LA COLUMNA LITERARIA: Y DIOS EN EL ESPACIO, por M. Martínez Forega

Fotografía: Berna Martínez-Forega.
Manuel Martínez-Forega (Molina de Aragón, Guadalajara, 1952). Cursó estudios de Derecho y es Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Zaragoza, ciudad en la que reside desde 1958. Poeta, ensayista y traductor, ha publicado más de treinta títulos en esas disciplinas, entre los que destacan los poemarios He roto el mar (Premio del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en 1985), 333 días (Premio Internacional «Miguel Labordeta» en 2005), El dolor de la luz (premio «Poesía de miedo» en 2009), Ademenos (finalista del Premio Nacional de la Crítica en 2009), Berna, Labios o su más reciente Litiasis; también son relevantes sus traducciones de poesía checa y francesa o la edición canónica de Monsieur Teste de Paul Valéry; sus ensayos y artículos de crítica literaria y de arte están reunidos en los volúmenes Sobre arte escritos, sobre artistas y El viaje exterior (Ensayos censores).
Fundador y director de Lola Editorial desde 1989. Fundó también en 1985 la colección de poesía «La Gruta de las Palabras» de Prensas Universitarias de Zaragoza y, en 1984, co-fundó el programa «Poesía en el Campus» de la universidad zaragozana.
Ha sido incluido en diferentes antologías poéticas de España y del este de Europa, y su obra está traducida al checo, búlgaro, rumano, ruso, italiano y alemán.
Editó la Revista Pasarela de Artes Plásticas.

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Y DIOS EN EL ESPACIO
*Sí, mi Destino es inmortal y yo, que aquí lo escribo, seré inmortal igual que mi Destino*. El mejor Juan Ramón está en Espacio, en esa tarea creadora que transforma el mundo en templo, en liturgia la palabra y el poema en rito, una fuerza adoratriz para alcanzar lo que Jiménez llamó *conciencia mía*; esto es: la *obra*, dios, *su* dios.
No es raro entonces ese afán del poeta por borrar límites (formales, expresivos, etc.) a ese *espacio* para otorgarle, como a los dioses, un carácter intemporal: el que precisaba su *obra* como creación que lo perpetuara. Yo sí creo en este Juan Ramón antiUnamuno.

Aun con su fatuidad e insoportable mal genio, me enseñó cómo ser teósofo pagano y galante; cómo fundar el propio destino (ya sea literario al menos) desde la creencia en él (el destino), en su arquitectura azarosa: *Termínate a ti mismo*, repetíale su conciencia, que era su obra y era él más allá de su vida y de su muerte.

La consecución de este objetivo exige un proceso en el que la actitud del hombre ante sí mismo, de la obra como creación artística y autocreación, experimenta disociaciones, estados de extrañeza y reconocimiento, de repulsión y fascinación, de separación y reunión con *lo otro*.

Instinto e inteligencia, sustancia y esencia, sueño y realidad suponen dicotomías básicas que el poeta trata de conciliar por medio de un instrumento verbal: la poesía, y a través del símbolo que arriesga elegir: *la conciencia que se realiza*, el *Destino*.

Creo que sí: Juan Ramón reparó en que la obra literaria, como acto poético, en tanto se crea, muestra que ser mortales no es sino una de las caras de nuestra condición; la otra es ser vivientes, y ambas construyen lo que él mismo llama *el hombre pleno*.

*Su* dios es, a la vez que resultado, creación de este hombre instruido por aquella conciencia: de sí mismo y de lo otro.

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