THOMAS TALLIS por Francisco Javier Irazoki

Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) fue miembro del grupo surrealista CLOC. La Universidad del País Vasco editó en 1992 toda la obra poética que Irazoki había escrito hasta el año 1990. El volumen, titulado Cielos segados, comprende los libros Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita. La editorial Hiperión le publicó en 2006 el libro de poemas en prosa Los hombres intermitentes; en 2009 La nota rota, semblanzas de cincuenta músicos; y, en 2013, Retrato de un hilo, libro de poemas en verso. Desde 1993 reside en París, donde ha cursado diversos estudios musicales: Armonía y Composición, Historia de la Música, etc.







THOMAS TALLIS


                             


         Él inventa el canto de las preces en los oficios de la iglesia anglicana, y nosotros debemos imaginar la fecha y el lugar en que nace el inventor. Nuestra baraja tiene varias cifras (1505, 1510, 1515) y los nombres de la mayoría de las localidades del condado de Kent. Y aún nos queda otro ejercicio de fantasía: dibujar el físico de Thomas Tallis, porque no existen retratos de este músico de la Inglaterra renacentista.       
         Canta en una catedral que no podemos precisar y le enseñan solfeo, y en 1532 su fama de organista aparece por primera vez en un documento del priorato de Dover. Logra empleos de cantante e instrumentista en iglesias abaciales y, cuando los Tudor prohíben los monasterios, Tallis ocupa durante cuarenta años un puesto en la capilla real. Las propinas acrecientan algo el sueldo de escasos chelines.
          Sus iniciales antífonas votivas (Ave rosa sine spinis y Ave Dei patris filia) no anuncian novedades, pero Thomas Tallis se convierte enseguida en uno de los autores de la adaptación inglesa a las innovaciones artísticas europeas. Se atreve a utilizar fragmentos de obras antiguas para su parodia de las misas. Cuando menudean las disputas de Enrique VIII con las autoridades católicas y arraiga el protestantismo, llegan a Inglaterra las técnicas musicales que permiten una dicción clara de los textos. Así Tallis depura sus composiciones polifónicas. Para los reformistas, la sencillez es la modernidad.
          Entre sus quince motetes isabelinos destaco el titulado Spem in alium, que descubrí en las clases del compositor sueco David Lampel. En una sala bien insonorizada, escuché a mucho volumen la obra escrita para cuarenta voces reunidas en ocho coros. A una voz femenina le siguen las restantes del primer conjunto, y la melodía es imitada por los demás grupos. Todos los cantores se juntan para pronunciar la palabra “respice” en un inesperado cambio armónico, y empiezan el recorrido inverso que termina con la intervención del primer coro. Tallis integra de manera habilidosa las matemáticas, y a mi parecer se trata de la respuesta al reto de escritura que Guillaume de Machaut lanzó dos siglos antes con su Ma fin est mon commencement.
          El hombre Thomas Tallis me recuerda a Talleyrand, de quien el diplomático Jules Cambon decía que “a lo largo de la vida ha cambiado a menudo de partido, pero nunca de opinión”. Sin la ansiedad intrigante del político francés, Tallis sirve a cuatro reyes, compone en latín e inglés, y poco le importa trabajar a las órdenes del catolicismo o del reformismo. Según varían el régimen monárquico y los ritos religiosos, acomoda el talento a la liturgia romana o al libro de rezos anglicanos. Su arte es insular como el país donde vive, y se desarrolla al margen de las peleas de los chamarileros de la Historia. Es la música de un solitario frente a las luchas doctrinarias.
         En los últimos veintiséis años de vida no oculta su fe católica a Isabel I, reina protestante de extraña tolerancia. Thomas Tallis le ofrece las Canciones sacrae, y ella se lo gratifica con la concesión del monopolio de la imprenta musical. Los chelines del salario del compositor suenan por fin casi tan fuerte como las cuarenta voces de Spem in alium. 
         “Tallis ha muerto, y la música muere”, escribe su discípulo William Byrd con fervor exagerado. La muerte sí deja huellas en las actas: Greenwich, 1585.

FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
(Del libro “La nota rota”; Hiperión, 2009)

Publicar un comentario

0 Comentarios