LOS ROMÁNTICOS Y EL GIRO ARTÍSTICO DE LA ESTÉTICA

Nuestro colaborador Ricard Desola Mediavilla, licenciado en Filosofia, autor de estudios sociológicos como "Sabadell Nord, Ca n'Oriach, Can deu, Can puiggener -estudio sobre las migraciones en la zona norte de Sabadell,- Museu d'Història de Sabadell, 2008-, y poeta galardonado en numerosos certámenes nacionales e internacionales, nos presenta esta semana un nuevo capítulo sobre Kant.







Recordemos la idea de Hume según la cual la ética y la estética no se pueden fundamentar en la razón, sino en los sentimientos. El romanticismo como movimiento filosófico, cultural y artístico adopta este principio y lo lleva a sus últimas consecuencias. Sin embargo, a pesar de abogar por algo que la filosofía racionalista siempre había tratado de proscribir (los sentimientos), el movimiento romántico estuvo poderosamente influido por el frío y analítico pensamiento kantiano. Recordemos que la Crítica de la razón pura había delimitado de una forma más o menos clara los límites del entendimiento humano, y que fuera de dichos límites quedaban una serie de asuntos sobre los que el entendimiento no podía pronunciarse, ya que se hallaba condicionado y determinado por las formas de la sensibilidad. Uno de estos asuntos era el nóumeno, también conocido como la cosa-en-sí. Es decir, incluso la filosofía kantiana admitía la existencia de un mundo (el nouménico) independiente de los seres humanos. Recordemos también que la ciencia empírica parte de un postulado realista, o dicho de otro modo, presupone la existencia de un mundo estable e independiente de los seres humanos que es susceptible de ser conocido mediante la experiencia. Lo que para la filosofía kantiana es un nóumeno incognoscible, para la ciencia es un objeto de conocimiento. Pero ambas (ciencia empírica y filosofía kantiana) reconocen la existencia de un mundo exterior al sujeto e independiente de él. La filosofía del Romanticismo se encargará de liquidar éste último reducto de exterioridad.
El movimiento romántico se caracteriza por la supremacía absoluta del sentimiento frente a la razón y la ruptura con la tradición grecolatina y el clasicismo. Los románticos abogan por la subjetividad, por el individualismo y por la rebeldía frente al racionalismo, es decir, adoptan unos valores diametralmente opuestos a los que defendía la ilustración. De hecho, el movimiento romántico no es otra cosa que una reacción frente al movimiento ilustrado. Puesto que el movimiento ilustrado responde al optimismo generado por la nueva ciencia, es lógico que el Romanticismo (que, a diferencia de la ilustración, sí es un movimiento con profundas raíces filosóficas) se oponga a todo aquello que la nueva ciencia significa. Cuando los filósofos pretenden deslegitimar el conocimiento científico, lo primero que hacen es negar la existencia del mundo (recuérdese a Descartes).
El arte romántico significa una auténtica revolución a todos los niveles, tanto en la pintura como en la literatura y en la música, rompiendo por completo con los viejos esquemas. En poesía, por ejemplo, se desprecia la métrica clásica y se adopta la rima asonante (propia de la poesía popular). Existe un interés especial por lo exótico, por lo extraño, por lo excesivo, por lo terrible, todo ello en contra de las armoniosas y equilibradas formas neoclásicas. Predominan los sentimientos de tristeza o melancolía, las pasiones incontrolables, el mundo de lo instintivo y lo irracional.
El movimiento romántico es, también, fuertemente nacionalista, y está inspirado por el liberalismo frente al despotismo ilustrado. Las tradiciones nacionales adquieren una renovada importancia, se evoca el pasado y aparece un súbito interés por las ruinas, por el mundo antiguo y por las viejas leyendas. Incluso la superstición y la magia, despreciadas y ridiculizadas por la razón ilustrada, son reivindicadas en el Romanticismo. Frente al objetivismo ilustrado, el subjetivismo romántico niega la realidad objetiva: el sujeto lo es todo. La verdad, por lo tanto, no se halla fuera del sujeto, sino dentro de él. La belleza es verdad, afirmarían los románticos apasionadamente, y esta concepción de la belleza como forma de acceso al conocimiento llegará más o menos intacta hasta Nietzsche.
Desde el punto de vista de la filosofía o de la estética, que es el que aquí nos interesa, cabe señalar que el romanticismo estuvo inspirado por la obra de pensadores como Fichte o Schelling, que son precisamente los fundadores del idealismo alemán. Ambos autores están fuertemente influidos por la obra kantiana, hasta tal punto que la primera obra de Fichte, Ensayo de una crítica de toda revelación, que se publicó de forma anónima, imitaba el estilo kantiano tan perfectamente que fue considerada por muchos lectores como una obra del propio Kant.
El pensamiento fichteano niega el mundo nouménico, es decir, la cosa-en-si, exterior al sujeto e incognoscible. Fichte desprecia el nóumeno, lo niega, al ser algo a lo que el sujeto no puede acceder, y se instala en un mundo meramente fenoménico, lo cual equivale a decir que nada tiene existencia fuera del sujeto o, en otras palabras, que el sujeto es el mundo. Se produce aquí, podríamos decir que de forma definitiva para la filosofía, el delirante paso que conduce a la negación total de la realidad (meta largamente perseguida por los filósofos desde los tiempos de Descartes):

La fuente de mis pensamientos emana de aquello de lo cual todo lo que en mí, por mí y para mí puede existir, el más íntimo espíritu de mi espíritu, no es un espíritu extraño, sino que es producido por mi… Yo soy en un todo mi propia creación (19).

También afirma Fichte que la conciencia basta para fundamentar el conocimiento, lo cual significa que es posible adquirir conocimiento sin salir de los márgenes del sujeto o, por decirlo de otro modo, que el conocimiento es subjetivo. Se comprende entonces aquello de que la belleza es una forma de acceso a la verdad, pues el sujeto conoce lo que está dentro de él, y entre las cosas que están dentro de él se halla el sentimiento que fundamenta la belleza. Pero si el conocimiento es subjetivo, es, por lo tanto, obra del sujeto, lo cual significa que el sujeto crea o constituye la realidad al pensarla. También esta idea será recogida por Nietzsche. Desde un punto de vista semejante, todo en la vida del sujeto es creación, y por lo tanto todo es arte, y de hecho el héroe romántico transforma su propia vida en una obra de arte, se define a si mismo de una manera no racional, sino estética. Los personajes románticos se guían por la pasión, que normalmente les conduce hacia un destino trágico, precisamente en ello reside su grandeza.
De hecho, aunque el movimiento romántico esté estrechamente vinculado con el idealismo, el arte romántico se independiza de la filosofía en tanto que no busca ninguna justificación en ella; el arte se basta a si mismo de la misma manera que la belleza se basta a si misma, no precisa de ninguna metafísica para existir.
Otro de los grandes pensadores del Romanticismo, Schiller, preocupado por el desgarro de la condición humana que supone la oposición entre naturaleza y espíritu (o entre el determinismo natural y la libertad), aboga por la estética como medio para reconciliar ambas esferas, es decir, aboga por una estética didáctica que conduzca al ser humano hacia una ética que le permita superar esa oposición. La estética cumple, por lo tanto, una función social importante; la de educar al individuo. Dicho de otro modo, ya que el arte es una forma de acceso al conocimiento, hay que educar al individuo, no mediante la ciencia, sino mediante la estética.
Curiosamente, el idealismo alemán es fuertemente nacionalista. Ello constituye una asombrosa paradoja, ya que si lo único que existe es el Yo, y se niega rotundamente la existencia de un mundo exterior independiente del sujeto, ¿cómo es posible entonces que el sujeto pertenezca a una nación determinada? En todo caso la nación estaría dentro del sujeto, y no el sujeto dentro de la nación. Esta contradicción, como ocurre frecuentemente en filosofía, es alegremente obviada por los idealistas alemanes.
La negación del mundo físico y el nacionalismo sólo son compatibles si tenemos en cuenta que el idealismo alemán toma el relevo de la metafísica para perseguir el mismo fin que los filósofos persiguieron desde la época de Platón: el poder político. Recordemos que la filosofía (que estuvo vinculada al poder durante toda la Edad Media) cayó en desgracia cuando la ciencia moderna inició su andadura, desenmascarando los viejos errores de la metafísica. Era preciso recuperar el poder, la posición privilegiada de saber dominante, y para ello resultaban necesarias dos cosas: volver a arrebatarle a la ciencia el patrimonio de la Verdad (negación del mundo físico) y crear una Verdad nueva (nacionalismo). Así, la patria alemana se postulaba como una nación única, capaz de guiar a Europa y al mundo entero, y ese carácter singular de Alemania radicaba en su cultura, es decir, en su filosofía (ya hemos hablado, en el capítulo anterior, de la naturaleza “filosófica” de la lengua alemana). Comenzaba a escucharse, de una forma vaga e imprecisa, el sonido de las botas que, años después, caminarían con paso marcial en los desfiles nazis. Los que, como Adorno, afirman que la ilustración y la “razón instrumental” (eufemismo para nombrar la ciencia) nos condujeron al holocausto y a las cámaras de gas, deberían haber reparado en que el fascismo y el nazismo son, precisamente, movimientos de inspiración romántica y, por lo tanto, anti-ilustrados y anti-científicos. Heidegger, el filósofo nazi por excelencia, era especialmente crítico con la ciencia y con la tecnología.
Sin embargo, al margen de sus implicaciones políticas, el idealismo fue la llave que hizo posible el giro de la estética hacia el arte, legitimándolo como forma de conocimiento y reconciliándolo con la filosofía.
Hasta ahora hemos abordado el giro estético de la filosofía. Hemos visto cómo la ciencia surge en el Renacimiento y, en poco tiempo, arrebata a la filosofía buena parte de su objeto de estudio, obligando a la metafísica a replegarse entorno a un método (la duda metódica) cuya consecuencia es la noción cartesiana de certeza. Hemos visto también que la noción cartesiana de certeza lleva a la metafísica a un callejón sin salida que pasa por los empiristas, continúa en Kant y desemboca en el idealismo alemán. Todo ello sucede mientras la ciencia empírica progresa de forma espectacular y extiende sus tentáculos a otros campos de investigación, de tal forma que el éxito científico crece en proporción inversa al declive metafísico, lo cual obliga a la filosofía a desplazar su atención hacia la ética y la estética.
Podríamos afirmar que en Kant el giro estético de la filosofía completa su primera fase. Ahora, situados ya plenamente en el campo de la estética, analizaremos cómo su principal objeto de estudio se desplaza del concepto de belleza al concepto de arte.
Éste “giro dentro del giro” comienza con Fichte, prosigue con Hegel y concluye en la obra de Nietzsche.
Lo que debe ser explicado no es tanto por qué la filosofía dirige de repente su atención hacia el arte, sino algo distinto; por qué la filosofía no puede ya seguir hablando de la belleza. La belleza es un concepto metafísico, y nos hallamos en una época donde la maltrecha metafísica es incapaz de dar cuenta de sus propios conceptos. ¿Cómo tomar la belleza como objeto de estudio de la estética sin ampararse en una metafísica previa que nos explique qué es exactamente aquello que llamamos belleza? Algo parecido ocurre en el campo de la ética con la idea de bien (por eso surgirán a partir de este momento modelos éticos que abandonarán la idea de bien absoluto o de ley moral absoluta, y se centrarán en una ética práctica, como es el caso del utilitarismo).
La belleza como concepto absoluto, con una existencia real e independiente de los seres humanos, era posible en el mundo platónico de las ideas, pero en la época que nos ocupa resulta demasiado problemática. Una estética que tuviera la belleza como principal objeto de estudio hallaría graves dificultades de fundamentación: o debería asumir esa existencia absoluta de la belleza (lo cual requeriría un sistema metafísico que la hiciera posible) o caería en un relativismo que terminaría por deslegitimarla.
Era preciso, pues, encontrar un concepto más mundano y asequible donde la estética pudiera hincar el diente sin tener que buscar enojosas y complejas justificaciones metafísicas. Como ya hemos dicho anteriormente, ese concepto no es otro que el arte.
El arte no precisa de justificaciones metafísicas, no necesita ser fundamentado, es una actividad inherente al ser humano; las manifestaciones artísticas se han producido en todas las épocas y en todas las civilizaciones sin excepción, las obras de arte no son entidades abstractas, sino objetos físicos (entendiendo por objetos físicos aquellos que pueden percibirse a través de los sentidos, que pueden observarse, palparse o escucharse). Nadie cuestiona la existencia de un cuadro, una sinfonía o una catedral.
¿Cómo completa la estética su recorrido desde la belleza hasta el arte?
En primer lugar considera la belleza, en segundo lugar la divide entre belleza natural y artística, en tercer lugar lanza por la borda la belleza natural y se centra en la belleza artística como único objetivo, y en cuarto lugar desvincula los conceptos de belleza y arte, y adopta al arte en si mismo (no en tanto que bello) como objeto de estudio.
Es preciso señalar que la filosofía no se interesa por el arte de una manera “natural”, no llega al arte siguiendo ningún hilo argumental que explique su cambio de actitud. El interés filosófico por el arte nace de la incapacidad de la estética para fundamentarse en base a un objeto de estudio más elevado (la belleza), que era lo que en un principio pretendía (recuérdese la definición de Baumgarten).
Seguidamente analizaremos el giro hacia el arte desde la obra de dos pensadores: Hegel y Nietzsche, considerando al mismo tiempo los avances científicos y tecnológicos que se producen a lo largo del siglo XIX y su influencia determinante en el campo de la filosofía y, más concretamente, en el de la estética.

Ricard Desola


(continuará ...)

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4 Comentarios

  1. Mis felicitaciones Ricard, sigo enganchado a tu trabajo.

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  2. Un excelente discurso sin duda, pero personalmente sostengo que el romanticismo es la última consecuencia "lógica" del antropocentrismo pregonado durante la Ilustración, exaltando la libertad individual (principios de la Revolución Francesa, hito considerado el comienzo del Romanticismo). La naturaleza subjetiva del hombre se proyecta en la sociedad y se busca la identidad nacional como medio para lograr el conocimiento del individuo que está inserto en esa comunidad, este es el sentido del nacionalismo que de una manera muy coherente recoge la élite burguesa (que profesa el liberalismo político) de algunas repúblicas para independizarse (esta idea alienta la independencia de las repúblicas latinoamericanas de la entonces Corona Española). Citas con acierto a Kant y a Hegel, pero si te acercas a Göethe en su última etapa (al igual que cualquier prerromántico) podrás ver con claridad que el Romanticismo es la exaltación de las ideas ilustradas, no hay ruptura sino continuidad.

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  3. Amigo Roberto, tu punto de vista está más extendido que el mío, pero yo no lo comparto. Si bien el romanticismo puede entenderse como una consecuencia "lógica" de la ilustración (aunque sea a modo de antítesis por decirlo al modo hegeliano), no creo que pueda considerarse una continuación. Tus reflexiones sobre el nacionalismo son acertadas, pero el nacionalismo es, por así decirlo, un efecto colateral. Desde mi punto de vista, el abismo radical que se abre entre ambos movimientos es su valoración de la ciencia como fuente de conocimiento (ensalzada por los ilustrados y denostada por los románticos). Lo que aquí se oculta es, a mi juicio, una guerra entre dos formas distintas de saber: una de ellas (la ciencia) en los albores de su desarrollo y la otra (la filosofía) en su decadencia. El idealismo romántico es una negación del mundo, precisamente porque el mundo es aquello susceptible de ser estudiado por la ciencia moderna, y el romanticismo, al oponerse a la ilustración, niega el propósito que la ciencia empírica persigue, con todo lo que ello implica. Este punto es importante, porque muchos autores del siglo XX hablan de la crisis de la modernidad y acusan a la ilustración y a la ciencia de haber incumplido su promesa de liberar al hombre de la ignorancia y el dolor. Yo creo que es una crítica injusta, una especie de rabieta de los filósofos contra los científicos, que desemboca en la negación de los postulados ilustrados y de la modernidad y que nos sitúa en un supuesto espacio al que llaman "postmodernidad". Hoy en día todo el mundo acepta que somos postmodernos, aunque yo lo pongo en duda; creo que la modernidad todavía no ha terminado y que la ciencia empírica y la tecnología (tan criticadas en el siglo XX por pensadores como Adorno o Heidegger) todavía rigen nuestra cultura y nuestra sociedad con unas promesas de conocimiento y liberación plenamente vigentes. Fíjate, por ejemplo, en los anuncios de la tele. Incluso para anunciar un yoghurt nos dicen que tiene "bífidus activo" y que tal o cual producto posee una eficacia "cientificamente probada".
    Entre ciencia y filosofía (o ilustración y romanticismo) está claro quién gana la partida, y no creo que la modernidad esté superada en absoluto.
    En fin, el tema da para un largo debate.
    Gracias por tu interesante comentario, y un abrazo.

    Ricardo Desola.

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  4. Mis conocimientos sobre el tema son limitados, sin embargo, me gustaría apuntar que Pep García-Borés, Psicólogo Social de la Universidad de Barcelona, señala algo en la línea que comenta Ricardo Desola. El pensamiento del hombre acutal está a caballo entre el modernismo y el posmodernismo, pero sin haber llegado a lo segundo. Por lo tanto, se queda inmerso entre una lógica pasada y otra que todavía no comprende del todo y que cambia constantemente.

    Beatriz Pérez

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