MUJERES DEL DESIERTO por Francisco Javier Irazoki

Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) fue miembro del grupo surrealista CLOC. La Universidad del País Vasco editó en 1992 toda la obra poética que Irazoki había escrito hasta el año 1990. El volumen, titulado Cielos segados, comprende los libros Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita. La editorial Hiperión le publicó en 2006 el libro de poemas en prosa Los hombres intermitentes. Desde 1993 reside en París, donde ha cursado diversos estudios musicales: Armonía y Composición, Historia de la Música, etc.









MUJERES DEL DESIERTO

    Sólo he estado una vez, rodeado de amabilidades, en el Sáhara. Ha sido suficiente para conocer la pericia de sus mujeres al preparar una aromática y fresca gastronomía, y también para que yo tome los primeros sorbos de una música mal conocida.
    Es el mes de julio, y me reciben en una tienda que montan y desmontan con rapidez de viajeros perpetuos. Colocan la bandeja en el centro del círculo de amigos. Oigo los nombres de las cantantes -alguna viene de un desierto lejano- más apreciadas por los jóvenes, y compartimos unos alimentos.
    Si se quiere combatir la pereza de los paladares, lo mejor es empezar con la gollería menos previsible. La etíope Aster Aweke (Gondor, 1960) usa ingredientes raros en África. Crecida en un país de ochenta idiomas, donde los músicos mezclan habitualmente el jazz, el blues y el soul con las especias autóctonas, Aweke canta en clubes desde la adolescencia, edita casetes y conquista el prestigioso Hager Fikir Theatre. Pero antes de llegar a su mayoría de edad elige trasladarse a Washington. Allí, con el apoyo del piano eléctrico o del saxo, junta notas separadas por grandes intervalos. Se suceden los discos, y destaca una de sus composiciones, Y’Shebellu, con nombre de río. Casi ocho minutos en que la garganta de Aster Aweke emite sonidos con las curvas que describe el curso de ese río.
    A la espera de un nuevo manjar, paso mucho tiempo mirando una foto del conjunto maliense Tartit, que significa “unido”. Una decena de mujeres risueñas sentadas en el suelo. Me llama la atención una que no sé de dónde saca tanta alegría, sobre todo después de los inicios del grupo. Son tuaregs perseguidas por el ejército de Malí, refugiadas en campos mauritanos, unidas en Bélgica para la música. Hay quien defiende, más allá de la estampa de hombres con velo azul, que la palabra tuareg quiere decir “abandonados por Dios”, y he aquí un nomadismo sin aderezos románticos. Su trashumancia parte de la ciudad de Tombuctú, acarrea instrumentos como el tindé (un tambor que sirve igualmente para guardar comestibles) y se contagia del ritmo de los campamentos del éxodo. La solista suelta una voz ondulante. Detrás, la compañía de dos o tres hombres.
    La música de la mauritana Dimi Mint Abba (Nuakchot,1958) es un plato fuerte. Pertenece a los griots iggawin y su padre era un cantante que, tras componer el himno nacional, se atrevió a usar la guitarra eléctrica en los conciertos de los años sesenta. El marido, Khalifa Ould Eide, prolongó la osadía. A ella, que posa sobre la arena del desierto, le bastan su voz de espirales y la soltura con que toca el ardin (un arpa de calabaza). Escucho una entrevista en la radio, y Dimi explica con gracioso acento que no siente la necesidad de alejarse de la ortodoxia artística. Sus innovaciones surgen de la improvisación dentro del canon, y siempre en las vibrantes actuaciones en directo. Por eso apenas publica álbumes, y los adictos siguen haciendo circular los dos que salieron en la última década del siglo XX (Moorish music from Mauritania y Musique et chants de Mauritanie).
    Y al fin me detengo en un oasis que se llama Rokia Traoré. Nacida en Bamako, en 1975, esta mujer de bella cabeza rapada, labios sensuales y cuello adornado con collares no canta desde la miseria. De origen noble, es hija de diplomáticos y ha cursado estudios superiores en Europa. No obstante, escribe en lengua bamana las letras de las canciones, crea con técnicas populares y su finura aristocrática se adapta a un fondo trenzado con las cuatro cuerdas del laúd ngoni y el tañido de la percusión djembé. Y acepta los consejos de Ali Farka Touré, el patriarca del blues africano. Mejor apartarse para que hable Jean Trouillet: “En Malí se dice: los hombres pueden tocar bien un instrumento. Pero se debe dejar el canto a las mujeres. No se duda un instante escuchando la voz de Rokia Traoré, a la vez dulce e invasora, plena de nostalgia y esperanza”.
    A menudo empiezo el día con algún tema del primer álbum de Rokia, Mouneïssa. Su elegancia y su ligereza son para echarse a vivir.


FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
(Del libro “La nota rota”; Hiperión, 2009)

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