"En el magnolio que le sueña", la voz poética de Ricardo Fernández Moyano

 

Ricardo Fernández Moyano,  natural de Minaya (Albacete). Nacido en 1954. Es profesor de E.G.B. en la especialidad de Ciencias Humanas. Desde 1992 reside en Zaragoza, donde trabaja como Educador de Discapacitados Intelectuales.

Ha publicado los siguientes libros de poesía: Tras la Huella del Tiempo, Colección Arkanos de Poesía, Diputación de Albacete 1996; Transparencias, Devenir Madrid 2002; La voz en la memoria, Bubok Madrid 2009; Rituales de identidad, Huerga & Fierro Madrid 2011, Zarzal, Amargord ediciones, Madrid 2015; Carmen carminis. Poemas para ellas, Dédalo Ediciones, Barcelona 2016; Brotes. Antología breve (1985-2016), Huerga & Fierro Madrid 2017; El filo del no, Imperium Ediciones, Zaragoza 2020; Nieve roja al amanecerPoesía social (1985-2020), Amargord ediciones, Madrid 2022.

Sus poemas han sido publicados en varias Antologías y revistas.Ha obtenido varios premios de poesía.Ha sido traducido al rumano, italiano, japonés, árabe y catalán.


LA VOZ POÉTICA DE RICARDO FERNÁNDEZ MOYANO


La magia de los días que se fueron
no es real; esa luz
que ahora ciega las pupilas,
nos parece maravillosa
porque ayer se perdió en la bruma
olvidada de los relojes.
Así es la vida:
valoramos más lo perdido,
con la esperanza
que el futuro sea mejor
y el incierto presente,
un paso más en el abismo.


Alrededor de esta isla
hay manadas de tiburones
hambrientos;
esperan impacientes
que caigas en sus fauces.
Tarde o temprano
te atrapará la red
de los pescadores de lazo;
pensarás que la vida
carece de sentido.
Otros vendrán
con la ilusión hecha jirones
y una venda en los ojos
misterio de la noche.
Entonces nacerá la luz
y tu mano abrirá la puerta
que los locos cerraron
para que te olvidaras de soñar.


Estuve aquí
hace doscientos años,
recogiendo la luz
de mis ancestros,
amalgama de nubes
sin fin que se agitaban
a la intemperie:
la flor de la tormenta
estallaba en las losas
con saña.
El anciano que fui,
hoy llora tras los abedules;
recuerda en vano
que la tierra era fértil
alguna vez y las estrellas
promesas.


La muerte te rodea con sus brazos, 
clama desde lo más profundo 
y te deja marcado 
con su canción de secos pasos.

Se columpia en los muelles de veleros  despiertos   
y colapsa los pulsos: desgarro de cadenas.
Llama a tu puerta todas las mañanas, 
atraviesa el dintel con infame descaro,
alevosía que derrota. 


Una herida profunda
arde en el pulmón del ocaso, 
hogueras con estigmas,
sabor
a madrugada.
Se levantan miserias
en la penumbra de los débiles,
una luna callada
suspira desde lo insondable
en un amanecer sin voz.


Late un corpus etéreo
en la llamada de la aurora,
una estela de lluvia, colgada en los andamios.
Las rosas tiemblan
con estruendo de árboles,
los párpados inventan acrobacias de astros,
un préstamo de ofrendas
en la antesala de la niebla.


No es el ojo quien mira
la memoria del barro.
La ciudad no advirtió tus párpados
en la noche estrellada
que la espada cortó con saña.
Un humo blanco
se apoderó de ti
y te regresa,
del espacio silente
donde puedes ser nube
y no morir en el ocaso.


Se le escapa la lluvia entre los dedos,
como un laúd de hielo, vislumbra los efluvios
del paladar de los esquejes
en el magnolio que le sueña.
Ayer fue luna, hoy páramo
y mañana, ¡quién sabe!, tal vez sólo un enigma
que brota en el jardín
de las almenas.
Si la nieve le llama, palidece su lengua
en la siniestra llama del ocaso,
y volverá a latir con la certera luz
del que espera un futuro incierto y soterrado.


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