Tiziano Salari: ESTRATEGIA DEL MENDICANTE por Carlos Vitale

Carlos Vitale


Carlos Vitale nació en 1953 en Buenos Aires (Argentina). Es Licenciado en Filología hispánica y Filología italiana. Entre otros libros, ha publicado Unidad de lugar (Editorial Candaya, Barcelona, 2004), Fuera de casa (Emboscall Editorial, Vic, 2004) y Descortesía del suicida (Editorial Candaya, Barcelona, 2008). Asimismo ha traducido numerosos libros de poetas italianos y catalanes: Dino Campana (Premio de Traducción “Ultimo Novecento”, 1986), Eugenio Montale (Premio de Traducción “Ángel Crespo”, 2006), Giuseppe Ungaretti, Gerardo Vacana, Sergio Corazzini (Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Relaciones Exteriores, 2003), Amerigo Iannacone, Umberto Saba (Premio de Traducción “Val di Comino”, 2004), Giuseppe Napolitano, Sandro Penna, Emilio Paolo Taormina, Antoni Clapés, Joan Brossa, etc. Reside en Barcelona desde 1981.



TIZIANO SALARI: ESTRATEGIA DEL MENDICANTE

Traducción: Carlos Vitale


Tiziano Salari nació en 1938 en Verbania (Novara, Italia), donde actualmente reside. Colabora con poesías e intervenciones críticas sobre poetas y prosistas en numerosas revistas, como Giovane Critica, Nuova Presenza, Prove y Quinta Generazione. Está presente en las antologías Poeti del Piemonte (al cuidado de Giorgio Luzzi) y Poeti della Quinta Generazione (al cuidado de Giovanni Ramella Bagneri). Se doctoró en filosofía en la Universidad Estatal de Milán con una tesis sobre "Kant y la Escuela de Francfort". Entre otros libros, ha publicado: Grosseteste e altro (poesía, 1982) y Stazione (relatos, 1988). De él ha dicho Giovanni Ramella Bagneri: "Lo que más impresiona es su capacidad de transmitir el quebrantamiento del yo, la sensación de la ruina, de la derrota, a través de la representación de una cotidianeidad alucinada y grotesca, con los hombres reducidos a maniquíes, a fantoches, en un paisaje de larvas, de apariciones, en una especie de infierno donde es posible encontrar a tu doble, a tu Sosías, ocupado en preparar tu fin".







1

Nunca, como en los domingos, el encerrarme en la Torre me parecía un elemento de mi estrategia, y observar desde las troneras a los jinetes que atravesaban al trote la espesura, de vuelta de las fiestas, empenachados y seguros de sí con las faldas de la capa al viento. Mi tristeza crecía, desde que me había quedado solo en el palacio de mis antepasados, con sus cien cuartos deshabitados donde se amontonaba el polvo, y la servidumbre (hasta la servidumbre) me había abandonado.


2

Sólo en la Torre, por su circularidad, pero también por su elevada posición, que dominaba a la redonda toda la llanura (en los tiempos antiguos los enemigos podían ser avistados a gran distancia), mis pensamientos encontraban un centro en torno al que recogerse, y me urgían para que les diera alguna apariencia lógica, cansados de vagar fragmentados en el laberinto de la memoria.


3

Pero sólo el domingo lograba reconcentrarme a fondo. Los otros días estaba ya bastante comprometido con mi supervivencia. Había cerrado todos los cuartos del palacio, reservando para mí sólo el ala de la servidumbre, mejor dicho, de ésta, poco más que el cuchitril del guardia, cerca de la que había sido la caballeriza, desde cuyo portón destrozado se veían aún en el interior los cuencos corroídos de los pesebres. Bajaba al pueblo, por la mañana temprano, y me ponía en la esquina de la iglesia a pedir limosna, y, si era afortunado (pero no siempre era afortunado), antes del mediodía estaba libre.


4

Silbando regresaba al palacio, para atender a las innumerables tareas de la restauración. Pero era una empresa desesperada. Las hierbas no sólo devoraban los muros exteriores, sino que ya se filtraban negras y salvajes por las grietas del suelo del amplio salón, donde en otro tiempo se desarrollaban los bailes y las recepciones de bodas. Mi trabajo era casi inútil; en efecto, allí donde la cortaba, la hierba crecía más lujuriosa que nunca.


5

Sin embargo, mi fatiga no estaba dirigida a un fin (lo cual me la habría vuelto insoportable), sino a una sombra, al simulacro de un fin. Sólo esta certeza mantenía vivas mis fuerzas, infatigables de un año a otro mis energías: la certeza del derroche, de un trabajo aristocrático y superfluo, que hacía de mí un digno descendiente, quizá el mejor, de toda mi memorable estirpe.



6

Hoy es domingo. He envejecido en este objetivo: en la evasión de cualquier objetivo, en el imposible sueño de restitutio ad integrum del esplendor del palacio, mientras de hecho recorría la estrategia de su disolución. Con porte distinguido, arrastrándome hacia arriba por la escalera de caracol, he subido a la Torre, a la sala circular en la que, en tanto deposito mis excrementos, la mirada se extiende libremente hasta los lejanos montes azules que cierran el horizonte.


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