HABLAMOS DE LIBROS: NECESITO UNA ISLA GRANDE de Rafael Soler, por Laura Gómez Recas

 

 

NECESITO UNA ISLA GRANDE                                                                 

Rafael Soler
Ediciones Contrabando, 2019

Un viaje a contrarreloj


Rafael Soler escribe. Escribe poesía y, a veces, también prosa. Escribe. No sabría decir entre qué renglones su destreza literaria es más afilada; pero hay una cualidad que comparte en ambos géneros, la singularidad. La personalidad de un autor define, aunque no en todos los casos, el cariz de su construcción literaria. Ésta es una característica que marca toda la obra de Rafael Soler, lo que aporta a su estilo un trazo diferencial, algo en tantas ocasiones añorado. La singularidad, en el caso que nos ocupa, es un magnífico rasgo que tiñe sus textos con un matiz que incita a la curiosidad porque, sea cual sea el argumento, el texto, por sí mismo, se anuncia como la puerta a un mundo y a unos personajes que se desean descubrir. Esa llamada de atención inicial es, sin duda, fundamental y, en este sentido, Soler borda sus primeras páginas.

Necesito una isla grande nos cuenta la fuga de un grupo de ancianos que viven en una residencia para la tercera edad. Bromeaba su autor, en una de las presentaciones del libro, sobre los espárragos finitos, esos minúsculos palitos verdes que se presentan en los platos tristes del menú diario de las residencias. Por ese y otros motivos, el grupo fugado tiene establecido un sistema de resistencia a base de octavillas contra el poder establecido, la directora del lugar. Los espárragos, la mortadela o la sopa de jamón sin jamón son pilares justificativos de la fuga, pero son solo una pequeña metáfora de lo crucial porque, en realidad, la novela se fundamenta en dos ejes transversales que el autor oculta tras una cortina de personalísimo humor, negro en ocasiones. Esos ejes son el tiempo y la muerte. Dos conceptos rotundos y extremos, pletóricos, que no dejan lugar a la evasión en la lectura. Por ello, ésta va tomando, de una manera casi imperceptible, un viso reflexivo.

Todos necesitaremos una isla grande, una isla donde poder reposar, vivir y afianzar los sueños. Una isla porque las islas son lugares sagrados en nuestro imaginario, lugares lejanos, rodeados de agua, rompeolas de deseos y anhelos, lugares magníficos donde se esconden tesoros, se encuentran amores, se viven aventuras y los pies pueden andar descalzos sobre la tierra. Pero han de ser amplias, no demasiado tampoco, pero sí lo suficiente para poder cruzarlas de sol a sol, como explica uno de los personajes. Grandes porque las pequeñas, peligrosas y fatales, carecen del espacio necesario para que el mar no arrebate lo que más se ama. Entre las páginas de esta novela hay una elaborada enumeración de las características propicias que debe una isla tener para poder fundar sobre ella una colonia de sueños por cumplir.

La novela de Rafael Soler posee el tono de un guión cinematográfico, debería ser rescatada de los anaqueles literarios y ser llevada al celuloide y su trepidante y vertiginoso carnaval de imágenes y miradas sugerentes. Sería un guion reconfortante gracias a esas dosis de humor cotidiano que hace brotar la carcajada con una mezcla de ternura despiadada. El texto posee todos los ingredientes necesarios para ser soporte de una película: agilidad, frescura, realismo y unos capítulos en cursiva que acotan la acción principal y se encargan de ir despojando a cada uno de los  personajes de la niebla difusa inicial, de la uniformidad del grupo, dotándolos de definición y profundidad y proporcionando la complejidad necesaria para desgranar el verdadero mensaje de la novela.

Necesito una isla grande es un título que grita la necesidad de apurar la vida, una necesidad que debería ser un derecho intocable. La novela reivindica la verdadera edad adulta, la tercera, la edad en la que se alcanza la verdadera madurez y en la que lo que menos se posee es tiempo. En esa edad ya no cabe la necesidad de mostrar al mundo quiénes somos; la soberbia y la autocomplacencia se olvidan porque la madurez, con mayúsculas, es un estado que se alcanza tras una experiencia marcada con agudos y profundos sentimientos adquiridos a través de los años. Las circunstancias que acontecen en la vida son cinceles que tallan la evolución de la persona como si de una escultura se tratara y, como tal, pese a ser finalmente el estado más perfecto que ha adquirido la materia prima, es su silencio el que prevalece. Como antítesis de esa idea y para afianzarla, en el argumento conviven dos personajes que no pertenecen a esa etapa de la ancianidad. A través de las páginas, el autor analiza y desmenuza esta idea sin caer en el dramatismo, con la prosa ágil, libre y excitante a la que nos tiene acostumbrados y con pequeños matices líricos casi imperceptibles, pero de un calado asombroso y enriquecedor. 

Y, quizás, la muerte. La muerte, quizás. Quizás sea la muerte la verdadera protagonista de esta historia. Es una compañera más, un personaje que se suma al grupo desde el principio y que ya nunca lo abandona. La muerte, en esta novela, como en la vida, es compañera natural y, también como en la vida, es azarosa, imprevisible. Es el personaje primordial al que nadie quiere darle demasiada importancia. Y que, estando siempre presente, no pertenece al hilo real de la historia. Pero está porque así debe ser y el autor nos la presenta con naturalidad y arrojo, bajo el paraguas del humor. En esta novela, el lector no se encara con la muerte, tampoco lo hacen los personajes. Simplemente, acontece y, cuando lo hace, lo hace de forma original. Uno no muere cuando todos creen que muere. Uno muere cuando quiere, más o menos. Y, por supuesto, se enfría también cuando le viene en gana: “En los primeros minutos que transcurrieron desde su muerte definitiva, Pulga tomó entre doce y quince decisiones que afectaban a su vida cotidiana...”. Porque la muerte definitiva, no es la única muerte que existe, las otras son peores. Porque la muerte, la última, es un mero trámite que cada uno despacha como puede o como quiere, sobre todo, en aras de la amistad, la que se escribe con cursiva, mayúsculas o en gótica si fuera necesario. Son los amigos los que con su recuerdo mantendrán aún con vida al que se va y sólo será el olvido el auténtico artífice de la muerte definitiva. En estos azares de la escritura, bajo estas variables tan serias e imponentes, Soler es un maestro que desborda lo opaco y lo frustrante, lo dramático y lo desolador con una cascada de terneza profunda y sincera, de esa que solemos tener a buen a recaudo, no vaya a ser que se nos note sin querer.

El periodista Ramón Palomar, en una presentación del libro, habló de road movie, ya que la historia de los personajes sucede en el camino, en la huida, en la evasión. Pero puede que sea una road movie de doble pista porque el camino, la ruta emprendida por los personajes, es también el camino personal de cada uno, el ya vivido, y el que desean vivir que se nutre del primero. Tiene, por tanto, cierto paralelismo con ese esfuerzo cinematográfico por narrar la vida del camino y del caminante; pero también es verdad que recuerda en algunos momentos el proceso de adaptación y posterior aceptación de la ancianidad de aquella hermosa historia, Juventud (Youth - La giovinezza), contada para el cine no hace tanto y de extraordinaria manera por Paolo Sorrentino. Necesito una isla grande no es una novela de azar, sino una novela que intenta trascender en algo a lo que tenemos un miedo incierto, a esa falta de Vida en el último tramo de la vida. La isla, el mar que rodea la isla, el loft soñado por el grupo, la orilla desde donde partir, al fin, son un objetivo fundamental. Por eso se deberían ofertar  islas grandes, muchas, donde reposar los recuerdos y amainarlos con las últimas brisas, donde aguardar la muerte, la buena muerte. El título, aparentemente incierto antes de terminar la lectura, es esclarecedor al acabarla: “El grito y la canción expirando a la vez para que puedas descansar en paz, quizá en tu isla, quizá en un peñasco donde caguen las gaviotas aliviando tu tedio de difunto, ya sin grito y sin canción”. La ironía con la que se enfrentan estos temas trascendentes es elogiable, sin duda, porque Rafael Soler ha escrito una novela que despierta la sonrisa, la carcajada, la zalema imprevista a los lugares ocultos, la verbalización de la ancianidad, ese estadio de la vida en el que todo puede ser justificado y en el que la locura es asumible por los demás. La locura como un derecho a ejercer el deseo de vivir pese a quien pese, la locura como forma de desdramatización, como alarde o como la manera de encarar con sonrisas la andadura del tiempo finito, del tiempo que se agota irremisiblemente. Leer esta novela es un bálsamo eficaz, es como mirar con una lupa esos pequeños momentos que convierten en irónica comedia el drama de la vida.
 

Laura Gómez Recas
Agosto, 2020


 

Rafael Soler nació en Valencia y reside en Madrid, donde ha trabajado como profesor titular en la Universidad Politécnica. Poeta y novelista, en los años ochenta tuvo una intensa producción literaria, que fue recibida como una de las más interesantes de la nueva literatura española, y que inició con la publicación en 1979 de su novela “El grito”, y el libro de poemas “Los sitios interiores” en 1980, a los que siguieron títulos como “El corazón del lobo”, “El sueño de Torba” o “Barranco”, última de sus publicaciones en Cátedra en 1985, así como dos libros de relatos. Vino luego un largo silencio editorial, que decidió romper en 2009 con la publicación del libro de poemas “Maneras de volver”, al que siguió en 2011 “Las cartas que debía” y en 2012 “La vida en un puño”, antología publicada en Paraguay, y “Pie de página”, publicada también en 2012 por la Institución Alfons El Magnànim. En enero de 2014 publicó el libro de poemas “Ácido almíbar”, en octubre de 2016 “No eres nadie hasta que te disparan” y, en abril de 2018, la novela“El último gin-tonic”.

Ha participado en Festivales poéticos y encuentros celebrados en Europa, Hispanoamérica y Asia. Obra suya ha sido traducida y publicada en francés, inglés, italiano, húngaro y japonés.


 

Laura Gómez Recas 
Licenciada en Ciencias de la Información, rama de Periodismo. Acreditada en programas de especialización de Lingüística (sintaxis, semántica y pragmática del español), Estructura de la Comunicación y Edición y Producción en Soportes Audiovisuales, por la Universidad Complutense. Es Postgrado, por ESIC, en Marketing Internet y Social Media. Ha desarrollado su labor profesional en el Gabinete de Prensa de Endesa, en las redacciones de deportes de Radio Intercontinental y de Europa FM., en colaboraciones con agencias de prensa y televisiones locales y, actualmente, en el área de comercio electrónico de una gran empresa española. Ligada a diversos grupos literarios de Madrid desde 2008, ha publicado tanto narrativa como poesía en numerosas antologías y revistas especializadas, y es autora de tres títulos de poesía: Delante del espejo, Colección Pliegos de Ítaca (Ámbito Cultural de Valencia, 2011);  Llámame azul (Ed. Quadrivium, 2012); y “Huella de un caz / Pegada duma canle”, poemario bilingüe, Colección O Roibén (Lastura Ediciones, 2014). 


 

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