Manuel Gris Lorente lleva escribiendo desde que tiene uso de
razón, quizá incluso antes, pero como no tiene recuerdos de esa parte de
la vida prefiere no arriesgarse a la hora de hacer una afirmación tan
tajante.
Influenciado por autores como Chuck Palahniuk, Charles
Bukowski, Bret Easton Ellis, Janne Teller, Amy Hempel o Craig Clevenger
su escritura está caracterizada por un uso de la locura y la anarquía
literaria con la que intenta no dar pistas de qué va a pasar a
continuación en sus relatos y novelas. De cuál será el siguiente paso.
La escritura es una forma de escapar del mundo y lo que
hay en él, de todo lo que nos para a la hora de ser nosotros mismos, tan
intensa y rica, tan grande, que no sabe expresar ese sentimiento con
palabras, así que no lo hace. Solo sigue adelante, sin tenerle miedo a
la página en blanco, y con la seguridad de que cada letra que usa solo
le da algo más de libertad.
Miradas por la noche
Tengo miedo.
Siempre se lo he tenido a la noche, a la Luna, a las estrellas y a cualquiera que vaya por la calle paseando cuando pasan de las 10 de la noche. Cuando no vivía aquí, en este cajero, hace ya… ni lo recuerdo, en realidad también lo tenía. Creo que lo llevo arrastrando desde que soy pequeño, desde mi más tierna infancia que suele decirse en las novelas. No recuerdo ni el por qué ni el quién me lo causo, pero no quiere abandonarme. Le gusto demasiado. Y últimamente me siento tan solo que casi me alegro de que al menos él me acompañe.
Me hago el dormido la mayoría del tiempo, me cuesta mucho dormir, y no es por culpa de la colchoneta que encontré hace no sé cuánto y que, a decir verdad, es muy muy cómoda. No. Me cuesta mucho dormir por el sonido de los pasos que, al tener la cabeza prácticamente en el suelo, parece que sean en realidad latidos de la Tierra. Como si su corazón fuese tan grande que desde la superficie pudiésemos disfrutar de su pum pum pum. Diría que es una maravilla si no fuese porque no lo es.
Cada paso es alguien que se acerca, alguien que pasará cerca de mí y que, por lógica, podría hacer lo que quisiese conmigo. Soy como un bebé pero con consciencia del peligro que corro cada vez que se acerca alguien. Como si fuese un perro al que han golpeado demasiado y ahora desconfía de todo lo que mide más de medio metro.
De vez en cuando abro un poco los ojos, disimulando, para asegurarme de que esta nueva amenaza sigue su camino o se queda quieto mirándome, decidiendo con qué golpearme y dónde, para matarme o dejarme solamente tullido de por vida. Nadie se ha decidido por ninguna de estas opciones todavía, pero nunca se sabe.
Podría ser hoy. Ahora, o… ahora.
O incluso ahora.
Ninguno de estos tres últimos ha siquiera parado delante de mi sucursal y, no del todo, pero casi, me alegro. No del todo porque aunque tengo miedo de ellos también me queda algo de esperanza. Un deseo de que se pare alguien y me pregunte cómo estoy, si tengo hambre, si puede hacer lo que sea para ayudarme, y aunque sé que nunca pasará no dejo que este sueño se escape de mis plegarias. Sigo creyendo que en el mundo queda aún gente buena, gente capaz de ayudar a alguien que se cae por unas escaleras del metro o que recoge un abrigo y se lo devuelve a la chica con tanta prisa que no se dio cuenta de su pérdida. Ese tipo de gente. De la que hablan en las películas y las novelas que me encuentro tiradas en los contenedores rodeados de basura apestosa y que colecciono con devoción.
Golpean la puerta de la sucursal. Lo ignoro pero, al tercer golpe, levanto un poco la cabeza y me encuentro a una chica de no más de 30 años. Me hace señas. Quiere que me acerque. Dudo un segundo pero cuando me sonríe pienso, que coño, parece maja, y me levanto y llego y quito el cerrojo.
Entra y pasa muy cerca de mí, sin mirarme, y detrás de ella lo hace un chico alto con la cabeza rapada, que sí me mira, y una sonrisa aún más grande que la de su amiga.
Me los quedo mirando mientras sacan dinero. Después pasan por mi lado y se van sin decirme nada.
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