CICLO PROSA POÉTICA: PSICOFONÍAS DEL ÚTERO, por Jaume Vendrell

Jaume Vendrell Ginel, Barcelona, 1976:

Cofundador de la formación Oxímoron, con la cual ha realizado diversos espectáculos poéticos, “Bluesía”, en el área metropolitana de Barcelona.
Miembro del colectivo artístico Grup Tremó durante el año 2010.
Ha publicado el libro de poemas En la luz no hay más que unos ojos entornados (Ediciones Alvaeno, 2012). Ha colaborado con poemas en revistas como Piedra del molino y El horizonte literario contemporáneo. Parte de su obra ha sido incluida en revistas digitales como Absenta (Chile) y La Náusea (Barcelona).
Interesado en la pintura e Influenciado por los artistas plásticos figurativos del siglo XX ha expuesto su obra pictórica en diversos locales de la ciudad de Barcelona.

Textos pertenecientes al próximo libro de Jaume Vendrell "PSICOFONÍAS DEL ÚTERO"


 PSICOFONÍAS DEL ÚTERO


Holgazanea en mi jardín cada mañana, mientras observo sus movimientos con atención. Una bestia oscura y desconfiada vuelve a los orígenes enfundada en su cuerpo de adulto pendenciero. Disimula su carne el rumor de la madera podrida, la ansiedad por el trasiego feroz del vino. Se contonea frente a mí, calle abajo, sin apenas inmutarse. Por mis ojos de infancia sombría se derrama y a menudo solloza al mismo tiempo que articulo con las manos venganzas y esquelas de despedida.


Mis cinco sentidos dependen de sus arduos movimientos, de ahí esa habilidad suya de no mostrarse ante el resto de los mortales. Ahora los gritos de este sujeto duermen en el más absoluto de los silencios. Nadie repara siquiera en su mera presencia, salvo yo mismo. Pertenece a los sueños que avivan las llamas tras mis párpados y por ello, asumo las consecuencias con firme entereza. Si funde sus pasos con los míos simula mi torpe cojera, si viste mi abrigo con elegancia, en invierno, cuando arrecia la marea y la tormenta, la humedad golpea mis huesos con excitación. La evidencia de los hechos ante cualquier murmullo sin fundamento roza la perfección, es así de simple.

Reconozco que con el paso de los años aprendí a convivir con su sombra, su no presencia; con su voz empotrada en mi boca. 

Tal día como hoy narramos para La Náusea un sentido pésame, un dilatado H A S T A  L U E G O. De vez en cuando cincelamos la losa fría con versiones de los hechos asimétricas (lector, acomódese. Reclínese hacia atrás y sienta el vaho del poema en la base del cráneo).

La virtud de compartir los sueños es proporcional al odio que nos profesamos mirándonos fijamente a los ojos. Juzgamos repentinamente la intrahistoria de la vida y nos fundimos levemente con la nada. Todo lo que vemos es dolor y un impúdico sufrimiento. Le damos vueltas a la mierda sin control con la mirada perdida en el infinito.


Recuerdo hincar las rodillas en el pasado, exigir responsabilidades al gran astro a pesar de que las noches resultaban ser eternas. Lo cierto es que el cuerpo que habitamos nos mata lentamente, y unas pocas veces, muy pocas, comparecen el sexo y la gloria. Somos vulgares, como un homicidio orquestado por dos ilusos el día de San Esteban.

La realidad es claudicar ante lo evidente. Admitir con recelo que ambos pertenecemos a M; también a C. Digo esto por darle sentido a lo narrado sobre estas líneas.

C amamantó a M con tanta pericia que enterró sus labios en un pozo junto a la infancia que todos merecemos experimentar despreocupados. A menudo arremete con fuerza en la pesadilla como un ciclón; como un embudo que resucita y deja atrás la muerte: la ígnea transición que experimenta un ente inanimado hasta convertirse en una venganza excitante, irregular como una cordillera, tenaz en su empeño de morder las malas hierbas.
Hablar de C es invocar el horror de los 80. Los ochenta fueron grotescos. En los portales adyacentes a nuestros particulares dramas, los yonkis se inyectaban en el pene caviar adulterado. Los ochenta calaron hondo en las venas de muchos: vinieron a este mundo con la profunda convicción de abarcarlo todo y al poco diversificaron sus tragedias. De Cristian, sin ir más lejos, primogénito de Luci. Sus brazos jamás fueron profanados por una aguja; esencialmente heredó los ecos de una epidemia que tapió sus ojos antes que los de su propia madre. Malvivieron sus días en la periferia de Barcelona. En el extrarradio la fortuna se paga muy cara, extremadamente cara. Hoy la peste se compone de otras muchas singularidades: racismo, homofobia, machismo y un mausoleo donde cientos de anormales, psicofonías del útero de Carmen Polo, le rinden pleitesía al pequeño gran dictador.

Ahora sucumbimos ante el musgo de los días, sumidos en una especie de depresión atemporal e incolora. Buscamos de nuevo cobijo en el túnel que va del coño al vientre de la madre envueltos en mantas de esparto. Nada del decorado destaca por encima de nada. Todo continúa tal cual lo dejamos cuando partimos: las paredes revestidas de mugre y suburbios, de tugurios habitados por cerdos con liguero – aquí se comparte mesa con los cerdos – de semen sofisticado, de betún, del llanto de un niño herido semejante a un cadáver. Una comparsa de enfermas criaturas patrulla por estas calles desoladas sin rumbo definido. Tosen y escupen sangre sobre el suelo de moqueta (es de recibo recalcar que la tos es un acto reflejo del organismo que se activa para expulsar a posibles intrusos) con una violencia inusitada tan salvaje que resulta imposible no caer infectado.
Esclavos de una enfermedad crónica  fuimos bautizados, enterrados en una cuneta con todo el peso del nombre a las espaldas; deportados por la puerta de atrás, por una salida de emergencia de este edificio en ruinas hasta nueva orden.
Hasta un nuevo tormento. 

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