DESCARTES CONTRAATACA




Lo que los científicos tenían de especial era un instrumento de investigación, un método. Éste método había comenzado a aplicarse con gran provecho en el estudio de los fenómenos físicos, pero nada impedía que se usara en otros campos.
En qué consiste exactamente el método científico es una cuestión que no está zanjada todavía. Sin embargo nadie discute que todas las ciencias poseen en su metodología unas cuantas características comunes. Todas ellas realizan observaciones y tratan de hallar regularidades en las mismas, luego formulan hipótesis que expliquen las regularidades y posteriormente intentan contrastar dichas hipótesis (o falsarlas, si es que son popperianos) mediante nuevas observaciones o experimentos. A toda teoría científica se le exige que sea capaz de realizar predicciones, y si esas predicciones no se cumplen, la teoría es inmediatamente descartada.
De hecho, el ser humano ha utilizado este método desde que se irguió sobre la tierra: de no haber sido capaz de observar regularidades en su entorno y realizar predicciones en base a ellas jamás hubiera logrado sobrevivir. El desarrollo, por ejemplo, de la agricultura no hubiera sido posible si alguien no hubiese observado que plantar una semilla en la tierra y aguardar un tiempo regándola de vez en cuando permitía, meses después, disfrutar de un preciado y necesario alimento. Los hombres han usado siempre el método científico en su relación más inmediata con la naturaleza, alcanzando resultados tan provechosos que nuestra vulnerable y descarriada especie de primates enclenques ha acabado dominando el mundo e imponiéndose al resto de las criaturas.
El método científico no es, por lo tanto, un producto del humanismo renacentista, ni la consecuencia de una revolución en el pensamiento, ni el resultado de un giro copernicano en la concepción del universo, cabe más bien atribuirlo al sentido común con el que está dotada nuestra especie. Si las representaciones del mundo que el ser humano construye basándose en éste método no fueran fiables o no se adecuaran a la realidad (es decir, si no fueran verdaderas) el ser humano se habrá extinguido hace milenios.
Ocurre a menudo que una teoría científica nueva sustituye a otra más antigua porque explica mejor la realidad y es capaz de realizar predicciones más precisas (así, por ejemplo, la física relativista sustituyó a la física newtoniana). La verdad de los científicos es, por lo tanto, siempre provisional, puesto que en cualquier momento puede surgir una teoría nueva que desbanque a la anterior. Muchos filósofos modernos y contemporáneos basan en este punto sus críticas a la ciencia, de una manera completamente injusta. La ciencia jamás ha pretendido poseer la Verdad absoluta, su única intención es la de construir representaciones del mundo cada vez más precisas, o dicho de otro modo, acercarse progresivamente a la verdad, aunque no exista ninguna garantía de llegar a alcanzarla por completo. En éste sentido la ciencia es mucho más humilde y honesta que la filosofía.
Por su metodología, la ciencia moderna se constituye como una disciplina autónoma, diferenciada del quehacer filosófico. La física formaba, en un principio, parte de la filosofía (todas las escuelas filosóficas poseían una física, del mismo modo que poseían una metafísica o una ética). Pero después de la aparición del método científico, el estudio de la naturaleza ya no puede seguir perteneciendo al campo filosófico.
La ciencia, por lo tanto, arrebató a la filosofía una parte de su objeto de estudio, lo cual habría de crear una inmediata enemistad entre ambas disciplinas. Si, como dijimos anteriormente, la filosofía nace contra el arte, cabe afirmar que la ciencia nace contra la filosofía (en tanto que nace como forma alternativa de explicar el mundo).
Si hablamos de una vieja disputa entre filósofos y poetas (palaia diaphora), podríamos también hablar de una - no tan vieja - disputa entre filósofos y científicos (una especie de moderna diaphora). La disputa entre filósofos y científicos continúa vigente: no hay más que ver el desprecio que la filosofía siente actualmente por la ciencia (especialmente la filosofía continental), considerándola como un discurso más, con la misma validez epistemológica que cualquier otro y cuestionando (por no decir negando) su capacidad para aportar conocimiento. Ésta moderna diaphora entre filosofía y ciencia empírica resulta especialmente sangrante para los filósofos, ya que la ciencia ha alcanzado un progreso notable y un gran prestigio social y sin embargo la filosofía se halla en franca decadencia.
Vemos, pues, que la ciencia surgió como un nuevo saber enemigo de la filosofía, un saber advenedizo que pronto invadió parte del territorio filosófico y se instaló en él sin pedir permiso. Los viejos filósofos platónicos y aristotélicos mesaron sus largas barbas y fruncieron el ceño con desconfianza ante los nuevos sabihondos de la ciencia empírica.
La Verdad de los filósofos, (que acababa de recibir un duro golpe) corría el peligro de ser completamente saqueada por los advenedizos científicos. Era preciso contraatacar y los filósofos reaccionaron (por una vez) rápidamente.
Mientras Galileo era juzgado y condenado por un tribunal del Santo Oficio, el Discurso del método de Descartes se hallaba en fase de impresión. Si la ciencia poseía un método, la filosofía no iba a ser menos.
Era preciso crear un método genuino de investigación filosófica, un método que garantizara a la filosofía un dominio inaccesible, un método que deslegitimara por completo a la ciencia empírica.
“Así, puesto que los sentidos nos engañan – afirma Descartes – quise suponer que no hay cosa alguna que sea como ellos nos la presentan”. Es decir, puesto que la ciencia se basa en las observaciones de los sentidos, no tenemos más que desautorizar a los sentidos para que la ciencia empírica pierda todo su fundamento. De ese modo la filosofía protege su territorio con una muralla inexpugnable.
Pongamos un ejemplo: yo contemplo una mesa delante de mí, pero tal vez exista un genio maligno que, ya son ganas de fastidiar, me mantenga hechizado y me haga ver una mesa donde en realidad no hay nada. Además, desde Platón y, especialmente, desde la irrupción del cristianismo, el mundo de los sentidos no gozaba precisamente de buena reputación.
Todo aquello que pertenece al mundo material, todo aquello que puede percibirse a través de los sentidos (es decir, todo aquello susceptible de ser estudiado por la ciencia empírica) queda rechazado como falso. Sólo sobrevive, entonces, el alma. La división platónica de la realidad en dos mitades, una de ellas sensible y la otra inteligible, se mantiene intacta en la filosofía cartesiana:

“de suerte que este yo, es decir el alma por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo y hasta más fácil de conocer que éste, y, aunque el cuerpo no fuese, el alma no dejaría de ser cuanto es” (Discurso del método, parte IV).







La filosofía volvía a situarse en su torre de marfil; allá los científicos con sus aparatosos telescopios y sus experimentos sobre la caída de los cuerpos.
No contento con el torpedo que acababa de lanzar contra la línea de flotación del método empírico, Descartes llega a cuestionar incluso las verdades matemáticas:

“y puesto que hay hombres que yerran al razonar, aun acerca de los más simples asuntos de geometría, y cometen paralogismos, juzgué que yo estaba tan expuesto al error como cualquiera, y rechacé como falsas todas las razones que anteriormente había tenido por demostrativas” (Discurso del método, parte IV).

Curiosa afirmación, ya que Descartes era matemático además de filósofo, tanto más curiosa si consideramos la extraña fascinación que la filosofía siempre ha sentido por las matemáticas. Recuérdese que ya Platón negaba el acceso a su academia a todos aquellos que no sabían geometría. Se comprende mejor este súbito desdén cartesiano por las matemáticas si consideramos que, ya desde esa época, las matemáticas constituyeron un instrumento de inconmensurable valor para los científicos. Como el propio Galileo había dicho: el libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático. Las matemáticas, que habían fascinado a la filosofía desde su origen, eran ahora rechazadas con un argumento absolutamente pueril que podría resumirse del siguiente modo: hay gente que se equivoca, e incluso yo mismo puedo equivocarme, luego las matemáticas son falsas. Debió de ser duro para el racionalista Descartes tener que afirmar una cosa semejante.
Si los sentidos nos engañan y no podemos fiarnos de las matemáticas ¿en qué iba a basar su método la filosofía?
Conocemos la respuesta. Todo aquello que pueda ser puesto en duda (aunque sea con argumentos tan disparatados como el del genio maligno) debe ser considerado como falso. A esto lo llamó Descartes la duda metódica.
Aplicando la duda metódica, Descartes pretendía encontrar algún principio o verdad indudable sobre el cual fundamentar toda su filosofía. Ese principio no fue otro que el célebre cogito cartesiano; pienso, luego existo. Es decir, Descartes descubrió, con gran asombro, que existía.
La duda metódica nunca ha sido muy útil como método de investigación; al aplicarla, uno se da cuenta de que existe y poca cosa más. Pero tiene la virtud de mantener a la filosofía en una especie de limbo inaccesible a los científicos. De hecho, el método de Descartes es un disparate desde el punto de vista lógico; del hecho de que podamos dudar de la existencia de una cosa no se sigue que esa cosa no exista. Alguien mal informado podría dudar de que en la ciudad de Burgos existe una catedral y no por ello la catedral de Burgos deja de existir. La duda sólo me autoriza a afirmar mi propia ignorancia sobre la cuestión, pero en ningún caso me legitima para rechazarla por completo.
Justo después de cargarse el mundo material con su duda metódica, Descartes se empeña en demostrar la existencia de Dios, no de una, sino de tres maneras distintas. Sus argumentos para probar la existencia de un ser supremo (inspirados, o directamente copiados de otros autores) no se caracterizan precisamente por el rigor en la aplicación de su recién inventado método. Cuando habla de Dios la duda brilla por su ausencia; no aparecen genios malignos que intenten engañarnos y nos hagan ver a un ser supremo donde no hay ninguno, ni nada parecido. En otras palabras, la duda metódica sólo le sirve para salvaguardar los intereses de la filosofía, para redefinir su territorio y para delimitar unas fronteras que el saber científico no pudiera traspasar.
Cierto es que, después de demostrar presuntamente la existencia de Dios, Descartes afirma la existencia del mundo. Los datos de los sentidos han de ser verdaderos, ya que el ser supremo, perfecto y bondadoso, no podría permitir que nosotros viviéramos perpetuamente sometidos al engaño. Afirma el mundo sensible, pero supeditado a la voluntad de Dios y a la existencia del alma, es decir, la realidad sigue estando dividida y jerarquizada, exactamente igual que en los tiempos platónicos. De este modo, la filosofía puede dirigir su mirada hacia el mundo físico, pero lo hace desde arriba, recurriendo siempre a una instancia superior, a un orden sobrenatural. El propio Descartes no tiene reparos en afrontar problemas estrictamente físicos, pero sus afirmaciones, comparadas con los descubrimientos de la nueva ciencia, resultan trasnochadas y anacrónicas. Veamos el siguiente fragmento, correspondiente a sus Principios de filosofía, en donde habla de la conservación del movimiento en la naturaleza:

Ahora que hemos examinado la naturaleza del movimiento, vamos a considerar su causa… Como causa primera, me parece evidente que no hay otra sino Dios, Quien por Su Omnipotencia creó la materia en reposo y en movimiento en partes, y Quien conserva desde entonces en el Universo por Sus Operaciones ordinarias tanto movimiento y reposo como había al principio de la creación… También sabemos que una de las perfecciones de Dios es no sólo el ser inmutable en Su naturaleza sino también el actuar de forma que nunca cambia… de lo que se sigue que, dado que Él distribuyó el movimiento de forma diferente en la materia cuando Él la creó y dado que Él las mantiene con el mismo comportamiento y con las mismas leyes que les otorgó en su creación, Él conserva continuamente de dicha forma una cantidad igual de movimiento (Principios de Filosofía, II parte, Sección 36).

Curiosamente, las conclusiones de Descartes no son incorrectas, y los científicos no tardarán mucho en descubrir las leyes de conservación de la energía. Pero la forma en la que encara el estudio de un fenómeno físico como es el movimiento, supeditándolo a la providencia divina, resulta cuanto menos ingenua en una época en la que la revolución científica ya había empezado a dar sus frutos. Recordemos que cuando Descartes escribe éstas líneas (en el año 1644) ya están completas las obras de Galileo y de Kepler. El planteamiento de los científicos se oponía radicalmente al de los filósofos; donde la ciencia tenía que perder horas y horas en rigurosas observaciones empíricas y enojosos cálculos matemáticos, a la filosofía le bastaba con invocar la omnipotencia divina para zanjar la cuestión de un plumazo.
La filosofía y Dios siempre han mantenido muy buenas relaciones. La ciencia empírica, sin embargo, no ha hallado en la religión más que disgustos y sinsabores.
Ya en sus orígenes, la ciencia tuvo que luchar contra los prejuicios religiosos, pagando muchas veces un alto precio por ello. Resulta lógico entonces, cuando la ciencia comenzaba a caminar con los pies en el suelo, que los filósofos siguieran en las nubes, por decirlo a la manera de Aristófanes. Visto así, no parece tan sorprendente que la existencia de Dios se demuestre por triplicado en la obra de Descartes; se trataba solamente de dejar claro en cual de los dos bandos se alineaba la filosofía.
¿Se rebeló realmente Descartes contra sus maestros jesuitas de La Fleche, o por el contrario, fue el más firme defensor de la vieja herencia que éstos le habían legado?. Larvatus prodeo, la célebre y enigmática frase que anotó en uno de sus cuadernos adquiere, desde éste punto de vista, una nueva significación.
El celo de Descartes por encontrar un método tan riguroso que estuviera por encima de la ciencia y de las matemáticas llevaba en su seno el germen de su propia destrucción, puesto que el conocimiento quedaba supeditado a la perversa noción cartesiana de certeza. Y la noción cartesiana de certeza es tan rígida, tan exigente, que no existe conocimiento alguno capaz de satisfacerla.


(Continuará ...)

Publicar un comentario

2 Comentarios

  1. Tema super interesantísimo, apasionante. Un beso muy grande.

    Maria.

    ResponderEliminar
  2. La redacción de La Nausea, se complace en expresarle sus más sinceras felicitaciones. Usted, amigo Ricard ya conoce el motivo.

    ResponderEliminar