3 - LA VERDAD DE LOS FILÓSOFOS




Desde su origen, la filosofía reclamó para si el monopolio de la Verdad. La Verdad de los filósofos era tan poderosa y deslumbrante que ni siquiera estaba en éste mundo. Para acceder a ella y poder contemplarla era preciso matricularse en la academia de Platón y quedarse a vivir allí. El resto de los mortales permanecía encadenado en una caverna lúgubre, contemplando sombras y apariencias.
El cristianismo halló en la filosofía (especialmente en la platónica y aristotélica) una justificación para su teología. Las ideas de Platón y Aristóteles fueron “cristianizadas” convenientemente y la filosofía se convirtió, de ese modo, en una aliada inseparable del poder eclesiástico. Cualquier Verdad resulta especialmente convincente si quienes la sostienen son precisamente los que mandan, tanto más si pueden quemar en la hoguera a todos aquellos que les lleven la contraria.
La filosofía platónica y el cristianismo tienen, por lo menos, una cosa en común: ambos creen que la realidad está dividida en dos mitades. En el nivel superior, el mundo de las ideas (o mundo de las formas) del platonismo se corresponde con el reino de Dios (o el cielo) del cristianismo. Tanto el mundo de las ideas como el reino de Dios son lugares perfectos, en donde la verdad resplandece con infinita belleza y en donde las cosas son exactamente aquello que parecen. El lugar donde nos encontramos nosotros ahora (el piso de abajo, por decirlo así) es el mundo de los sentidos, plagado de sombras y apariencias engañosas, compuesto por burda materia, en donde imperan las pasiones irracionales, el sufrimiento y la muerte.
Tanto la filosofía platónica como el cristianismo sienten un gran desprecio por el mundo de los sentidos. Ambos conciben éste mundo como un lugar de tránsito, como un “valle de lágrimas” que el alma humana debe recorrer para regresar a su verdadera morada en el piso de arriba. ¿Qué papel podía tener el arte en un período histórico en el cual la iglesia católica detentaba un poder prácticamente absoluto?
Veamos lo que opina uno de los Padres de la Iglesia, San Agustín, sobre el arte y los placeres estéticos que nos brindan los sentidos :

¡Cuan innumerables son los alicientes que nuevamente han añadido los hombres para atraer y captar más bien la atención de nuestros ojos, con una infinidad de artificiosos tejidos, en varias modas de vestidos, de calzados, de vasos y otros utensilios, y de toda suerte de adornos y curiosidades hechas de mil maneras, y también por medio de pinturas y otros diversos modos de hacer figuras y retratos, pasando con unas de estas cosas mucho más allá de lo que pedía la necesidad de usar de ellas; excediendo mucho con otras los límites de la moderación, y abusando notablemente de las últimas, de las cuales había de usarse únicamente para representaciones piadosas! De modo que aman y siguen las obras exteriores que ellos mismos hacen, y abandonan en su interior al que los hizo a ellos y deshacen la imagen que hizo de ellos (Confesiones, cap. XXXIX, 53).



En otras palabras; el arte sólo puede justificarse cuando se usa “para representaciones piadosas”.
La hostilidad platónica hacia el arte se mantiene intacta durante todo el período medieval. Continúan haciéndose obras de arte, pero siempre supeditadas al poder eclesiástico, es decir, mutiladas, sometidas, esclavizadas. La obra de arte medieval por antonomasia es la catedral; el arte al servicio del culto religioso al que la filosofía se había aliado con el fin de acceder al poder.
Muchos pensadores reivindican ahora la Edad Media como una época no tan oscura de la historia humana. Lo cierto es que, si la comparamos con la Grecia clásica o con la época de esplendor del Imperio Romano, la Edad Media representa (desde el punto de vista artístico) un largísimo y tenebroso túnel que los sufridos seres humanos tardaron siglos en atravesar. Y es por eso que llamamos Renacimiento al Renacimiento.
Pero ¿se conformó el arte con semejante vida de esclavitud? ¿Aceptó que la razón platónica le impusiera sus pautas?
Podemos afirmar que no fue así. Durante su largo cautiverio, el arte se rebeló contra el platonismo, trató de burlarlo de mil formas distintas con el fin de hallar un hueco, un espacio en el que expresarse. El arte medieval se disfraza de religiosidad, pero su verdadera esencia se vuelve clandestina y se manifiesta en los lugares más insospechados.
Volvamos a las catedrales. La catedral es el templo, lugar de oración y recogimiento donde los fieles rinden culto al Dios único y absoluto. Su planta tiene forma de cruz y se eleva por encima de todos los demás edificios apuntando al cielo, al reino de Dios, al lugar donde las cosas son verdaderas, al mundo platónico de las formas. En su pórtico, las esculturas reproducen a Cristo y a los apóstoles. En su interior se suceden las escenas bíblicas. Especialmente en el arte románico, las figuras han perdido sus equilibradas formas y proporciones griegas; los cuerpos aparecen rígidos y estáticos. El realismo ya no es importante, se descuida por completo la anatomía (¿para qué molestarse en copiar la naturaleza, si la naturaleza pertenece al mundo de los sentidos?). Pero ya en el románico hallamos rastros de la rebelión del arte contra las formas platónicas. Un buen ejemplo de ello son las gárgolas y grotescos que aparecen aquí y allá, y que se multiplican en el período gótico. Imágenes terribles, satíricas en algunos casos, obscenas en otros, decoran los rincones de todas las catedrales medievales europeas. Seres monstruosos de cuerpos retorcidos mediante los cuales, bajo la excusa de representar los tormentos del infierno, el arte exorciza a sus demonios. ¿Qué otra función podían tener? ¿Con qué objeto alguien esculpió monstruos que observan, como guardianes, en los tejados de la casa de Dios? ¿De qué antiguos mitos pre-cristianos proceden estas criaturas? ¿Por qué hallamos escenas absolutamente pornográficas, de auténtico sexo explícito (en algunos casos incluso actos de zoofilia) en los bajorrelieves de los templos medievales?
Los artistas, todavía presos de la caverna platónica, se negaban a salir a la luz. Porque el mundo que amaban, su mundo, era precisamente el de las sombras.
Afortunadamente para los cavernícolas platónicos, las cosas cambiaron en el Renacimiento, con la aparición de la ciencia empírica. Muchos historiadores sitúan el fin de la Edad Media en 1492, es decir, coincidiendo con la fecha del descubrimiento de América. La verdadera revolución científica (el momento en el cual la ciencia halla un método propio que le permite constituirse como una fuente de conocimiento independiente de la filosofía), abarca un período que va desde Copérnico a Galileo. Pero ya desde los inicios del siglo XV, y especialmente en el XVI, resulta evidente que las cosas han empezado a cambiar. La cristiandad se halla dividida y aparecen algunos inventos que permitirán el avance y la difusión de los nuevos descubrimientos científicos (el mas importante de ellos es, sin duda, la imprenta). Aunque el arte no se ha liberado todavía de sus cadenas, empieza ya a permitirse muchas licencias que resultarían impensables unos cuantos años antes (véanse, por ejemplo, los cuadros del Bosco). El renacimiento es la gran liberación del arte; pero sólo puede producirse en una época en la cual el poder de la iglesia comienza a declinar. A ello contribuirá de forma decisiva el surgimiento de la ciencia empírica.
Galileo es la figura que representa, en toda su crudeza, el choque de la nueva ciencia con la vieja filosofía y, por ende, con su inseparable aliado: el cristianismo. Ese choque se produjo en 1633, cuando Galileo fue condenado.
El gran delito de Galileo no fue sostener que la tierra y el resto de los planetas giraban alrededor del sol (teoría que, por otra parte, no era en absoluto novedosa, y de la cual se hablaba en los círculos académicos con especial interés desde que Copérnico publicara el De rebolutionibus). Su verdadero delito fue el de oponer observaciones y pruebas empíricas a las tesis que los filósofos llevaban siglos defendiendo, y sobre las cuales se sustentaba la teología católica. Las observaciones empíricas en las que se basaba la nueva ciencia suponían, además de una osadía temeraria que desafiaba las dogmáticas especulaciones de la metafísica, la asunción de un método completamente nuevo de adquisición de conocimiento, es decir, una nueva forma de acceso a la verdad.
La verdad de Galileo no era tan inasequible como la Verdad de los filósofos; cualquiera que acercara el ojo a la lente de un telescopio podía observarla sin dificultades. Y lo más importante: la verdad de Galileo y la Verdad de los filósofos eran verdades opuestas, excluyentes. Sólo una de ellas podía sobrevivir.
Como no podía ser de otro modo, la resistencia de los filósofos fue encarnizada. La vida de Galileo se convirtió en un infernal periplo de juicios, presiones, censuras y amenazas, hasta que finalmente se vio obligado a abjurar de sus propias convicciones. Podría pensarse que no fueron los filósofos quienes condenaron a Galileo, sino los teólogos o más exactamente, las altas jerarquías de la iglesia católica. Al fin y al cabo, hubo algún filósofo que defendió la teoría heliocéntrica con más firmeza que el propio Galileo y que fue castigado por ello con la muerte, como es el caso de Giordano Bruno. Pero Giordano Bruno constituye la excepción; la filosofía en aquellos tiempos estaba al servicio del poder eclesiástico, que hallaba en ella su justificación teológica. Y la postura oficial de la filosofía apoyaba sin fisuras el sistema aristotélico-ptolemaico. Galileo no se opone tan sólo a la iglesia (de hecho, su intención es la de reconciliar el heliocentrismo con las Escrituras), a lo que se opone verdaderamente es al aristotelismo, que era la doctrina filosófica dominante y defendida por autoridades tan eminentes y vinculadas a la iglesia como Santo Tomás. Véase un fragmento de la carta (fechada en Mayo de 1615) que Galileo escribe a su amigo Dini:



Pero el hecho es que yo sigo la doctrina de un libro admitido por la Santa Iglesia (se refiere al de Copérnico) y me salen sin ton ni son filósofos totalmente faltos del menor conocimiento de estas cuestiones y me dicen que en estas teorías hay proposiciones contrarias a la fe; y yo, en la medida de mis posibilidades, quiero mostrar que quizá ellos se engañan, pero se me cierra la boca y se me ordena que no entre en las Escrituras. Lo cual es como decir: el libro de Copérnico admitido por la Santa Iglesia contiene herejías y se permite a cualquiera que quiera predicarlo así que lo haga, y se prohibe entrar en estas materias a quien quiera mostrar que no es contrario a las Escrituras.

La diferencia entre la posición Copernicana y la Galileana es que la teoría de Copérnico fue considerada ex hypotesi (como un simple juego de ingenio) mientras que la de Galileo afirmaba que la movilidad de la tierra era verdadera in rei natura (en la propia realidad), por lo que aportaba observaciones empíricas en su defensa. El problema era, por lo tanto, metodológico.
En esa diferencia entre una consideración ex hypotesi y otra in rei natura radica precisamente el abismo que comenzaba a abrirse entre dos formas distintas de explicar el mundo; la filosofía y la ciencia.
La filosofía siempre consideró a la razón como un instrumento muy superior a los sentidos a la hora de adquirir conocimiento. Ya Parménides negaba la posibilidad del movimiento, a pesar de que las observaciones de los sentidos nos presentan un mundo en movimiento constante. También en Platón las observaciones de los sentidos son poco fiables y causa de error, pues pertenecen al mundo sensible, plagado de apariencias engañosas.
En 1616, Galileo fue (por primera vez) amonestado por el Santo Oficio, ya que su posición fue considerada estúpida y absurda en filosofía; y formalmente herética. Es decir, la acusación de herejía venía acompañada por la expresión absurda en filosofía, lo cual reforzaba la acusación de los teólogos
El oscuro proceso a Galileo no fue en vano, la ciencia empírica obtuvo a cambio un precioso botín; nada menos que los cielos y la tierra.
Describir el funcionamiento de los cielos y la tierra, estudiar su estructura y su mecánica, no era ya patrimonio de la filosofía, sino de la física. Una buena parte de la Verdad de los filósofos quedó desgajada de sus dominios y fue a parar a las manos de una nueva especie de seres humanos: los científicos.

Ricard Desola Mediavilla

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