EL RINCÓN DEL RELATO: UN PRIMER BESO (parte II), por Manuel Gris Lorente

Manuel Gris Lorente lleva escribiendo desde que tiene uso de razón, quizá incluso antes, pero como no tiene recuerdos de esa parte de la vida prefiere no arriesgarse a la hora de hacer una afirmación tan tajante. Influenciado por autores como Chuck Palahniuk, Charles Bukowski, Bret Easton Ellis, Janne Teller, Amy Hempel o Craig Clevenger su escritura está caracterizada por un uso de la locura y la anarquía literaria con la que intenta no dar pistas de qué va a pasar a continuación en sus relatos y novelas. De cuál será el siguiente paso. La escritura es una forma de escapar del mundo y lo que hay en él, de todo lo que nos para a la hora de ser nosotros mismos, tan intensa y rica, tan grande, que no sabe expresar ese sentimiento con palabras, así que no lo hace. Solo sigue adelante, sin tenerle miedo a la página en blanco, y con la seguridad de que cada letra que usa solo le da algo más de libertad.


UN PRIMER BESO (parte II)

Mi primer beso fue en el mar, en la playa de un pueblecito en el que veraneaba con mi familia por aquella época. Suena romántico, lo sé, digno de la peor película de Crepúsculo, pero aún no he acabado de dar todos los detalles. Garantizo que se acerca más a cualquier película de Jim Carrey. Por aquel entonces había empezado a tener mis primeros amigos verdaderos, cosa que para tener unos 16 años no estaba del todo mal, ya que nunca me interesó la gente ni las chicas ni mucho menos lo que hacían entre ellos, pero aquel día, aquella tarde, el plan que un amigo llevaba maquinando cerca de una semana dio sus frutos. Aunque yo ignoraba completamente que estaba ligado a ellos y que, sin mí, los manjares que quería probar mi compañero acabarían podridos en el suelo. Así que en parte fue una mezcla entre obligación y, en muy poco porcentaje, ganas de saber qué era aquello que todos mis amigos del pueblo ansiaban con tanto ahínco: meter su lengua en la boca de otra persona.

Toni, que así se llama el chico que me consiguió mi primer beso, era una especie de ligón juvenil, de esos que no tienen ningún miedo a decirle a quien sea lo guapa que era o si quería ir con él a cenar o a bailar y que, en las fiestas del pueblo, se acercaba a las «mayores» —las de 18 o 20— y bailaba con ellas y les tocaba el culo sin miedo porque con la excusa de que era «pequeño» se creían que lo hacía sin querer.

Hay que entender que hablo de una época en la que los niños eran realmente niños, personitas que jugaban y hacían el burro por el campo y no se molestaban en hacerse los mayores porque no querían serlo. No era como ahora, que la mayor aspiración que tiene un niño de 14 o 16 años es follarse a alguien o fumar como un carretero, repitiendo frases que escucha en videojuegos o en películas o series o programas que ven cuando no deberían. Hay un momento y un lugar para todo, y en la etapa entre los 13 y los 17/18 es la de hacer el animal, ignorar a los mayores y no tratar de ser mayor, porque entonces, cuando finalmente lo seas, querrás ser joven y acabarás siendo una de esas mujeres de 40 y muchos años que se visten con la ropa de su hija haciendo el ridículo por la calle, creyéndose las más guapas del mundo con esa capa de maquillaje/pintura acrílica que se untan para tapar unas arrugas que, en realidad, quedan más a la vista y les da un aspecto de gárgola agrietada a la que prefieres mear en la cara antes de tocarla siquiera con un palo cubierto de mierda. Fin del inciso.
Habíamos conocido Toni, el resto de gente y yo, a un par de chicas en un bar de esos musicales donde nos dejaban entrar sólo hasta la una. Era una hora y una política extraña porque, siempre, acabábamos colándonos o el segurata pasaba de pedirnos el D.N.I. y nos dejaba entrar. El caso es que una era grandota, que no gorda, aunque sí que lo era un poco, y con una cara de pija tonta que debería estar en los diccionarios; y la otra era muy atlética, con un culo de esos redondos que te hacen olvidar que de entre esas nalgas sale de vez en cuando un montón de heces, pero su cara era como hecha de lejos, de esas con los ojos muy pequeños, las cejas demasiado pobladas y el pelo parecía sin peinar aunque ella juraba que sí, que se lo cepillaba incluso. Nadie la creyó, pero a Toni le daba igual, él sólo quería besar y besar y tocar tetas. Así que las invitó esa misma noche a unirse con nosotros en la playa al día siguiente, y ellas aceptaron sin dudarlo porque, según nos dijeron, sólo iban a estar allí una semana y les apetecía conocer gente. A mí me daba igual que vinieran como que no, pues sólo había hablado un poco con la grandota y me había parecido una chica muy, muy tonta, así que me sorprendí mucho cuando, ya a la tarde del día de autos, Toni me comentó que había quedado con las dos esa misma mañana, en su piscina, y que yo le gustaba mucho a la fea. No supe si alegrarme o deprimirme porque, reconozcámoslo, que nos digan algo bonito gusta mucho, pero si lo hace alguien que se parece más a un feto haciendo muecas que a una persona, pues tu autoestima no es que se mantenga muy estable. Pero al final me alegré más que ofenderme, quizá se debiera a que no le había gustado a nadie, al menos que yo supiera, o simplemente fue el hecho de que me habían escogido antes que a cualquier otro, así que esa tarde fui a la playa sintiéndome por encima de los demás. Les miraba y pensaba: «Tú no le gustas a esa fea de cara asquerosa, y yo sí», y por algún motivo que ahora ni comparto ni comprendo, eso me animó bastante.

Ya en la playa, cuando ellas llegaron, no podía dejar de mirar a la fea, pero no me refiero a su cara, no, me centré más en su cuerpo, en ese culo y esos músculos atléticos que había comentado antes, pero sobre todo en sus antebrazos. Si no era suficiente ser la poseedora de una cara que sobrepasaba los límites de lo que suele ser peculiar, sus antebrazos tenían un vello negro y, en apariencia, muy grueso, por lo que si mirabas solamente esa parte de su anatomía podías pensar que era un hombre bastante musculado y amante de los camiones.

Las expectativas no iban a mejor, más bien iban de puto culo y cuesta abajo.
La gordita, la que se había pedido Toni, usaba un bañador al menos dos tallas menor a lo que le correspondía, seguramente para acentuar sus enormes tetas, así que podría decirse que Toni dejó de hablar o, al menos, de pronunciar palabras con algo de sentido desde el mismo momento en que llegaron a nuestras toallas. Estaba ahogándose en su propia saliva, y no era para menos, supongo que para él aquel enorme cuerpo, que lo doblaba en peso y volumen, era lo más parecido al paraíso que había conocido, y probado, en toda su vida. Recuerdo que, desde que llegaron, miraba a su alrededor con un aire de superioridad que no entendí en su momento y, ahora algo más crecido y bastante curado de espantos, sigo sin comprender. Supongo que hay gente que no hace las cosas porque quiera, sino buscando una alabanza o una mirada de envidia malsana en los demás, es como trabajar para que te digan que eres bueno; es mucho esfuerzo para conseguir algo que, con sinceridad, no es nada del otro mundo. Yo, en cambio, miraba a mi elegida con algo de preocupación, porque no sabía qué hacer con ese cuerpo llegado el momento; e intriga, pues no sabía qué decir ni hacer por el simple motivo de que no tenía que ganar nada, estaba todo hablado y sólo era cuestión de tiempo y valor que empezáramos todos a besarnos y todas esas cosas que, a esa temprana edad y como ya he dicho antes, no sabía en realidad para qué servía aparte de para tener algo más que contar en la siguiente comida familiar a mis primos.
Toni rompió el hielo que, si hubiese sido por mí, aún seguiría intacto a día de hoy. Ahora, recordando parte de la conversación que usó mi amigo para acabar los cuatro metidos en el mar, reconozco aún más su mérito, pues por entonces aún no existía un manual propiamente dicho sobre cómo cortejar a las mujeres para conseguir que ellas dejasen de tener el poder para ser tú el que decide en cada momento qué hacer, dónde y cómo. Es un arte muy sutil, muy fino que, con práctica y muy poca vergüenza, somos capaces todos los hombres de controlar ya que, os lo digo como alguien que sin ser un adonis ha practicado sexo con más mujeres de las que los guapos de revista/cachas de gimnasio pueden contar —más que nada porque seguramente ni sepan llegar al número 15 sin equivocarse—, en realidad todas las mujeres quieren eso: reír, sentirse únicas y, lo más importante, saber que las entienden, cosa esta última muy sencilla porque son tan complicadas e irregulares que una vez se les coge el truco, todas, y digo todas, suelen cojear del mismo lado y de más o menos la misma forma, por lo que seguirles el rollo y no sentirte perdido en alguno de sus cambios de humor hormonales o cerebrales es, con práctica, sencillo hasta decir basta.

Pero ya hablaré de este tema más adelante. Ahora lo que nos toca es ese primer beso, ridículo primer beso, que me abrió los ojos a la hora de saber que el amor, ese de los poemas y las novelas, es algo que poca gente entiende porque, en realidad, nadie comprende qué es.

(Continuará...)

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