POESÍA PARA EL OTOÑO por Jorge de Arco


JORGE DE ARCO (Madrid, 1969).

Es licenciado en Filología Alemana por la Universidad Complutense. Profesor universitario de Escritura Creativa. Además de su labor como poeta, es traductor y ejerce la crítica literaria en muy distintos medios. -Pertenece a la Asociación Española de Críticos Literarios  (AECL)-
Ha recibido diversos de premios poéticos como el  “Vicente Aleixandre”, “Villa de Aoiz”, “Rodrigo Caro” “Fray Luis de León”, “Ciudad de Alcalá”, “Santa Teresa de Jesús”, “Andalucía”, “Martín Descalzo”, “Guadiana”, entre otros.
Su quinto libro publicado lleva por título La casa que habitaste, Premio Internacional de Poesía “San Juan de la Cruz”, 2009 (Rialp. Colección. Adonáis,). En noviembre de 2010, vio la luz su primer poemario infantil, Con el balón en juego, editado por Hiperión en su colección Ajonjolí
Está incluido en diferentes antologías como  La voz y la escritura, Un siglo de sonetos y Los 33 de radio 3, Los jueves poéticos, etc.
Es Director de la Revista Poética “Piedra del Molino”.


POESÍA PARA EL OTOÑO

     De entre las numerosas novedades que suelen abrirse paso en el período otoñal, quisiera espigar algunas que sirvan como recomendación para acompañar esta nueva estación.
    
     Tras más de dos décadas distante del circuito editorial, Rafael Soler (Valencia, 1947) dio a la luz el pasado año Maneras de volver, un poemario donde se aunaban bellas metáforas con sugestivas secuencias que devolvían al lector la voz de un poeta de honda sensibilidad.
Ahora, con Las cartas que debía (Vitruvio. Madrid, 2011). el vate valenciano se adentra en un territorio donde la conciencia íntima percute en el alma y en la sed de ordenar un puzzle pretérito y aún latidor: “Creo en la palabra dada”, escribe. Y en la sentencia de su verso, cabe además la fértil promesa de no retroceder nunca y “tutear al futuro cuando venga”.
En catorce apartados, Rafael Soler se enfrenta sin contemplaciones  y con desnudada voz a la sombra de un cielo silencioso, al vacío de la desesperanza, al temblor de los espacios comunes, a los misterios del amor y el abandono…: “Un collar de perlas/ para anudar tu cuello con el mío (…) y una falda trágica/ izada más de más de lo más alto”. De este modo, el yo poético funciona como inventario que precede a la liquidación de viejas deudas y exorcismos presentes, que desembocan en momentos de altísima temperatura, como p.ej, en el turbador apartado “A Daniel, cuando escupe manicomio”.
Y es este escribir desde los adentros, lo que ayuda a que el conjunto se torne un sobrio ejercicio de autenticidad y palpitante poesía.
    
     De bares y tumbas (Hiperión. Madrid, 2011) es el séptimo poemario de Manuel García. Este granadino del 66, devoto del ámbito literario -escritor, editor, encuadernador…-, ha pergeñado un libro de corte autobiográfico, enraizado en su diario acontecer y en las firmes remembranzas que sostienen su ayer.
Convencido de que “nuestra vida es la memoria de los bares” -tal y como afirma en el texto que sirve de pórtico-, su itinerario vital se incardina en estos ámbitos comunes donde el ser humano se confiesa, se multiplica, se emborracha… y busca cura a sus males: “Póngame, mozo, otra copa/ con que llenar esta llaga/ que no la consuelan versos/ y en cada trago se agranda”.
Reconocido melómano, Manuel García rinde a su ve,  homenaje a la música, sobre todo a través del “tombeau”, una singular composición barroca de origen francés que se tocaba en honor de un ser querido, vivo o muerto, y que desprendía un tono meditativo, y en ocasiones, elegiaco. De ahí que amigos ya desaparecidos, artitas e incluso los perros de Peggy Guggenheim en Venecia, sean materia lírica en este volumen que confirma el lúcido quehacer de un poeta que tan bien conoce las variantes métricas y estróficas y sueña con: “… mirar el mar con los primeros/ ojos, oler la lluvia que ha caído/ como si fuera la primera lluvia/ sobre el naranjo en flor…”.

     La Beca Internacional Antonio Machado -que tiene como objeto llevar a Soria a un poeta extranjero para que en dicho marco pergeñe un poemario, emulando aquel espacio y aquel tiempo en el que Machado fermentó su inolvidable “Campos de Castilla”-, recayó en su última convocatoria en Martín Rodríguez-Gaona. Este poeta, editor y traductor peruano, nacido en Lima en 1969, suma con la reciente aparición de su Codex de los poderes y los encantos (Olifante. Zaragoza, 2011) su cuarto poemario.
Durante su estancia de seis meses en la ciudad soriana, el autor limeño ha construido un “libro cosmopolita, complejo, que bebe de las vanguardias aunque mantenga un tono conversacional, directo, en la dicción, en la música del verso”, anota Manuel Rico en su prefacio. No es, en efecto, este libro una recreación –dicho queda- de los espacios y tiempos  machadianos. En su heterogénea composición, Rodríguez-Gaona ha querido ajustar cuentas con un pretérito que se anuda a la tierra de sus orígenes y con un presente que conoce de primera mano: una Europa reveladora y hospitalaria. Su verso canta y cuenta, pues, de la dicha de estar vivo, pero también de la desolación de saberse mortal: “Quiero el Poder (…) y así quizá/ a la muerte dominar”.
Un discurso, que clama por honrar a vencedores y vencidos y que se copia en el reflejo melódico que despierta su inquietante diálogo con la deslumbrante materia de la vida: “Las frases se funden, viajan/ y se pierden unas en otras./ El amor es un intercambio de lenguas”.

     Aitor Francos (Bilbao,1986) obtuvo con Igloo el XIV premio “Surcos” de Poesía. Editado ahora por Renacimiento, supone el estreno poético de este licenciado en Medicina por la Universidad del País Vasco.
Este viaje iniciático por las aguas que circundan la soledad del hombre, esconde en su interior una concepción orgánica y simbolista de la existencia. Sabedor de que “la infancia era eso, un televisor sin voz/ y un avión de fondo/ que aún no habíamos compartido”, la incesante búsqueda de un vitalismo más acendrado, se condensa en estas páginas al par de un inconformismo y un  compromiso manifiestos.
“El Igloo de Aitor Francos forma un círculo. Pero el poeta sabe que se trata de un círculo provisional. No es ninguna muralla. Ninguna cárcel”, afirma en su palabra previa José Fernández de la Sota. Y en efecto, el surrealismo que el agua impone por debajo de los sentimientos, convierte su personal paisaje en una sucesión de imágenes telúricas, concéntricas e impermeables; todas ellas, parientes del dolor que se adivina tras tanta rebeldía: “Mi silueta es identidad, se conforma/ con estar adentro:/ es lo desprovisto de erosión, anticipar/ unos rasgos en la comodidad de verse solo”.
El poeta bilbaíno ha resuelto, pues, con acierto, esta arriesgada apuesta,  mediante una escritura renovadora y desobediente.

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