LUDWIG VAN BEETHOVEN por Francisco Javier Irazoki

Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) fue miembro del grupo surrealista CLOC. La Universidad del País Vasco editó en 1992 toda la obra poética que Irazoki había escrito hasta el año 1990. El volumen, titulado Cielos segados, comprende los libros Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita. La editorial Hiperión le publicó en 2006 el libro de poemas en prosa Los hombres intermitentes. Desde 1993 reside en París, donde ha cursado diversos estudios musicales: Armonía y Composición, Historia de la Música, etc.










LUDWIG VAN BEETHOVEN


         En segundo de Armonía, el profesor quiso saber si conocíamos la autoría de varios compases. Me parecieron los sonidos de una motosierra que bailaba sobre una hilera de adoquines. Ignorante, callé, mientras algunos compañeros se torturaban las cuerdas vocales intentando pronunciar los nombres de los compositores más vanguardistas e indonesios. El enseñante repitió la pregunta. De las bocas de mis colegas cayó una nueva granizada de tsuancjhúes y zlisvitoskis. “Era Beethoven”, dijo el profesor.
         Esta anécdota demuestra que las partituras de Ludwig van Beethoven (Bonn, 1770 – Viena, 1827) todavía encierran secretos. Tantos como la vida del creador alemán, que empieza en un medio dominado por la música y el alcoholismo. El abuelo belga, cantante y director de la orquesta de cámara de la corte, y el padre tenor imponen los pentagramas; éste y una abuela se abandonan a la desmesura etílica. El niño es excesivamente serio para su corta edad, y entristece al enfrentarse a las debilidades de un progenitor que se escuda en cualquier rigorismo. Entiendo bien la frase del Beethoven adulto: “No reconozco en ningún hombre otro signo de superioridad que la bondad. Allí donde la encuentro está mi hogar”.      
          Ludwig da el primer concierto público a los siete años, y a los once edita sus Nueve vari aciones para piano sobre una marcha de Dressler. Poco después, con los oficios de organista y profesor de solfeo, sostiene la economía familiar. Deja los estudios primarios, pero adquiere una vasta cultura junto a dos docentes: Christian Gottlob Neefe, que le dilucida las líneas de la Clave bien temperada de Johann Sebastian Bach, y el futuro médico Franz Gerhard Wegeler. También la familia von Breuning lo acoge y le permite leer en una biblioteca con volúmenes de Homero, Plutarco, Schiller y Goethe. Ya entonces vive inmerso en una de sus contradicciones: se sirve de la protección de la burguesía o la nobleza, y le agradan las mundanerías, pero dice compartir las ideas políticas de quienes luchan contra esas clases sociales.
          Los historiadores consideran a Beethoven el mejor pianista de su tiempo. Lo mismo opina un chambelán que le costea los viajes a Viena y los cursos impartidos por Wolfgang Amadeus Mozart y Joseph Haydn. No obstante, al joven no le resulta fácil el trato con el esquivo Mozart o el paternalista Haydn, y las tres cimas del clasicismo se ignoran con orgullo. Como Ludwig ha estudiado literatura en la universidad de Bonn, busca el diálogo con Johann Wolfgang Goethe. Recibe otro desplante, y pienso que en las manos de Beethoven la decepción es buena afiladora de palabras: “A Goethe le gusta demasiado el aire de la corte. Más de lo que conviene a un poeta”.
          Beethoven presume de rebelde, sí, pero acepta la camaradería de los príncipes a cambio de una renta anual. 
          Los síntomas iniciales de la sordera de Beethoven se manifiestan cuando el músico tiene sólo veintiséis años. Cada nuevo día es un ladrillo del muro que le dificulta la comunicación. Pero en ese aislamiento se refuerzan las libertades artísticas y se produce la emancipación revolucionaria. Sobre todo al final, en el periodo de los Cuartetos de cuerda, una etapa que Victor Hugo acierta a definir: “Parece que vemos a un dios ciego crear soles”.
         Le cuesta sobrellevar los achaques de la soltería y el recuento de los fracasos amorosos. Recuerda a su alumna condesa, a una viuda de veinte años, a una amiga de Goethe. Y la sociedad le es hostil; los aristócratas de Viena únicamente ven en Beethoven a un francmasón vestido de pordiosero que lee a los místicos de la India. Con todo, le sobra fuerza para escribir la Novena Sinfonía, que acaba con la Oda a la alegría dedicada por Friedrich Schiller a sus compañeros de la Logia.
         Jean Cocteau, cuyo ingenio no disimula la incompetencia musical, desprecia la obra de Beethoven. Y el tiempo pone a éste en el lugar que le corresponde: sus treinta y dos sonatas, diecisiete cuartetos de cuerda, nueve sinfonías, una ópera, etc. son la base del romanticismo y de las composiciones contemporáneas.
        Ludwig van Beethoven muere de una cirrosis tuberculosa. Si miro la reproducción del testamento redactado con caligrafía de insurgente, veo el fondo de su música.
        

FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
(Del libro “La nota rota”; Hiperión, 2009)

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