“La Nota Rota” de Francisco Javier Irazoki: GUILLAUME DE MACHAUT


Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) fue miembro del grupo surrealista CLOC. La Universidad del País Vasco editó en 1992 toda la obra poética que Irazoki había escrito hasta el año 1990. El volumen, titulado Cielos segados, comprende los libros Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita. La editorial Hiperión le publicó en 2006 el libro de poemas en prosa Los hombres intermitentes. Desde 1993 reside en París, donde ha cursado diversos estudios musicales: Armonía y Composición, Historia de la Música, etc.










GUILLAUME DE MACHAUT


Queridos cangrejos y laberintos:
Lo descubrí en mi primer año de Historia de la Música, cuando los alumnos debíamos escuchar y analizar su Ma fin est mon commencement, un rondó para tres voces. La música y las palabras me parecieron bellas. Pero la belleza era sólo la masa flotante de un iceberg diabólico. El compositor y poeta había usado la técnica que los franceses llaman à l’écrevisse (contrapunto en el que la voz superior es el movimiento retrógrado de la voz mediana), y únicamente examiné mi incapacidad.
Guillaume de Machaut nace en Champagne. Sin documentos que lo prueben, sus biógrafos ponen una fecha neblinosa: “hacia 1300”. Creen que estudia Teología en París y que logra el grado de magister. La niebla se disipa a partir de 1323: una bula papal sitúa a Machaut como clérigo y secretario del rey ciego de Bohemia, Juan de Luxemburgo, a quien acompaña en sus expediciones polacas, lituanas, moravas e italianas. Por muy religioso que sea, no renuncia a la vida de pompa, y en 1337, al dejar la corte para instalarse en Reims, sigue gastando lujo. Empieza a componer músicas y poemas.
Conoce un tiempo de cambios drásticos. La burguesía mercantil desecha las costumbres feudales, y en su patria, con los primeros Valois, también las artes cambian. Llega el Ars nova. Las teorías son de otro músico francés, Philippe de Vitry, pero Guillaume de Machaut consigue aplicarlas como nadie. El cuidado armónico, la liberación del ritmo, el gusto por la complejidad y una poesía elegante y ligera, adaptada a la música, aparecen en todas sus obras.
Muerto su rey en la batalla de Crécy (1346), Guillaume es empleado en la corte de Bonne de Luxemburgo, hija del antiguo soberano y esposa de un príncipe de Francia, Juan de Normandía. Tras la muerte de Bonne, se pone al servicio de Carlos el Malo, torvo monarca navarro, a cuyo lado demuestra tanto ingenio político como musical, porque, en plena Guerra de Cien Años, conserva las relaciones con las cortes franceses sin herir la anglofilia de su nuevo protector.
Más de doscientos años antes que Claudio Monteverdi, Guillaume de Machaut cumple el papel del artista revolucionario: resume la tradición, crea el presente e indica el futuro. Fija normas para el lay, el canto real o la balada; sus investigaciones son la base de las misas sinfónicas de los siglos XV y XVI; transforma el arte lírico. La belleza de su Messe de Nostre Dame, primera misa polifónica homogénea, no ha envejecido. E influye en otras artes. No sé quién dijo inteligentemente que, “gracias a los sortilegios rítmicos del Ars nova, la arquitectura de la época es una música petrificada”. Ponía dos ejemplos: las basílicas de Amiens y Reims.
Y tampoco falta una historia de amor. Guillaume de Machaut compensa el fastidio diplomático con el disfrute de los pentagramas, la caza y la equitación, pero de repente se vienen abajo sus defensas clericales. Quizá con más de sesenta años, se enamora de una adolescente, Péronnne d’Armentières. Hay abundante correspondencia, y el músico y poeta crepuscular dedica cerca de diez mil versos a la muchacha. La pasión, que dura aproximadamente un lustro, está recogida en Dit de la Vérité y Livre du Veoir Dit.
Muere en Reims, en 1377.
Sabemos poco de los años finales de Guillaume de Machaut. Algunas crónicas lo relacionan con Pierre de Lusignan, rey de Chipre, o con un Amédée de Savoie. Después, al igual que en Ma fin est mon commencement, vuelve la niebla, que camina como un cangrejo, y se encierra en el laberinto.




FRANCISCO JAVIER IRAZOKI


(Del libro “La nota rota”; Hiperión, 2009)

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