra, un ángel negro. Uno que solo mirase y pudiese notar en sus carnes el porqué del pacto que, gustosos, habíamos aceptado todos nosotros. Sería la mejor testigo de nuestro regalo al mundo.
    ─Vale, cariño. ─le acaricié la barbilla con mi mano derecha, olvidándome de la carretera. Dándole toda mi atención hasta el último gramo. ─Vamos a hacerlo.

……

    El club estaba tranquilo sin llegar al aburrimiento. Había lo menos 10 personas, muchos de ellos en la barra, pidiendo su primera copa sin dejar de mirar al “ganado”, como algunos despectivamente las llaman, que en ropa interior o solamente en braguitas paseaban por aquí y por allá haciéndose las despistadas, interpretando el papel de mujer que solamente pasaba por allí.
Yo era un mirón más. Nadie ajeno al Kahola deparó en mí y tampoco hice nada para cambiarlo. Lo importante era que no llamara la atención, que solo fuese otro cliente interesado por alguna de las chicas, que hablara con ellas de vez en cuando y no me interpusiera en los planes de los demás.
Josef, cuando llegamos a la puerta trasera del local, nos recibió con palabras amables, abrazos sinceros y miradas de aprobación. Nos dijo que estaban todas las chicas al tanto del asunto, así que ninguna me hablaría con especial atención a no ser que, como habíamos acordado, Antonio estuviese hablando conmigo. Ese sería el momento para que todas, incluidas las camareras, me tratasen como una especie de cliente v.i.p., uno de esos que van casi cada noche y que gasta una cantidad indecente de dinero en chicas, objetos y licores de importación. Hay muchos así, señaló Josef, así que no le costará a ninguna interpretar el papel. Entonces, en el caso de que Antonio se tragará el anzuelo, lo cual era algo seguro, aparecería H. Había escogido un conjunto de ropa interior de esos que las casadas solo se compran para aniversarios o viajes especiales y que, en nuestro caso, estaba en el ropero como podían estar sus zapatillas de andar por casa o la camisa limpia del trabajo. Nunca hemos sido de esas parejas que buscan situaciones especiales para regalarse cosas o para hacer el amor salvajemente, si no que era tan propio de nuestras vidas el arreglarnos para el otro y usar posiciones y aparatos como para otras suele ser el ir a cenar al chino todos los sábados. A veces decimos, en broma, que nuestra vida en pareja parece sacada de un catálogo de Victoria’s Secret. Si le excluimos la anorexia y las caras de asco características de las modelos de hoy en día.
Mi primera copa estaba empezando a quedarse sin hielo, por lo que el color rojizo de mi cubata empezaba a ser algo más cercano al del té que usan en las películas para simular whisky, pero no me pedí otra. Mi atención debía estar al 300% en la gente que entraba, en todos y cada uno de ellos. Pero por el momento nadie se amoldaba al perfil de mi víctima. Por lo que esperé un poco más. H., por su parte, ya daba vueltas por la sala, quitándose de encima a los que preguntaban por la tarifa de sus servicios dándoles un precio que, a juzgar por los enormes ojos que les aparecían en sus caras, era algo así como estratosférico. Y entonces, cuando volví a la puerta con una sonrisa en los labios causada por la imagen de H. quitándose a los hombres de encima como una vez hizo conmigo, entró. Era él. Y mi sonrisa creció.
Los dos guardaespaldas rusos tampoco eran tan grandes como me había imaginado. Era cierto que parecían peligrosos, pero los hombres muy musculados suelen ser exageradamente lentos en las peleas, por lo que supe, al primer segundo, que si algo se estropeaba en el plan no me supondría ningún problema dejarles fuera de combate. Por lo que me relajé por primera vez en todo el día. Aquello estaba hecho. Sin ninguna duda. Y estuve más seguro cuando miré por primera vez a la cara a Antonio. Aquel cabrón que había causado un sin fin de lágrimas, ya no solo a Julio, sino a muchas más familias, estaba ahí, entrando en aquel club sin saber que esa noche no iba a dormir en su cama y que mañana no despertaría en ella. Debe ser una sensación jodidamente extraña esa de estar a punto de morir y acordarse de lo que había pensado al levantarte por la mañana, teniendo toda la vida por delante, seguro de ti mismo. A salvo.
Hice una nota mental. Decía “pregúntaselo más tarde”.
La silla de ruedas eléctrica se acercó lentamente a la barra, haciendo que todo el mundo se apartará de su paso, pues no aminoró la velocidad ni una sola vez, y acomodándose a solo 3 personas de mí. Le pedí a Sarah, una guapísima polaca que aquella noche le tocaba turno de barra, que me sirviera un vodka con naranja y grosella. Aquella era otra de las señales que habíamos acordado para que pusiera al corriente a todas, incluido a Josef, de que la víctima había llegado. Que la función iba a comenzar.
Me lo sirvió, guiñándome un ojo, y entonces usó el móvil para enviar un mensaje que pusiera en marcha la maquinaria.
Era mi turno. Debía comenzar mi acercamiento.
Fingiendo que me había tomado las copas necesarias para ser locuaz sin llegar a borracho pesado, me di una vuelta por la sala, lo cual me sirvió para poner al tanto a H. también, y me acerqué a donde estaba la espalda de uno de aquellos dos enormes y lento rusos, que esquivé y, al llegar a un taburete, me acomodé en él.
─¡Joder!, ¡que tío más grande eres! ─lo importante a la hora de que alguien no se acuerde de ti es empezar el contacto con una frase de las que hagan al otro odiarte un poco. Lo justo como para querer perderte de vista.
Antonio se giró para mirarme, al tiempo que el otro ruso, que lo tenía en brazos, lo sentaba en uno de los taburetes. Hizo un amago de sonrisa.
─¿A que sí lo es? Yo tampoco había visto a ningún tío tan alto hasta que le conocí. ─me sorprendió que Antonio se dirigiese tan pronto a mí, que me tratase como una especie de amigo. Eso me gustó, porque sería mucho más sencillo llegar a esa parte de la conversación a la que me interesaba llevarle.
    ─Es que da miedo, la verdad ¿De dónde ha salido tú amigo? ─me dirigí directamente a Antonio. Era el momento de acercarme más a él.
    ─Es mi guardaespaldas, no mi amigo. Mi padre les obliga a ser mi sombra. ─hizo un gesto a la camarera, que se acercó y le tomó nota. Una ginebra con tónica. ─Son un fastidio a veces.
    ─Sobretodo en un lugar así. ¿Qué hacen cuando estás con alguna de estas zorras? ¿Te dan ánimos desde la puerta?
    Antonio dejó escapar una carcajada sincera. De las que no se pueden controlar.
      ─¿Te lo imaginas, Ivan, tú en la puerta viendo como una puta de estás me la chupa? Ja, ja, ja. ─su risa hizo que algunos clientes se girasen, buscando ese chiste tan gracioso. ─Que bueno, joder.
    Le dí el último trago a mi copa y le hice una señal a Sarah.
    ─¿Qué desea, señor Sam? ─me guiñó un ojo, como hizo al servirme el vodka
    ─Lo de siempre, preciosa. ¿Hoy ha venido Cinder? ─lo dije lo suficientemente alto como para que Antonio me oyese pero no pareciese que quería que lo hiciera.
    ─Claro, señor Sam. Ella siempre está cuando sabe que va a venir usted. ─me sirvió mi cubata y, después, volvió con Antonio, que miraba la escena con una intriga que podía verse en la venas de su frente ─¿Qué es lo que me pidió usted?
    Mi nuevo y sorprendido amigo le contestó sin dejar de mirarme. Me estaba haciendo una radiografía.
    ─Así que señor Sam... Sí que te tratan bien aquí.
    ─Bueno. Digamos que vengo bastante. Este es mi patio de recreo, siempre que mi mujer viaja, que es muy a menudo, acabo aquí las noches.
    ─Entiendo, ─me guiñó un ojo, acompañado de una sonrisa pícara. ─Y esa tal Cinder… ¿quién es?
    Para que un pez pique un anzuelo solo hacen falta dos cosas: un buen cebo y que sea estúpido. Mi besugo cumplía ambas condiciones. Solo era cuestión de tiempo.
    ─Una muy especial. Solo viene de vez en cuando porque es demasiado selectiva. Solo acepta a unos pocos clientes.
    ─Entiendo… ¿y no hace excepciones?, je, je, je. Ya me entiendes.
    ─Bueno… no sé yo… ─me hice el interesante. Odio hacerlo, pero en ese momento no era yo, por lo que tampoco fue una gran tortura. ─quizá si le digo que eres amigo mío… quien sabe. ¿Puedes pagarla?, es cara de cojones, te lo aviso.
    ─¿Ves a estos dos?, seguramente cobren al mes lo que todas estás putas en 1 año. Así que puedes apostarte lo que quieras a que podré pagarme los servicios de esta chica tan especial. ─volvió a guiñarme el ojo. Empecé a creer que era más un tic que no un gesto de amistad, pero que más daba.
    ─Mirándolo así, seguro que querrá. Mírala, es esa de allí.
    Señale hacía donde H. estaba sentada, en un taburete apartado de todos y jugando con la caña que salía de un vaso de tubo vacío. Le daba pequeños mordisquitos, juguetones, de esos que a los hombres nos encantan que nos den cuando nos hacen una mamada.
    ─Joder… ─pude notar en sus pupilas la erección que debería tener en sus pantalones si no fuese un jodido parapléjico. ─desde luego debe valer lo que me dices… ─miro al ruso de su izquierda y le hizo una señal con la cabeza, que el mastodonte contesto sentándole de nuevo en su silla de ruedas. ─Pídete otra copa de mi parte, ─me dijo sin mirarme. ─y cuando vuelva, si no me has mentido, te invitaré a la chica que quieras.
    ─Vaya, encantado de conocerte, señor…
    ─Antonio. Antonio Manrique. Encantado de conocerte, señor Sam. ─y yo de matarte en un rato. Pensé.

……

    Una torta partió el cargado aire de la Caja. Unos ojos se abrieron. H. se rió desde su esquina.
    ─Despiértate, Antonio.
    Mi susurro pareció ser más efectivo que cualquiera de los golpes que pensaba propinarle para que se despertara. Comenzó a luchar contra el poco cloroformo que quedaba en su organismo y, tras una dura batalla de apenas 5 segundos, venció.
    ─¿Dónde… coño?
    Comenzó a buscar a su alrededor algo que se le antojase conocido. Algo que le tranquilizara, pero no tuvo suerte. Al menos hasta que vio a H.
    ─¡Tú!, ¡maldita zorr...!
    Ahora sí que mi mano partió el aire del modo en que deseaba hacerlo. El sonido del guantazo atravesó la habitación de un lado a otro.
    ─Yo que tú no haría eso. Insultar a mi mujer solo empeorará las cosas.
    Me acerqué al ordenador que, encendido, descansaba sobre la mesa. Mientras Antonio continuaba insultándome a mí y a H., tecleé la primera canción que había en la carpeta y después seleccioné la reproducción aleatoria.
    ─Te voy a explicar, ─dije el tiempo que me acercaba a él, sin inmutarme por sus palabras, actuando como si jamás las hubiese oído. ─lévemente, cómo has llegado hasta aquí y lo qué te va a pasar. Y dependiendo de cómo te portes, de lo educado que seas conmigo y con mi mujer, te diré el por qué. ¿Entendido? ─su boca hizo el amago de continuar soltando insultos, pero entonces, supongo que llevado por la calma que cubría mi rostro, decidió callarse momentaneamente y solamente asintió. ─Así me gusta. ─comencé a dar vueltas alrededor de su silla de ruedas, sin batería, y a la que tenía las muñecas atadas con bridas. ─Verás, Antonio. Debería empezar diciéndote cómo has llegado hasta aquí, pero doy por sentado de que no eres tan tonto como para no llegar tú mismo a esa respuesta, ¿no?
    ─En el privado… ─comenzó a susurrar ─estaba con ella y... creo que algo me golpeó, algo que me hizo verlo todo negro… ¡Fuiste tú! ¡Maldito cabrón! ─sus ojos me regalaron odio. Perfecto, pensé, porque me encanta cuando veo eso.
    ─Exacto, ─continué girando. Sonaba Vasoline, de Stone Temple Pilot. ─y déjame decirte que esos dos rusos que te cubrían no son muy buenos. Ni se movieron de la barra. Quizá hasta sigan ahí todavía. Deberías despedirles, si consiguieses salir de aquí. Pero, los dos sabemos que no va a ser así. Por lo que seguiré con tus dudas, porque prefiero que estés informado, para que San Pedro pueda entretenerse con tu conversación. Lo que ahora mismo voy a hacerte, Antonio Manrique, es acabar con tú vida. ─seguía sin decir nada. Hay gente que es así debido a todo lo que han hecho. Son tan conscientes de que no deben estar vivos, de que solo han traído sufrimiento al mundo que, llegado el momento, solo quieren llegar a esa línea, a ese precipicio, lo antes posible. Así era, usando el tiempo verbal en pasado, Antonio.
    ─No me importa… ─su tono, uno que pretendía sonar como superior a mí, me daba a entender que, aun estando en esa situación, él era el que lo tenía todo bajo control. ─porque van a pillarte. Voy a gritar como un loco en cuanto empieces, entonces alguien me oirá y te cazarán, ¡gilipollas! ¡Y mi padre se encargará de que sufras tanto antes de que acaben contigo que desearás estar en el infierno!
    ─De acuerdo. Crees que soy un descuidado, que estás en la habitación de algún hotel. Claro, lo entiendo. ─me paré detrás suyo, colocando mis manos en sus hombro. Comenzaron los primeros acordes de Angel of Death, de Slayer. ─Pero, ¿y si te dijera que estás en un almacén, alejado de todo lo que podría llamarse gente, y que el único que sabe que estamos aquí es un guardia de seguridad que, además de poner la mano en el fuego por mí, cree que solo estamos aquí dentro ella ─señalé a H. ─y yo?, ¿cambiaría eso tu manera de verlo?
    El transporte de material musical es algo tan normal en estos almacenes que, en cuanto me vio el de seguridad con una caja de 3 metros por 1’5 y acompañado de mi mujer, me dejó pasar sin problemas. Deseándome que pasara una buena noche, diciéndome en voz baja que ya le entendía. Eso último quería decir que el próximo día tendría que contarle las ficticias escenas de sexo que H. y yo íbamos a tener esa noche. En fin, cada uno entiende en morbo como quiere.
    Antonio empezó a palidecer, poco a poco al principio y de golpe cuando, tras abrir una funda de bajo Fender e introducir mi mano en él, saqué un cuchillo de cortar jamón afilado hasta decir basta.
    ─Siempre has ido por la vida pensando que las cosas que haces, el daño que haces, no significa nada. Como si el sufrimiento de los demás no fuese más que confeti que se tira a la basura después de una fiesta de cumpleaños. Pero no es así. ─de encima de la mesa, y tras subir el volumen de la música que salía de los altavoces al máximo, del que sonaba Raise Your Hand de Janis Joplin, cogí también un tubo de goma, de los que solían usarse antiguamente en los hospitales para hacer visibles las venas y así poder extraer sangre más fácilmente. ─Todo lo que has hecho, todo, ha causado daño. Todo ha causado sufrimiento. Así que quiero que compruebes en tus propias carnes que, aunque no notes el dolor, siempre existe. Siempre.
    Le até con fuerza el tubo de goma por encima de la rodilla de su inútil pierna derecha y, cuando comenzó a ponerse algo morada, empecé a cortársela como si se tratase de un jamón. Las primeras tiras de piel, del mismo tamaño del beicon, y que comenzaban por debajo de la rodilla y acababan en el tobillo, fueron cayendo al suelo, creando un charco de sangre que crecía a cada nuevo trozo que se unía al grupo. De vez en cuando me giraba y miraba a H., encontrando es su cara una tranquilidad solo adornaba con esos blanquísimos dientes que, cuando sonríe, le regalaba al mundo.
No me detuve en mi tarea, a pesar de las carcajadas con las que trataba de ponerme nervioso y  distraerme, para tratar de atacarme los nervios y así conseguir que me detuviera en mi trabajo. Pero nada podía hacer tal cosa. Mi finalidad era llegar al hueso. Esa era mi meta. Y tras dejar el suelo lleno de carne roja y cortada con una precisión digna de cualquier restaurante de Kebabs, tras tocar la sangre que escapaba del enorme agujero que había en su pierna con mi dedo índice y después chupármelo, saboreando así la muerte que empezaba a rodearme, decidí que el hueso ya era lo suficientemente visible. Tanto que podría darle un mordico. Cosa que hice sin pensármelo, clavándole mis colmillos que, resbalando en su sanguinolenta tibia, volvían a encontrarse como su mi mandíbula fuese un cepo.
Sonaba Buena Suerte, de Hamlet.
Me acerqué a su oído, para que pudiese oírme a pesar del volumen de la música. Continuaba riéndose, como si nada de lo que veía le preocupara lo más mínimo.
─¿Quieres saber por qué lo hago? Te contaré toda la historia. ─tragué saliva. Quería decirlo del tirón, sin dejarme nada. El discurso de despedida perfecto. De mi barbilla colgaba  un hilillo de sangre ─Me apunté a un aula de escritura, solo para sacar de mi interior todos los ámbitos artísticos posibles, pero no fue lo único que conseguí sacar a relucir. Mis compañeros, al igual que yo, necesitábamos que alguien, algún hijo de puta como tú, muriese para que nuestras vidas, y las del mundo, fuesen mejores. Más plenas. Y tú me tocaste a mí, ¿entiendes?
»¿Te suena el nombre de Julio Losantos? Seguro que sí. Él te puso en esa silla y él también apuntó tu nombre en la lista. Necesitaba verte muerto porque, tras matar a su nieta, hiciste de su vida un lugar en el que ningún día era mejor que el anterior. Ningún día valía la pena. Y esto me lleva a una pregunta, ─me acerqué de nuevo a la mesa, en la que, debajo de unas hojas, saqué mi cuchillo Tanto Japonés, de 30’5 centímetros de largo, el cual desenvainé dejando que su brillo y su perfecto afilado inundara la Caja. Me volví a poner muy cerca de su oído, tanto que pude oler su sudor. Un sudor cargado de terror. ─¿qué pensaste esta mañana al despertarte?, ¿creías que sobrevivirías a este día? ¿Qué hoy no ibas a morir? «
Me separé de Antonio sin esperar un respuesta. Abandonándolo con ese pasado que ya era la único que le quedaba.
Caminé hasta H. y la besé con tanto amor en mi interior que casi creí que iba a hacerle daño. Ella me agarró de la nuca, de la cintura, de la espalda, sus manos me recorrían a cada nuevo beso que nos regalábamos. Entonces nos separamos, se limpió los labios de la sangre que aún cubría mi cara, y me dijo, por encima de la música.
─Acaba con él.
Asentí y entonces busqué la canción que creí debía ser la última que tenía que escuchar Antonio en vida. La había puesto en una carpeta aparte. Era Wax Simulacra de The Mars Volta. Me inspiró la pequeña, pues H. me dijo que la estuvo bailando en el coche de camino al colegio. Mi hija comentó que era muy loca esa canción y que no sabías lo que iba a pasar a continuación. Me pareció perfecta cuando cogí el cd y lo puse en mi ordenador. Lo menos hacía 2 años que no la escuchaba.
Pulsé play.
Simultáneamente a los dos primeros y veloces acordes de la canción, mi fiel Tanto ya le había prácticamente arrancado el brazo izquierdo debido a los cortes, en forma de cruz, que lo cruzaban horizontal y verticalmente. Con los dos siguientes, cortes y acordes, terminó de caer al suelo, pero como la muñeca seguía atada a la silla solo llegó a él el hombro, uniéndose a la carne de su pierna, que nadaba juguetona en el gigantesco charlo de sangre que iba creciendo por momentos. Entonces bailé un poco, usando mi cuchillo como la vara de un director de orquesta siguiendo el tempo de los 15 primeros segundos que hacían de puente a la primera estrofa. Antonio, con la cara tensa de dolor, no dejaba de reírse y de insultarme, llamándome marica y cobarde por tenerle atado. Supe lo que tramaba, supe que quería que me pusiera nervioso al no encontrar suplicas en sus palabras, por no encontrar lo que él creía que yo necesitaba para seguir con lo que estaba haciendo. Supongo que estaba seguro de que yo era igual que él, que me excitaban los gritos de dolor y las lágrimas. Pobre infeliz, pensé. No sabe nada.
 En el momento en que empezó la primera estrofa, le clavé a Tanto en su hombro derecho, y usé el mango a modo de micrófono, simulando que era yo y no Cedric el que cantaba. Antonio me hizo los coros, gritando de dolor o de júbilo, no lo supe al 100%, cada vez que giraba la hoja del cuchillo en su interior. No se lo saqué del cuerpo, no dejé de girar la hoja, no dejé de destrozarle el interior de esa parte de su anatomía hasta que llegó el estribillo. Fue entonces cuando se lo saqué del cuerpo y me coloqué delante de él, mirándole directamente a unos ojos que me contestaron con una locura que no supe leer seguramente porque ni Antonio sabía que quería transmitirme, y comencé, simultáneamente al doble, potente y repetitivo riff de guitarra, a cortarle el pecho. Un zas aquí, otro allá, dejándome llevar por esa locura característica de The Mars Volta, y cuando llegó la segunda estrofa continué mi baile ignorando la apariencia de su nuevo abdomen, lleno de cortes de todos los tamaños y profundidades, entre los cuales resaltaba en que le había hecho, el último, en el abdomen a través del cual podían verse parte de sus tripas.
Solo le quedaba 1 minutos y 44 segundos de vida, si es que Antonio conseguía llegar hasta el final.
H. me observaba desde la esquina impasible, pero sus ojos brillaban, llenos de felicidad. Llenos de deseo. Me acerqué a ella y la cogí de la mano, iniciando así un baile que, exceptuando la sangre del suelo, al moribundo de la silla y la habitación, bien podría haber sido el de nuestra boda. Mi Tanto simulaba a la antorcha de la Estatua de la Libertad entre mi mano y la de H. ella sonreía, animada, sintiendo la música que, más leve que antes, seguía siendo maquillada por las carcajadas, mucho más débiles y pausadas que las primeras, de Antonio, 
La segunda estrofa iba a comenzar.
Apunté al casi muerto con mi cuchillo y lo bajé junto con la mano de H., de nuevo al tiempo que la guitarra hacía de las suyas, cortándole el hombro que me había servido de ficticio palo de micrófono. El Tanto se quedó ahí clavado, ganando a la gravedad, como una rodaja de tomate entre dos trozos de mortadela, y me acerqué al oído de H. Estaba en la cima de mi júbilo. Había llegado a ese punto que amaba de mi adicción, ese en el que solo importa el cuerpo, o lo que queda de él, que está delante de ti y tus ganas de destrozarlo por completo. Solo le dije dos palabras a mi eterna compañera, a la madre de mis hijas. A lo mejor que me ha pasado en esta vida que me ha tocado vivir.
─Te toca.
Me contestó solamente mirándome, algo sorprendida, pero comprendió qué era lo que debía hacer.
Sé que en parte fue trampa, que en el juramento que hicimos los ángeles negros era yo, y solo yo, el que debía acabar con la vida de la persona que me había sido asignada, pero no creo que ninguno, y menos ahora mismo, se entere de que esto fue lo que realmente pasó. Así que no voy a detenerme aquí.
Seré sincero.
La segunda estrofa había terminado sin que nos diéramos cuenta y el segundo estribillo estaba en su parte más alta, lleno de gritos y de sonidos difíciles de comprender hasta para los oídos más entrenados, pero H. decidió que no había suficientes gritos. Que podía haber más. Agarró el mango y comenzó a moverlo de un lado a otro, haciendo que el hueso del hombro y del brazo se separasen como una almeja, creando una catarata de carne destrozada, sangre y músculos que no tardó en darle una consistencia mucho más espesa al océano que comenzaba a formarse a nuestros pies.
─Así, ─comenzó a decirle Antonio a H., con una voz cansada, perdida, pero que pude oír a pesar de la música. ─¿tú vas a terminar lo que tu maridito no puede? No me había equivocado al llamarle marica… no es capaz de matarme. No se atreve. Puto… cobarde…
H. no calló en la trampa, no era ni nunca ha sido tan estúpida. Sus ganas de acabar con él, sus ansias de conseguir justicia la llenaron de una calma que podía olerse en el cargado ambiente, por lo que Antonio se quedó ahí, sonriendo, esperando una reacción que no pudo saborear.
Y llegó, al fin, la parte final.
Un solo, de casi 40 segundos, en el que todos los instrumentos se unen, se elevan, jugando con nuestros oídos y con las esperanzas de que aquello tendría algún sentido, inundó el aire y H. supo que era el momento. No podía haber uno mejor. Le sacó el Tanto del cuerpo, arrancándole el brazo por completo al hacerlo y, dejándose llevar por lo que sus brazos creían que debían hacer, más allá de lo que su cerebro fuese capaz de ordenar, comenzó a ensañarse con la cabeza de un hombre que, hasta el último momento, no había dejado de sonreír. El filo topó con la frente, las orejas, la mandíbula, la nariz, todo volaba por los aires como un volcán a medida que H. clavada y desclavaba mi Tanto, cada vez con más rabia, cada vez con más entusiasmo. Llevada por ese odio al prójimo que todos, sin excepción, tenemos tan hondo de nuestro ser que algunos se empeñan en negarlo.
Y esos 10 segundos finales, en los que el clarinete sube y sube, antes de los cuatro último golpes de batería, mi mujer, mi amor eterno, la primera persona por la que supe que daría la vida, le metió por el único ojo que le quedaba entero a Antonio a Tanto, y empujó con todas sus fuerzas hasta atravesarle la cabeza justo cuando todo quedó en silencio.
Respiraba pesadamente debido al esfuerzo, de espaldas a mí, ajena a todo. Solo lo miraba a él. A lo que quedaba de él. Y la oí susurrar algo. Me acerqué por detrás y le puse las manos sobre los hombros.
─¿Qué dices cariño? ─preferí preguntar.
─Le decía a este hijo de puta violador de prostitutas, a este asesino de niños y amante del fuego que saludará a Satanás de mi parte. Que le dijera que hasta pronto.
La hice girar sobre sus pies, para que me mirase a mí y no a ese montón de carne que descansaba sobre una silla de ruedas teñida de sangre y de orina.
─Lo has hecho bien cariño. ─la besé en la frente, mezclando la poca sangre que aún quedaba en mis labios con la que abundaba en su cara. ─Te quiero.
─Y yo a ti. Más que a mi vida.
E hicimos el amor en el suelo. En la sangre de Antonio Manrique.

 
 
Viene de las publicaciones anteriores del 19 de junio y 17 de julio.

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