El médico acaba de confirmarme que mi enfermedad no será transitoria, que las últimas pruebas revelan de manera determinante que mi ceguera es irreversible. Es extraño como funciona el cerebro. El Doctor Broussaird acaba de certificar mi minusvalía y yo puedo ver pasar mi vida sin ninguna dificultad. No tengo ningún problema para identificar la última escena que me ha tocado vivir como vidente. Estoy sentada en mi mesa, descalza como casi siempre, con los pies muy juntos y cuajados, de anillos (diría mi tía Carmen, regañándome por una modernidad que nunca entendió), como si al adoptar esta postura fuera a conseguir canalizar mejor la energía creativa. Afuera llueve pero ya no es un sonido que me moleste como en los primeros días de mi llegada a Paris. El sonido de la lluvia ha dejado de ser un sonido extraordinario como cuando aún vivía en casa de mis padres y la lluvia era para aquella ciudad lo mismo que el mes de julio en la economía de una familia de renta media, un extra que se saboreaba hasta las últimas consecuencias. Hoy en cambio la lluvia tiene para mí unas connotaciones distintas, ahora la lluvia no me libera como cuando era una niña a la que obligaban a permanecer encerrada en casa por miedo a una insolación, sino que evoca un futuro incierto. Sigue lloviendo en mi cabeza, y hace bochorno, algo extraño en Paris, por eso me levanto y abro el balcón. Una brisa mínima aleja de mí el bochorno y pienso en el “calor” que estarán pasando todos mis útiles de escritura y en la pobre mesa de formica que ha de soportar su bochorno, y el bochorno de todos los que pululamos a su alrededor, así que como si fuera una heroína de pacotilla tiro de ella en dirección al balcón. Estoy de espaldas a la ciudad, pero siempre he sido una experta en seguir el ritmo de las gotas de lluvia, además no es difícil seguir el cadencioso compás que marca el agua sobre la pizarra de los tejados vecinos. Coloco la mesa delante del balcón y el área de la silla queda dividida en dos, dos de las patas dentro del salón y la otras dos sobre la superficie húmeda del balcón. Me siento, el aire sopla incontenible, tanto que pone a raya a las gotas de sudor que recorrían mi cara. Escucho un trueno, es como si a la lluvia no le gustase mi cercanía y protestara. Después otro y otro y ya sólo se escuchan truenos y las aguas del Sena parecen iniciar una competición con la tormenta. Ha aumentado el aire, pequeñas y frescas gotas salpican el dorso de mi camiseta. Me da igual, tengo que seguir escribiendo, la pantalla sigue inmaculada y ha llegado el momento de que la estrene. Pulso la letra F y la pantalla se queda a oscuras, se ha ido la luz, tendré que ir a subir los plomos. Tengo que deshacer la perfecta unión de mis pies, con la rabia y el mal rollo que me da, porque siempre que he tenido que separarlos las ideas han huido con su separación. El cielo se ilumina de manera casi sobrenatural para la hora del día en que estamos y para la tormenta tan espectacular que está castigando a la ciudad. No puedo levantarme, una sensación paralizante y extraña me recorre.
El doctor me está hablando, trato de adivinar su posición en la sala, no es fácil, muevo la cabeza y un vaho caliente me confirma su cercanía. Me habla desde muy cerca, su aliento humedece mi oreja. :
Escuche Marina, han llamado desde su editorial, ahora enviarán a un muchacho para que la acompañe a su casa y se ocupe de usted hasta que se haya recuperado y pueda volver a su país.—me dice con dulzura mientras yo muevo la cabeza para asentir.— ¿Me ha comprendido verdad?
Claro que lo he comprendido, ahora no soy más que una tullida extranjera con una novela a medio escribir. Me acerca algo hasta la mano, lo toco, es algo plástico, una bolsa seguramente.
—Aquí va toda la documentación respecto de su accidente, debe entregársela a su médico cuando regrese a España. Está incluido un escáner que confirma que la descarga eléctrica que recibió el pasado miércoles (¿Qué día sería hoy?) y que le salió a través de los ojos librándola de una muerte segura, segó sus nervios ópticos.
Suena realmente asqueroso. Llaman a la puerta. Ahora escucho dos voces bien diferenciadas, ambas hablan en francés, pero una de ellas, que no es la del doctor, tiene un marcado acento árabe. Me pregunto quien será. El médico vuelve a hablarme.
—Marina, Karev ha venido a recogerla—me habla despacio, como si saboreara las palabras que tiene que decir antes de decirlas, como si en lugar de ciega estuviese sorda.
Me ayuda a levantarme, me pongo de pie y noto la frialdad del suelo y enseguida el aliento de alguien pegado al cuerpo. Esta vez las manos son más pequeñas, las tengo sobre mi pie derecho (que ridículo, salir de un episodio nefasto con el pie derecho), me abrocha los cordones de la zapatilla. Repite la misma operación y me toma de la mano. En voz muy baja me pide por favor que le acompañe. Nunca he sido muy amiga de obedecer pero será que esta nueva fase que voy a inaugurar me ha vuelto razonable. Me cojo de su mano, pero me siento insegura, como si el rayo que recorrió mi cuerpo hace unas horas, hubiese rozado mi capacidad para recordar cuales son los pasos necesarios para caminar. Es sólo una sensación, comienzo a andar, lo sé no porque pueda ver como las cosas se quedan detrás de mí sino por como va bajando la temperatura del aire a medida que el ritmo de nuestros pasos aumenta. Hemos debido salir a la calle. Karev me suelta la mano y me apoya suavemente sobre una superficie metálica. Imagino que es un coche, Karev lo certifica.
—Espere un segundo mientras abro la puerta del coche para llevarla a casa.
No tengo ningunas ganas de ir a casa, bastante prisionera estoy ya en plena calle, como para querer encerrarme entre cuatro paredes. Sin embargo dejo que me meta en el coche, que me ponga el cinturón de seguridad y que arranque. Obviamente, desconozco donde estamos, Paris es ahora mismo una ciudad sin luz o es al menos lo que quiero pensar para sentirme un poco menos acabada. Imagino la ciudad como una gran morosa sentada en el banquillo de los acusados por deberle una gran cantidad de dinero a la compañía Electricité de France, a fin de cuentas el que no se consuela es porque no quiere.
El coche avanza, sigo en silencio, nunca me ha costado colaborar con él, pero me ahoga tener que colaborar por imposición también con el silencio de mis ojos. Es horrible que casi todas las caras del silencio se hayan encaprichado de ti. Tengo que decir algo o me volveré loca.
— Karev, ¿sería tan amable de decirme dónde estamos?— No oigo nada y vuelvo a preguntar esmerándome un poco más en mi acento.— Karev, ¿sería tan amable de indicarme dónde estamos?
Salimos en este momento del Hôpital Hôtel Dieu, señorita— lo dice susurrando, como si hubiera adivinado que los ciegos automáticamente desarrollan los demás sentidos. Agradezco su delicadeza y me inclino hacia él para tratar de adivinar su nacionalidad, pero me temo que mi olfato sigue en el punto exacto en que lo deje antes de permitir que aquel rayo atravesara mi cuerpo.
No sé por qué pero me estoy poniendo nerviosa o triste. Me horroriza tener a mi lado la Catedral de Notre – Dame y no poder verla. Es duro imaginar que los colores de sus vidrieras no volverán a herir mis ojos en los pocos días de sol que Paris comparte con sus transeúntes. Le pido a mi lazarillo que me saque de allí, que me lleve a otro lugar, a cualquier lugar vulgar de la ciudad. Noto como su silencio se alarga, como sus oídos tratan de digerir la barbaridad que acabo de soltar, ojalá no haya logrado entenderme. Karen continua la marcha sin detenerse, pero sin que yo se lo haya pedido va acercando para mí los nombres de todas las calles que vamos atravesando. Es curioso lo caprichoso que es el Destino, con tantos puentes para cruzar en Paris, el primero que atravesamos es Pont au Double, el puente en el que durante la Edad media los que quería cruzarlo debían pagar un peaje. Yo deberé pagarlo hoy, no llevo dinero encima, pero si la gravosa sintomatología de mi ceguera. Karev, supongo que en un acto de extrema generosidad va nombrándome cada lugar por el que circulamos, recita un nombre tras otro de manera metódica y ordenada, como si antes de salir de su casa su única meta fuera hacer la buena obra del día siendo los ojos de esta pobre ciega que le ha sido encomendada. Le pido que no hable y que abra las ventanas, y que se dirija hacía La Sorbone, he de ir a recoger mis cosas. Oigo el ruido de algunos motores detenidos a nuestro lado, el olor de la gasolina me tapona la nariz, no recuerdo haber tenido esa sensación nunca antes. Se me olvidaba que a los ciegos no les obedecen ya el resto de los sentidos, que sus sentidos van por libre. Me someto sin rechistar al “envenenamiento”. El coche vuelve a ponerse en marcha, desaparecen los ruidos. Debemos haber entrado ya en la minúscula Rue Dante para enfilar el hermoso Boulevard Saint Germain. Aún puedo reconocer la cercanía del Sena. Nunca hubiera imaginado que ese río tuviera un aroma tan definido. Siempre pensé que tantos cuerpos, durante tantas horas a su disposición, harían de él un crucigrama de fragancias, pero estaba equivocada, sólo huele a agua, a humedad, como cualquier otro río, es curioso como la imaginación lo mitifica todo. Si antes de mi accidente alguien me hubiese dicho que le describiera El Sena, podría haber empezado mi relato diciendo algo parecido a esto: “El Sena, es la silueta de un paraíso, los pulmones de Paris, un Rey Salomón que no permite que sus dos hijas predilectas, La Rive Droit y La Rive Gauche se peleen por reinar en la ciudad”, si alguien me preguntara hoy que cómo es este río diría: “El Sena es un buen negocio en una gran ciudad turística”. Mientras reeduco mi visión de Paris, o mi no visión sería mejor decir, Karev para el coche. Debemos haber llegado a la universidad. Le escucho hablar con alguien. Le dice que necesitamos meter el coche porque yo soy una profesora que ha sufrido un accidente y que viene a recoger sus cosas. El tipo accede y el coche vuelve a arrancar. Apenas unos minutos después vuelve a detenerse, y la imaginación vuelve a ponerse en funcionamiento. Seguro que está al pie de la escalera. Oigo como se abre la puerta del lado del conductor. Un momento de silencio y oigo como se cierra. Enseguida está abriendo la mía y el mismo olor a perfume con esencia de madera que recorrió mi nariz esta mañana llega hasta mí. Ahora ese olor está sobre mi mano y me invita a bajar del coche. Lo intento pero le digo que prefiero que nos vayamos a casa, que ya mandaré a alguien a recoger mis cosas. Suelta mi mano y cierra la puerta con suavidad, pero mis oídos con una capacidad histérica para captar los sonidos lo perciben como un portazo. Pongo las manos sobre mis ojos, como si fuese una curandera, pero al quitarlas vuelven a ganar los aromas. Karev ha vuelto a subir al coche. Desandamos el camino del patio, lo sé porque el sonido de la marcha atrás del coche es inconfundible. Después de mi reciente desánimo circulamos ignorando la existencia de las palabras. Pasa el tiempo y ahora que no puedo ver me resultan imprescindibles las palabras. Pienso en lo que podría decir, pero este chico que huele a oriente, no es más que un desconocido. Parece que me lee el pensamiento.
Ya que queda al lado de su casa, le apetecería que nos detuviéramos en el Jardín Botánico— percibo como se esfuerza en estar a la altura, no hay nada tan impresionante como conjugar el verbo adecuado para cada sensación. El verbo detenerse lleva implícito siempre un paréntesis de salvación o siempre lo ha tenido para mí. Así que ¿por qué no?
Estupendo, Karev, magnífica idea.— Detiene de nuevo el coche y ejecuta el mismo ritual que llevó a cabo en La Sorbone. La ventanilla bajada vuelve a delatar su presencia. Su mano en mi mano.
Hace fresco, el viento habla con mi piel y un laberinto de fragancias me tapona de nuevo la nariz, ni nuevo estado no le da tregua a mi pituitaria. Quiero irme. Se lo digo al muchacho. Debe pensar que estoy loca, pero quiero irme a casa.
—Karev por favor quiero marcharme a casa, estoy cansada.
No me toca, permanece detrás de mí, no es difícil identificar sus pisadas y sólo dice:
Señorita en esta puerta hay escalones de bajada— Entonces debemos estar en La Galería de Botánica y Geología, en la parte contraria a nuestro destino, La Plaza Valhubert. No sé si le importará que salgamos por otra puerta, seguramente no, parece un tipo muy razonable.
Karev, tendríamos que salir por La Gran Galería en busca de Explanada Lamarck, no sé si sabes, la que está la lado del Sena.
Claro, pero le propongo mejor un paseo por la Explanada Milne-Edward. Desde niño me ha gustado pasear por ella e imaginar que andarían haciendo los animales en la zooteca subterránea. Además quiero estar en igualdad de condiciones que usted, así ninguno de los dos verá. Es lo justo ¿no? .— con- movedor, pero prefiero irme a mi casa o mejor ¿por qué no paseamos por La Ménagerie, a ver quién ve más, Karev no cuenta con que excepto el de la vista todos los demás sentidos están a mi disposición. Pero mejor no.
Prefiero marcharme a casa, estoy cansada y debo hacer el equipaje, mi vuelo para Madrid sale mañana muy temprano.— No dice nada, pero asiente, puedo escuchar el movimiento de su cabeza inclinándose.
Caminamos despacio, la hierba está recién regada. La imagino de un verde enérgico para los videntes. Quinientos metros de hierba sin sed me separan de mi casa de La Plaza Valbubert. Si hubiera sido más precavida tal vez hubiera contado los pasos que separan La Ménagerie de mi apartamento, pero nunca pensé que en los planes que el Altísimo tenía para mí en este siglo, estuviera la ceguera. En próximas vidas he de aprender a ser menos crédula. Voy contando los pasos doscientos uno- doscientos dos….. doscientos cincuenta y Karev que vuelve a hablar.
— Señorita hemos llegado.—intuyo que lo dice con algo de pena
Saco del bolsillo derecho de mi pantalón la llave para abre la puerta de entrada al portal. Como era de esperar, no encuentro la hendidura. Karev me ayuda una vez más. Andamos hasta la puerta del ascensor. Karev pulsa el botón de llamada, no deja ni un momento de retransmitirme sus movimientos. El ascensor llega formando un estrépito que hasta hoy no habría denominado nunca como estrépito. Subimos. Botón del último piso pulsado, un dedo corazón descansa sobre el número trece. No soy supersticiosa, o no lo era.
Sube con lentitud. Ya estamos arriba y Karev me pregunta la letra de mi apartamento, la letra C. Le digo y me pide permiso para abrir la puerta, lo hace con temor, como si yo pudiera decirle que no. Entramos en casa. Muchos olores llegan hasta mí, me confunden, me agotan casi. Quiero ir a mi despacho. Le pido a mi lazarillo que me conduzca hasta allí. Me avisa de que hemos llegado.
¿Estamos junto a una mesa? .— le pregunto
Exactamente frente a ella.
¿Hay un pizarra de corcho con fotografías? — pregunto de nuevo
Sí .—contesta
Podrías hacer el favor de recogerlas, Karev
Por supuesto señorita, ¿Dónde prefiere que las ponga?
En mi maleta por favor
Espero mientras escucho el movimiento mecánico de sus muñecas quitando las chinchetas que las sostienen. Se detiene. Me avisa de que las instantáneas están en mi maleta. Le pido que la traiga. Lo hace y espero a que esté muy cerca de mí para decirle algo.
Karev, ¿Tú me llevarías ahora mismo al aeropuerto?
Claro señorita pero pensé que su avión salía mañana.
Así es.—le respondo— pero mientras subíamos en el ascensor he comenzado a sentir en la nariz el cosquilleo que precede a todos mis catarros.
No puedo ver su cara, pero imagino la mueca de extrañeza, como imagino que no hará preguntas.
Sí, Karev, es que podría soportar no tener vista en Paris, pero no tener ni vista ni olfato iba a ser ya mucho, ¿no crees? — le digo sin parar de reír mientras me agarro fuertemente a su brazo supongo que en un intento de frenar el vértigo de lo que se me viene encima.
Como quiera señorita.
Tal y como imaginaba no pide explicaciones, ni me pide que me quede, ni me dice que él me contará a partir de ahora la ciudad. Mucho mejor, las ciudades son para vivirlas, no para contarlas, porque la imaginación propia es casi siempre el equivalente a la decepción colectiva y como diría el gran Gainsbourg, Paris... “Je t’aime mais non plus”
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