El propósito del libro de Danto es, pues, hallar una definición definitiva del arte.
La primera pregunta que cabe formularse ante semejante pretensión no puede ser otra que la siguiente: ¿por qué razón ha de ser un filósofo quien nos dé una definición del arte?
No es una pregunta absurda; el propio Danto la formula en el tercer capítulo de su libro, cuando se pregunta por las condiciones de posibilidad, y más aún, por la legitimidad de una filosofía del arte. Usando sus propias palabras; ¿por qué el arte es una de las cosas que los filósofos están interesados en definir?
Como Danto reconoce, la filosofía del arte es profundamente irrelevante para la vida del arte, es decir, los artistas seguirán pintando sus cuadros y esculpiendo sus esculturas, los poetas seguirán escribiendo sus poemas y los músicos sus partituras, sin que la opinión que los filósofos tengan del arte les influya o preocupe en lo más mínimo. Desde éste punto de vista, una definición filosófica del arte podría resultar, además de improcedente, completamente inútil.
Existe otro problema con esa búsqueda del Santo Grial que constituye la definición definitiva del arte; tal vez el arte sea algo indefinible, tal vez su naturaleza cambie por completo de una época a otra o de una cultura a otra, sin que exista nada en común que permita englobar todas las manifestaciones artísticas bajo un solo concepto. Hay muchos indicios que señalan la posibilidad de que el arte no sea algo estable y determinado (y sujeto, por lo tanto, a una definición específica), sino un fenómeno cambiante, extraordinariamente rico y variado, cuyas múltiples manifestaciones a lo largo de la historia no poseen ninguna cualidad común. ¿Qué tiene que ver una catedral gótica con un cuadro cubista? ¿En qué se parecen las pinturas rupestres a una sinfonía de Beethoven? ¿Por qué hay artistas que son considerados geniales por algunos críticos y sin embargo son despreciados por otros?
Podría también pensarse que una definición definitiva del arte sería letal para la estética, del mismo modo que una definición definitiva del bien sería letal para la ética. Si el arte fuera algo definitivamente definido, ya no cabrían más especulaciones: el discurso sobre el arte se limitaría a ver si una determinada obra encaja o no en la definición (sería un discurso normativo, no descriptivo).
En cualquier caso, si los filósofos lograran hallar, finalmente, una definición definitiva del arte, los artistas no tardarían ni diez minutos en subvertirla.
Una definición del arte es competencia de los artistas, de la misma manera que una definición de ciencia corresponde a los científicos. Los filósofos pueden reflexionar sobre el arte o la ciencia, pero no está nada claro que tengan competencia para definir tales objetos.
De hecho, nadie es más incompetente que un filósofo a la hora de dar una definición. Pregúntese a diez filósofos escogidos al azar qué es la filosofía: el resultado serán diez respuestas distintas. Y si los filósofos, en dos mil quinientos años, no han logrado definir qué es la filosofía (su propia disciplina) ¿por qué motivo van a ser capaces de definir una disciplina ajena como es el arte?
Conviene señalar, sin embargo, que los artistas tampoco tienen muy clara la cuestión. También los artistas (incluso los genios) son incapaces de definir su propio trabajo y a menudo se enzarzan entre ellos en discusiones interminables y estériles. En resumen, los artistas parecen ser tan inútiles como los filósofos a la hora de definir que cosa es el arte.
Como ya hemos dicho, en un primer momento la pretensión de la estética no consistía en definir el arte, sino la belleza, que es una cosa muy distinta. El estudio de la belleza o su definición no escapaba del patrimonio de la filosofía; pertenecía a él por derecho propio. El objeto de estudio de la estética se desplaza de la belleza al arte de una forma un tanto confusa y misteriosa. Es un desplazamiento que tiene como punto de inflexión la obra de Hegel. Parece como si la belleza, en tanto que concepto metafísico, fuera despreciada en una época (la modernidad) que se caracteriza precisamente por la crisis del pensamiento metafísico. Tal vez los filósofos fueron tan ingenuos que pensaron que el arte era algo más fácil de definir que la belleza; no cabe duda de que se equivocaron, y por eso la estética se halla hoy en día en una especie de callejón sin salida. Paradójicamente, uno de los errores que la mayoría de filósofos sigue cometiendo cuando aplica sus esfuerzos al análisis del hecho artístico consiste en utilizar las mismas categorías y conceptos metafísicos que forman parte de su bagaje histórico y del que aun no han conseguido desprenderse. Cuando intentan definir el arte, buscan su esencia, y se formulan preguntas como la siguiente: ¿qué diferencia ontológica existe entre una obra de arte y un objeto común?
Eso es lo que se pregunta Danto en su libro, a propósito de la obra de Andy Warhool. En los actuales museos de arte moderno hallamos expuestos numerosos objetos cotidianos, como la Brillo box de Warhool. Al bueno de Danto le sorprende mucho que la reproducción fiel de un objeto tan aparentemente prosaico como una caja de estropajos, que apenas cuesta unos centavos en el supermercado, pueda ser exhibida en un museo y considerada una obra de arte, alcanzando un valor económico de millones de dólares.
La Brillo box de Warhool es una obra de arte, pero la caja de estropajos es una mera cosa (aunque ambas parecen ser exactamente iguales). No parece que la diferencia entre los dos objetos sea de carácter ontológico. De hecho, aunque la Brillo box sea una reproducción, Warhool podría muy bien haber tomado una caja de estropajos auténtica y sencillamente haberla trasladado al museo. Muchos artistas se han limitado simplemente a arrancar un objeto de uso cotidiano del entorno que le es propio para exhibirlo en una galería, sin alterar en absoluto su aspecto ni añadir modificación alguna. Una definición definitiva del arte nos ayudaría a comprender por qué hay gente dispuesta a pagar cantidades astronómicas de dinero por objetos comunes que, colocados en entornos ajenos al mundo del arte, apenas tendrían valor económico. Danto llama a esto el protocolo de los indiscernibles.
Que las meras cosas puedan ser bellas o provocarnos ciertas emociones no parece ser un asunto que le interese a la estética actualmente, aunque el tipo de emociones que nos provocan las meras cosas bellas pueda ser el mismo que nos provoca una obra de arte. El protocolo de los indiscernibles que postula Danto resulta, hoy en día, un tanto anacrónico. No parece lógico que un filósofo contemporáneo piense que las obras de arte poseen alguna cualidad ontológica que las distingue del resto de los objetos. Parece mucho más sensato pensar que aquello que distingue una obra de arte del resto de los objetos (de las meras cosas) no es algo que se halle en el objeto mismo, sino en el modo en que el ser humano lo valora. A ningún economista se le ocurriría pensar que el euro tiene un valor ontológico superior al dólar o viceversa; es el ser humano el que otorga los valores (económicos, artísticos, éticos o sentimentales) a los objetos con los que se relaciona. Naturalmente, Danto es consciente de ello al afirmar que la obra de arte, para ser considerada como tal, ha de ser correctamente interpretada, es decir, existe una interpretación correcta de cualquier obra de arte que viene dada por la intención del artista. Esta interpretación, sin embargo, no depende exclusivamente de la intención del artista, sino también (y de forma determinante) de las condiciones del contexto histórico en las cuales el artista crea y la obra es creada. En otras palabras, el contexto histórico influye directamente en la obra de arte, y su correcta interpretación debe tener en cuenta esta circunstancia.
Afirmar que una obra de arte sólo puede ser correctamente interpretada atendiendo al contexto histórico en el cual ha surgido parece una obviedad. Si pudiéramos trasladar, mediante una imaginaria máquina del tiempo, el Gernika de Picasso a la Edad Media, es muy probable que nadie en su sano juicio lo considerara una obra de arte. Ocurre con frecuencia que algunos artistas, poetas o músicos son despreciados en un siglo y ensalzados como genios en otro. Los cuadros de Van Gogh no se vendían en su época, y sin embargo hoy en día nadie discute que son obras maestras. Danto diría que, en su época, los cuadros de Van Gogh no fueron correctamente interpretados por sus contemporáneos.
Sin embargo ¿cómo sabemos que ahora sí son bien interpretados por el público y los críticos? ¿Cómo sabemos que no son obras mediocres que nosotros, en base a una interpretación incorrecta, hemos elevado a la categoría de obras de arte? Si los contemporáneos de Van Gogh, aquellos que le conocieron en persona y que vivieron en su mismo contexto histórico, no fueron capaces de interpretar correctamente su obra, ¿por qué razón vamos a serlo nosotros?
Decir que la correcta interpretación de una obra de arte ha de tener en cuenta la intención del artista y el contexto histórico en el que ha sido creada no constituye una definición, ni nos permite diferenciar una obra maestra de otra mediocre. También las obras mediocres, incluso las pésimas, han de ser correctamente interpretadas para ser valoradas en su justa medida. Diríamos que todas las obras humanas (no sólo las artísticas) han de interpretarse, si uno quiere comprenderlas, en base a la intención de quien las crea y del contexto histórico en el que son creadas.
La definición definitiva del arte es, como vemos, mucho más compleja y problemática de lo que en un principio parecía y escapa por completo a los propósitos y al alcance del presente trabajo. Sirva el ejemplo de Danto simplemente como una muestra del interés actual de la estética por el arte. Lo que trataremos de analizar a lo largo de las siguientes páginas son precisamente las claves que conducen a la estética a su situación actual.
Si pretendemos analizar el giro estético de la filosofía, debemos también contemplar el, por así llamarlo, giro artístico de la estética, ya que ambas cuestiones están estrechamente relacionadas.
2- FILÓSOFOS CONTRA POETAS:
La vieja disputa entre filósofos y poetas no es accidental, forma parte de la esencia misma del quehacer filosófico desde sus orígenes. El socorrido tópico según el cual la filosofía supone el paso del mito al logos ejemplifica perfectamente el origen de la discordia. La filosofía nace como lo opuesto al mito. En tanto que discurso, se contrapone al relato mitológico sustentado en textos como la Teogonía de Hesíodo o la épica homérica. La diferencia entre el mito y el logos siempre ha sido confusa; se supone que en el mito existe un componente irracional, un recurso a lo sobrenatural. Pero ese recurso a lo sobrenatural también está presente en la filosofía desde el principio. Tales de Mileto afirma que “todo está lleno de dioses”, Parménides basa su teoría del Ser en las explicaciones de una diosa, Sócrates acude al oráculo de Delfos y el demiurgo campa a sus anchas por la obra de Platón. Nada de todo esto parece muy “racional”.
Lo que la filosofía reprocha a los poetas y a los forjadores de mitos es, básicamente, su imagen de los dioses. Los dioses de los poetas eran falsos; exhibían defectos y debilidades humanas, cometían injusticias, crímenes y adulterios. La filosofía abrazaba el compromiso de buscar la Verdad más allá de las primitivas e irracionales explicaciones de los poetas.
En La República, Platón critica la falsa idea de los dioses que los poetas nos han legado, llegando a afirmar que tal idea es la causa de la injusticia que reina entre los hombres. Véase el siguiente pasaje:
“- Aquellos – dije – que nos relataban Hesíodo y Homero, y con ellos los demás poetas. Ahí tienes a los forjadores de falsas narraciones que han contado y cuentan a las gentes.
- ¿Qué clase de narraciones – preguntó – y qué tienes que censurar en ellas?
- Aquello – dije –que hay que censurar ante todo y sobre todo, especialmente si la mentira es además indecorosa.
- ¿Qué es ello?
- Que se da con palabras una falsa imagen de la naturaleza de dioses y héroes, como un pintor cuyo retrato no presentara la menor similitud con relación al modelo que intenta reproducir”. (Rep, 377 b, 377 c)
La concepción platónica del arte no puede ser más hostil, pero para comprender dicha hostilidad es preciso que tengamos en cuenta el papel libertador que la filosofía asumió desde un principio. La Verdad era el objetivo de los filósofos, pero suponía al mismo tiempo la liberación respecto a la tiranía de la mentira y de los antiguos dioses. El mito de la caverna describe perfectamente esa liberación del filósofo, que logra romper sus cadenas y alejarse de la esclavitud de las sombras. Y las sombras, las apariencias, son precisamente el material con el que los poetas construyen sus cantos.
En tanto que la filosofía platónica consideraba los objetos sensibles como copias imperfectas de las formas, el arte (al tratar de copiar la naturaleza) se convertía de ese modo en la copia de la copia, es decir, se situaba en el escalón más bajo de una supuesta escala de dignidad ontológica.
Lo que parece indiscutible, independientemente de lo platónico que sea uno, es que la filosofía nace precisamente contra el arte.
Con un origen así no es extraño que ambas actividades hayan mantenido una vieja disputa, una palaia diaphora, aunque conviene recordar que el origen de la misma no vino de manos de los poetas (o de los artistas), sino de los filósofos. Sin embargo, este “nacer contra” no debe entenderse en un sentido negativo, sino como una señal de esperanza, como la superación de un error que había acompañado al ser humano desde la noche de los tiempos.
Pero, ¿acaso son suficientes los argumentos expuestos por Platón en La República para explicar semejante animadversión entre filósofos y poetas? En absoluto, si consideramos el comentario platónico como un simple reproche a la tradición homérica. Sin embargo, bajo la crítica de Platón se oculta una enemistad mucho más profunda e inquietante. No olvidemos que el filósofo ateniense era, en definitiva, un pitagórico, por lo cual todo su pensamiento y toda su obra están impregnados de misticismo matemático, de religiosidad, al fin y al cabo. El gran proyecto de Platón no fue otro que la racionalización del dios abstracto de los pitagóricos, ese dios que se expresaba en el orden y en el número, en la unidad y en lo absoluto. ¿Qué peor enemigo podía tener el misticismo pitagórico que la religiosidad antropomórfica y politeísta de la mitología griega?
La crítica de Platón a los poetas esconde en lo más profundo una guerra entre dos concepciones religiosas. Eso explica que, siglos más tarde, el cristianismo hallara en la filosofía platónica un aliado inseparable. Recordemos que una de las dos acusaciones formuladas contra Sócrates fue precisamente la de no creer en los dioses de la ciudad (es decir, en los dioses de la mitología).
Sócrates, maestro de Platón, jamás escribió nada, como si la palabra escrita (perdurable en el tiempo) fuera un obstáculo en la búsqueda de la verdad y prostituyera, en cierto modo, la esencia de la conversación al arrebatarle su “aquí y ahora”. También se destacó Sócrates en la lucha contra los sofistas, contra aquellos que usaban la palabra embellecida para seducir a sus interlocutores, contra aquellos que, en resumen, eran capaces de defender cualquier argumento mediante un discurso engañoso y mercenario, pero presentado en un hermoso envoltorio.
Cabe decir que la poesía fue, en un principio, transmitida oralmente. Pero en la época platónica la obra de Homero ya se hallaba inmortalizada en la palabra escrita, y aunque no hubiera sido así, era esencial que la poesía se transmitiera del modo más exacto posible y por ello los versos debían ser aprendidos de memoria por los escolares griegos (la escritura no es otra cosa que la memoria exteriorizada y plasmada sobre un papel o un pergamino, es un fragmento de memoria trasladado a un soporte físico). Platón desconfía de esta exteriorización de la memoria que supone la palabra escrita, como si el ser humano perdiera en la escritura una parte de si mismo (sobre ello reflexiona Derridà , reinterpretando el Fedro, en su célebre texto La farmacia de Platón).
La palabra, ese pharmakon que es al mismo tiempo remedio y veneno, acabó por convertirse en una preciada moneda de la cual filosofía y poesía no son otra cosa que su cara y su cruz.
María Zambrano lo expresa brillantemente en su ensayo “Filosofía y poesía”:
El logos, - palabra y razón – se escinde por la poesía, que es la palabra, sí, pero irracional. Es, en realidad, la palabra puesta al servicio de la embriaguez. Y en la embriaguez el hombre es ya otra cosa que hombre; alguien viene a ocupar su cuerpo, alguien posee su mente y mueve su lengua, alguien le tiraniza.
Cierto es que, incluso hoy en día, los poetas y los artistas afirman sentirse poseídos por una fuerza extraña en los momentos de inspiración, como si la obra que están creando les fuera dictada desde fuera y ellos actuaran simplemente como autómatas, como meros vehículos a través de los cuales el arte se expresara. Muchos poetas aseguran que son incapaces de escribir un verso si no están inspirados, por más páginas en blanco que lleguen a emborronar. Sin embargo, en ocasiones completamente imprevisibles, les sucede que les viene a la cabeza un poema entero, perfectamente estructurado y construido, de forma espontánea, sin apenas esfuerzo, como si tiraran del hilo de una madeja poética invisible. La poesía, pues, no parece ser la herramienta del poeta, sino que el poeta es la herramienta de la poesía. Y el mundo de ambos es el mundo sensible, el universo de las sombras. Sigamos con María Zambrano:
No sólo se conforma (el poeta) con las sombras de la pared cavernaria, sino que sobrepasando su condena, crea sombras nuevas y llega hasta a hablar de ellas y con ellas. Traiciona a la razón usando su vehículo: la palabra. Para dejar que por ella hablen las sombras, para hacer de ella la forma del delirio. El poeta no quiere salvarse; vive en la condenación y todavía más, la extiende, la ensancha, la ahonda. La poesía es, realmente, el infierno.
¿Cómo no iban los filósofos a rebelarse contra la tiranía de las sombras? Zambrano señala con acierto que en la actualidad los papeles del arte y la filosofía son inversos a los que representaban en la época de Platón. Hoy en día es la filosofía la que nos conduce a la melancolía o al nihilismo, mientras que el arte se nos presenta como una escapatoria a las limitaciones que nos impone la razón. En la Grecia clásica, como ya hemos dicho, la filosofía representaba el único camino hacia la libertad, como queda bien ejemplificado en el mito de la caverna.
Lo malo es que el mito de la caverna es tan sólo eso, un mito. Lo que ocurrió en realidad fue lo siguiente: el filósofo platónico rompió sus cadenas y se alejó de las sombras proyectadas en la pared. Ascendió penosamente caverna arriba, en busca de la luz. Pero la pendiente que llevaba al exterior era demasiado empinada; el filósofo resbaló y cayó, se alzó de nuevo, volvió a intentarlo y cayó nuevamente. Después de muchos esfuerzos, el filósofo platónico comprendió que no tenía fuerzas para salir de la caverna, que jamás lo lograría. Vencido y exhausto, regresó junto a sus compañeros, tan ignorante como ellos de lo que ocurría en el exterior. Como estaba avergonzado de su fracaso y temeroso de que sus camaradas de cautiverio se burlaran de él, decidió contarles la primera trola que le pasó por la cabeza para justificar su frustrada expedición. Dijo que había salido de la cueva, que había visto la luz y había contemplado las cosas como son en realidad, por lo cual se había convertido en un hombre muy sabio (pensó que de ese modo sus compañeros le respetarían y le admirarían). Obviamente nadie le creyó, pues todos le consideraban desde hacía tiempo un tipo raro y excéntrico. En cualquier caso, no le mataron (¿cómo narices iban a matarle si estaban todos encadenados?). El filósofo no volvió a intentar la fuga, pero suele presumir a menudo inventando historias sobre aquel viaje truncado y aquel lugar que jamás conoció.
El ataque frontal de la filosofía a la poesía y al arte no tuvo, en un principio, demasiada eficacia. De hecho, en el siglo V a.J.C. el arte florece de una forma sin precedentes, su esplendor se mantiene en la época helenística y es heredado por los romanos con toda naturalidad. El arte es un enemigo demasiado poderoso, y la filosofía platónica, por si misma, apenas es capaz de combatirlo. Las cosas cambiarán con la irrupción del cristianismo, como veremos en el siguiente capítulo.
La concepción del arte como mimesis se mantiene en Aristóteles, pero el estagirita llega más lejos que su maestro en el análisis del hecho artístico.
Para empezar, Aristóteles distingue las artes imitativas del resto de las tekné, pero admite que el arte es algo más que mera imitación. Aunque en su Poética se centra en el estudio de la tragedia, su reflexión se puede extrapolar a cualquier arte narrativa y, más aún, a cualquier arte en general. Es cierto que la tragedia es una imitación, pero no es cualquier imitación ni puede realizarse de cualquier manera; obedece a unas leyes y a un orden determinado; debe tener continuidad de principio a fin, de tal modo que todos los acontecimientos se encadenen unos a otros “según verosimilitud y necesidad”. La tragedia debe poseer, por lo tanto, verosimilitud y unidad de acción, pero también es una elaboración del poeta sobre lo real, y el sello del poeta (su particular mirada) queda de alguna forma impreso en la obra.
Para Aristóteles la tragedia es “imitación de una acción esforzada y completa, de cierta amplitud, en lenguaje sazonado, separada cada una de las especies, actuando los personajes y no mediante relato, y que mediante temor y compasión lleva a cabo la purgación de tales afecciones” (Poét., 6, 1449 b). Hemos de tomar el término “compasión” en el sentido griego, es decir, “sentir con”, lo cual significa compartir los sentimientos del protagonista o, en un lenguaje actual, identificarse con él.
Observamos, además, que la tragedia tiene una finalidad determinada, la de “llevar a cabo la purgación de tales afecciones”. Para describir el efecto que la tragedia produce en el público que la contempla, Aristóteles usa el término “catarsis”. La catarsis viene a ser una especie de purificación, una de liberación de las pasiones que se lleva a cabo mediante la contemplación de dichas pasiones representadas (o mimetizadas) en la tragedia. Las pasiones representadas en la tragedia son compartidas por los espectadores, es decir, son universales, por eso afirma Aristóteles que “la poesía es más filosófica y elevada que la historia: la poesía expresa sobretodo lo universal, la historia lo particular” (Poét., 9, 1451 b).
Al ser expresión de lo universal, podría decirse que la tragedia constituye una forma de conocimiento (o por lo menos de auto-conocimiento). Esta idea esbozada en la Poética es particularmente audaz y novedosa, pero quedará sepultada durante siglos y no será recuperada hasta el romanticismo.
Por desgracia, en lo que respecta al tratamiento del arte, la filosofía optó por una línea mucho más platónica que aristotélica, y el viejo enfrentamiento entre poetas y filósofos perduró durante siglos.
Terminemos con Aristóteles; el arte no trata de suplantar a la naturaleza, se limita a re-presentarla sin ocultar su impostura; más aún, complaciéndose en ella, pues el espectador sabe siempre que se halla ante un simulacro. Es precisamente su carácter de simulacro lo que produce ese placer al contemplar un espectáculo que, si fuera real, podría aterrorizarnos o repugnarnos. La conciencia de hallarnos ante una simulación es esencial en la obra de arte.
En cualquier caso, el arte permanece en el territorio de lo falso, de lo ficticio, de la mentira. En las antípodas de la filosofía.
Ricard Desola Mediavilla
(continuará ...)
0 Comentarios