CICLO DE POESÍA DEL ESTE: MARIUSZ GRZEBALSKI: DIETARIO DE PÉRDIDAS (II) por Xavier Farré

Xavier Farré, L’Espluga de Francolí, 1971, es poeta y traductor. Traduce del polaco y del esloveno. 
Cabe mencionar sus traducciones de Czesław Miłosz (Travessant fronteres. Antologia poètica 1945-2000, Proa, Barcelona), de Adam Zagajewski (Tierra del Fuego/Terra del Foc, Deseo, Antenas, todas en Acantilado, Barcelona) y los ensayos de Zbigniew Herbert; y del esloveno, las traducciones de Aleš Debeljak (La ciutat i el nen, Barcelona, Edicions la Guineu) y Lojze Kovačič (Los inmigrados, Siruela, Madrid). 
Como poeta, ha publicado Llocs comuns (Lugares comunes) (2004); Retorns de l’Est (Tria de poemas 1990-2001) (Retornos del Este –Poemas escogidos, 1990-2001) (2005); Inventari de fronteres (Inventario de fronteras) (2006). En 2008 aparece su libro de poemas: La disfressa dels arbres (El disfraz de los árboles). Algunos de sus poemas han sido traducidos al croata, esloveno, inglés, polaco y sueco.
 
 
MARIUSZ GRZEBALSKI: DIETARIO DE PÉRDIDAS (II)

Crónica de interferencias, éste es el título que recoge la poesía completa de Mariusz Grzebalski, publicada en 2010 y que recoge sus seis libros de poesía publicados anteriormente más una selección de poemas nuevos e inéditos hasta la fecha. Y, realmente, la poesía del autor de Poznan podría también ser esta declaración, una serie de interferencias que interrumpen y perturban nuestra vida cotidiana, que obligan a replantear la situación de la persona en el mundo y cuál es el sentido que hay que buscar en nuestro paso por esta tierra. Son las perturbaciones, las interferencias las que nos constituyen y nos definen, en nuestro afán de encontrar una cierta estabilidad y un cierto significado en nuestros actos, como el anverso y el reverso de una moneda, lo que pensamos que se nos ha ofrecido y lo que en realidad recibimos, no tan sólo de manera directa, sino también a través de la observación del mundo externo, de ese otro mundo que también nos define. Y de todas las circunstancias que se enlazan en secuencias de sinsabores y acaban confirmando nuestra existencia.

DE UNAS OBSERVACIONES ANOTADAS EN LA CARTILLA DE NOTAS

Ha escrito una carta, se ha duchado, se ha vestido y ha salido.
Conduce y va tarareando. Si no fuera por la música, se dormiría.
Siente un alivio, ha decidido darlo por terminado
Aquella a la que ha escrito va por la calle,
aunque lo que preferiría hacer es sentarse.
No tiene ni idea ni por qué ni cómo
pero hace tiempo que ya no disfruta con el sexo fuera de horas.
Ella buscaba amor, y pensaba que lo había encontrado.
Tú seguirás siendo inconsciente como una ola,
que ha llegado a la orilla sin saber que ya está todo.
Vas en autobús, miras por la ventana,
de nuevo el mismo pensamiento: la vida es un sueño ajeno.
Contabas con que pasaría, pero sigue y sigue.


La vida no ya como sueño, sino como sueño ajeno, de alguien que quiere hacernos una mala jugada, o que se divierte a costa de nuestros fracasos, de nuestras interferencias que no nos permiten ver lo que hay más allá, en el exterior y en el interior, fuera de la corteza que nos recubre, si es que, a fin de cuentas, existe este otro espacio o es tan sólo un espacio que podemos alcanzar a imaginar que existe porque la posibilidad de que todo sea un cúmulo de perturbaciones delimita nuestra capacidad de poder enfrentarnos a ese sueño, el propio y el ajeno. Como ya dijimos anteriormente, en la primera parte dedicada a Mariusz Grzebalski, su poesía es una poesía otoñal, es una poesía de desencanto, de la conciencia de llegar a un fin, de tener esa única certeza, el fin es lo que nos define, el ocaso, la pérdida. Así, en su catálogo de pérdidas va acumulando los grises motivos de la existencia. La poesía de Grzebalski es como el cielo en las tardes de otoño que se ven con tanta frecuencia en Polonia, después de días y días que va lloviendo a unos intervalos que marcan el ritmo, el compás del día y de la existencia (ésta se va retardando, cada vez más lenta al paso de los tonos del gris), uno continúa viendo los negativos difuminados por la acción del paso del tiempo. Y nada más, unas gradaciones donde el gris es amo y señor, y que acaban por desconcertar la brújula que marca al hombre la orientación del punto y del momento. Se entra en una dimensión en la que las horas son hermanas gemelas y la persona que, quizás ha empezado un paseo unas horas antes, tiene la sensación de que no se ha movido, ni él ni el tiempo ni el cielo. Todo sigue igual, pero es una ilusión, porque en ese transcurrir es cuando suceden las sensaciones, las acciones, los hechos que conforman nuestro paso (tanto el del paseo en su literalidad como en su valor metafórico, a lo largo de la vida). Es un cielo que a veces parece demasiado almidonado, con una rigidez que descubre los pliegues.


ALMIDÓN

¿De qué se trataba, sino de lo que
transmite la palabra prohibida en “a”,
que nos esforzamos tanto
a evitar pronunciarla
comiendo tostadas con queso, alcaparras
y un poco de tomate triturado?
La lluvia tras la ventana se convierte
en almidón, la luz se va debilitando.
Mis dedos juegan con el pepperoni,
ríes mientras empiezas a maquillarte.
El tiempo fluye, no hay nada menos descubridor
bajo el sol. “Es” desplazado
por el “fue”, unas brasas que alumbran
y calientan el corazón desplazado
por las brasa que permiten arder un instante
en el suelo, en cualquier sitio. Es hora
de vestirse y salir. Hora de cerrar la ventana,
el almidón se apodera de este reino temporal.


Es siempre atrayente ver cómo el paisaje y, sobre todo, los aspectos climáticos condicionan la escritura de la literatura, de la poesía. En el caso de la poesía polaca es un elemento que aparece con gran frecuencia, y dentro de los autores de las generaciones más jóvenes, Grzebalski ocupa un lugar de preferencia dentro de este marco. Los cambios climáticos, las estaciones que están tan marcadas, delimitadas en ese país son un elemento que funciona como vehiculador de la intencionalidad del texto. El carácter otoñal de Grzebalski es quizás lo más significativo, pero los duros inviernos, en los que los pasos crujen en la nieve congelada como indicando la fragilidad de todo lo que nos rodea, también aparecen en sus poemas. Al ser Grzebalski un autor de pérdidas, de interferencias, la primavera tiene un peso menor, y si aparece, es como en aquellos abriles, el mes más terrible, que llegan a agotar las expectativas del habitante. El abril, lluvioso y frío, no da promesa alguna, porque el largo invierno de más de cinco meses ya las ha borrado todas. La única promesa, la única esperanza es la de poder llegar hasta el final de ese mes, es la resistencia a lo exterior más que el deseo a que llegue de nuevo el poder revivificador de la auténtica primavera. Y cuando se trata del verano, el autor de Poznan lo retrata también en su final, de acuerdo con su temática del ocaso continuo, de llegar al final de un camino y de ir dejando atrás los deseos. El verano es también un momento estático, de inmovilidad, de ausencia de progreso, así tampoco se puede llegar más allá a pesar de la radiante luz que impregna todos los rincones. Porque esa luz también desaparecerá, se verá interrumpida por la lluvia.

DE UNA AGENDA

No hay nada que hablar.
Vino el amor, pero no quiso retenerlo.
Dejó marcas como cicatrices.
El verano, lógico, facilita los recuentos:
el reloj con su tic-tac, el mar del frío se hace enorme,
un pájaro mira al sol a los ojos.
Bebo café en mi escritorio, mirando cómo en el balcón
una mujer vieja con una veneración digna de ser admirada
cuida unas begonias a punto de morir.
Bajo la ventana un hombre sin atributos
ofrece vino a unos compañeros ocasionales.
Se turnan el bochorno y la lluvia.

Pero no piense el lector que en la poesía de Mariusz Grzebalski predomina por doquier un matiz de negatividad, sí es cierto que el carácter de la pérdida es constante, pero la pérdida también nos hace ser conscientes del valor que tiene lo que después queda, puesto que después de una pérdida, si es de una persona, de un sentimiento que después podemos volver a recuperar, de una iluminación que desaparece en el instante, siempre viene otro elemento que permite mirar la realidad, la vida, valorarla en función de ese recuento permanente. La pérdida deja un espacio que hay que volver a recuperar, un espacio donde la conciencia se nos revela indispensable, y de ahí la capacidad de que volvamos a dar sentido a lo que nos rodea, a lo que somos. En el siguiente poema, donde se ponen en consonancia las particularidades de la poesía de Grzebalski que hemos ido anunciando, la coda plantea esa capacidad de no tener que escarbar en lo que hemos dejado atrás.

VERANO

Bebo vodka helado en la terraza
y leo poemas de Primož Čučnik
y de repente recuerdo aquel verano
cuando con mis amigos del barrio
íbamos en bicicleta
a bañarnos a Glinianka,
una chusma sonriente, solar.
Un día, después de una tormenta de granizo,
de pie, descalzo sobre el asfalto caliente
miré durante mucho tiempo
cómo alrededor iba ascendiendo el vapor.
Pinos y abetos, ¿por qué añoro
ahora aquel muchacho?
Lo encontré para despedirme de él al acto,
como ahora en mí mismo despido a otra persona
y doy la bienvenida a aquella otra
que ha venido en su lugar.


 
 
(Artículo reeditado. Publicación original del 2010, ciclo Poesía del Este)
 
 
 
 
 
 
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