En torno a un fragmento de Fausto: De noche

Manuel Martínez Forega (Molina de Aragón –Guadalajara-, 1952) es poeta, ensayista y traductor. Ha publicado una treintena de títulos de esas disciplinas. Con He roto el mar obtuvo el premio de poesía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en 1986, publicado en 1987 y cuya segunda edición apareció en 1993 en Prensas Universitarias de Zaragoza. En 2005 ganó el Internacional “Miguel Labordeta” con 333 días. Ademenos (2008), su último título de poemas, ha sido reciente finalista del Premio Nacional de la Crítica 2009. También se le otorgó en 2002 el Premio Europeo a la traducción por su versión de El legado de François Villon. Preparó la edición antológica 20 poetas aragoneses expuestos para la Exposición Internacional Zaragoza 2008, ha editado, introducido, anotado y coordinado Toda la luz del mundo. Minimal love poems de Ángel Guinda, texto traducido a todas las lenguas de la Comunidad Europea. Y ha traducido, introducido y anotado la única edición castellana canónica de Monsieur Teste de Paul Valéry, amén de dar a conocer en España a los poetas checos Josef Kostohryz y Frantisek Halas y la poesía del francés André Pieyre de Mandiargues. De vez en cuando, hace crítica literaria en la prensa periódica y, más asiduamente, practica el reportaje y el artículo de opinión en la revista especializada Jara y Sedal Pesca.
Fundó algunas colecciones de poesía como “La Gruta de las Palabras” de Prensas Universitarias de Zaragoza y “Cancana” y “Libros de Berna” de Lola Editorial; el ciclo “Poesía en el Campus” de la Universidad de Zaragoza también se encuentra en su haber. Fue el editor de la Revista Pasarela de Artes Plásticas.

(fotografía: Manuel M. Forega: Columna Villarroya).




Johann Wolfgang von Goethe
En torno a un fragmento de Fausto: «De noche»


Manuel Martínez Forega

«De noche» es un fragmento de la primera parte de Fausto, aparecida en 1808 (la segunda parte, aunque concluida en enero de 1832, dos meses antes de su muerte, fue publicada póstumamente), de Johann Wolfgang von Goethe (Francfort, 28 de agosto de 1749 - Weimar, 22 de marzo de 1832). Calificado más comúnmente como poema dramático (aunque también como pura obra dramática), Fausto, representa, a su conclusión como obra ya definitiva, la continuidad de uno de los mitos de los que se apropió el romanticismo para definir muchos de los rasgos de sus principios ideológicos, estéticos y literarios (el carácter rebelde del héroe, su enfrentamiento a Dios, el afán de conocimiento y de progreso, la espiritualidad pagana, lo demoníaco como tránsito del conocimiento...1) y cuya repercusión alcanza sin duda hasta nuestros días. Si la primera parte de Fausto ve la luz en pleno auge del nuevo movimiento romántico europeo, la segunda aparece cuando esa nueva sensibilidad europea prácticamente ha concluido en el continente, aunque no en todos los países (no en España, por ejemplo). Fausto retoma ese mito procedente de una leyenda casi sin edad, aunque el antecedente literario más próximo se encuentra en La trágica historia del Doctor Fausto, del británico Christopher Marlowe (1564-1593), una de las últimas referencias del humanismo y antesala de un siglo —el del barroco— en el que sobresaldría la figura del hombre de acción como paradigma del héroe dramático (en España, las obras de Lope y de Calderón ponen bien a las claras esa figura, de coetánea y aun posterior irradiación europea, y que no falta en Fausto; antes al contrario, es más que evidente). No es casualidad que el autor alemán fuera asimismo calificado como uno de los últimos humanistas (su formación multidisciplinar así lo atestigua) y asimilada su figura a la de humanistas clásicos como Leonardo o Miguel Ángel. Pero estamos hablando de un autor del siglo XVIII que muere en el XIX. Estamos hablando de un autor formado en la Ilustración, de ingente sabiduría, pero que dio pábulo —y aun instituyó—, con todas sus consecuencias, las bases del Romanticismo.


«De noche»2 se presenta como una acto teatral, con tres escenas, cuyo tiempo transcurre, linealmente, en una noche («Oh, reflejo de la luna llena...» —página 64— / («Lo dedico, con toda mi alma, como saludo festivo y solemne, a la mañana.» —página 74—). El espacio se especifica en la acotación portical: «(En una habitación gótica, estrecha y de altas bóvedas...)»; espacio, por otra parte, que señala uno de los ambientes típicos románticos (ya Horace Walpole, en su Castillo de Otranto3, había dado las pautas de este contexto gótico que reiteraría hasta la saciedad la literatura romántica, ampliándolo incluso al Medievo todo como escenario de sus acciones) y cuya acción se desarrolla a través de los dos monólogos de Fausto y tres diálogos (entre Fausto y Wagner; entre Fausto y el Espíritu de la Tierra; y entre Fausto y los dos coros). Presenta, además, diez acotaciones internas dramatúrgicas y las dos formales que describen la entrada del personaje Wagner (escena 2ª), por un lado, y la acotación ambiental que abre la escena 3ª.
En este acto, pues, se nos presenta a un personaje que ha acumulado una inmensa sabiduría, un profesor universitario que se ha pasado la vida encerrado en su estudio, rodeado de libros, retortas, mapas y crisoles, experimentado todo lo que se puede experimentar con el puro intelecto y que, consciente de que a su vida le falta algo, reclama la ayuda de la magia para comunicarse con aquellos espíritus que puedan proporcionarle una vida plena de goces y de acción, y ello aun cuando le cueste la vida (página 66). Este argumento encierra el asunto central del fragmento, no otro que el del hombre que anhela conocerlo todo y, para conseguir su propósito, debe enfrentarse a la razón y a la ética heredadas de su formación escolástica (la afirmación —página 63— con que comienza el drama no puede ser más ilustrativa a este respecto). Un hombre, en fin, que debe, por extensión, rebelarse contra el modelo social que él mismo representa: el esbozado por una razón que ha abolido su capacidad sensual y que le impide experimentar con otros elementos (los puramente sensitivos, o humanos) residentes más allá de la disciplina empírica.
Se apoya Fausto en una solución ontológica, en una reflexión interior que descubra lo esencial de su ser y que le revele hacia dónde ha de dirigirse. Frente a este ontologismo —entendido en su sentido platónico, o, lo que es lo mismo, como la luz que nos descubre las cosas del mundo—, Goethe perfila en Wagner su opuesto: un ser cuya preocupación antropológica de corte socrático —«deja la Naturaleza para los dioses»; es decir, un análisis de la conformación externa del hombre—, no conduce sino a la simple lamentación de no poder saberlo todo por una circunstancia puramente biológica (página 68). Como Fausto, Wagner quiere conocerlo todo, pero su resignación determinista choca frontalmente con la resolución de Fausto en el ejercicio del mismo deseo. Mientras Wagner se retira a descansar (y «mañana será otro día»), Fausto prolonga su vigilia invocando a ese «Espíritu de la Tierra», mercurial, alquímico, mágico, revelado a través de fórmulas que escapan a la metodología racional porque el verdadero conocimiento se encuentra oculto: «Por eso me he entregado a la magia; para ver si por la fuerza y la palabra del espíritu me son revelados ciertos misterios» (página 63). Fausto se rebela no sólo contra la razón, un valor obsoleto, fenecido y representado aquí en las calaveras: «En lugar de la naturaleza viva en medio de la que Dios puso al hombre —se dice—, lo que te rodea son osamentas de animales y esqueletos humanos» (pag. 64). Fausto se encuentra rodeado por una naturaleza muerta que resulta ser la alegoría o representación del final al que le ha conducido la sabiduría convencional del siglo. Pero Fausto se rebela también contra ese otro destino que le ha procurado la razón, contra ese conocimiento eurítmico fundado en el convencionalismo disciplinar, en la medida, en el justo medio de una virtud moral muy lejos de satisfacerle; de ahí que exija otro sino, un nuevo acaso. Aquel «Espíritu de la Tierra» le ha lanzado «con un empujón cruel al destino inseguro de los hombres» (pág. 70). Inseguro, naturalmente, porque todo aquello que escapa a la simple razón, al dominio regular del hombre, produce miedo e incertidumbre. Fausto, no obstante, como buen representante de la sensibilidad romántica, no tiene miedo a nada (página 63) y ese su acto de rebelión —revelador, asimismo, del nuevo hombre del siglo XIX— es tanto un acto de voluntad en la elección de su propio destino, ya individual, como un gesto de oposición radical («La razón y el buen sentido se manifiestan con muy poco arte.» —página 68—) a los principios que regían en el siglo XVIII el buen gusto, la concepción social del hombre y el decoro moral de las costumbres, valores que el siglo precedente pretendió que fueran incontestables.



Ya en sus primeras palabras advierte cuál es la consecuencia de ese talante dieciochesco: «...hará diez años que arrastro a mis discípulos de arriba a abajo, en dirección recta o curva, y veo que no sabemos nada.» (Página 63). Frente a esta certidumbre (que «consume su corazón»), el «Espíritu de la Tierra», por contra, afirma: «...en la tempestad de la acción, subo y bajo en oleadas, me agito de un lado para otro. El nacimiento y la sepultura son un mar eterno, una trama cambiante, una vida candente que voy tejiendo en el veloz telar del tiempo, para hacerle a la divinidad su manto viviente.» La contraposición es más que clara. La razón del ser humano ha sometido la Naturaleza a sus normas hasta dominarla, convicción que para el hombre del siglo XVIII era irrefutable. Sin embargo, esta ilusa creencia sólo había conseguido, en todo caso, encarcelarla, encerrarla en una especie de enorme jaula en la que la reiteración de las reglas no producía más que hastío, abulia, como quien contempla en un zoológico al mismo tigre repetir una y otra vez idénticos gestos, idénticos movimientos; una naturaleza aparentemente viva, pero muerta, que priva a Fausto de «toda alegría» (página 63) y opuesta diametralmente a una «trama cambiante», a «una vida candente», a un «manto viviente» cuya verdad han desvelado las palabras del «Espíritu de la Tierra». La certeza de Fausto la constituye su fe en esta creencia, la cual ya no pertenece al ámbito teológico. El éxtasis, el trance que Fausto experimenta es de orden sensual, y es su causa no una disposición mística, sino una predisposición terrenal, natural, cósmica. Al abrir el libro de Nostradamus, Fausto siente que un deleite recorre todos sus sentidos. «Siento cómo la joven felicidad vital me fluye por los músculos y las venas con renovado ardor. ¿Fue acaso un Dios el que escribió estos signos que calman el furor de mi interior, llenan mi pobre corazón de gozo y, con un impulso secreto, me desvelan las fuerzas naturales? ¿Soy acaso un dios? Todo se llena de claridad. En estos trazos puros se evidencia ante mi espíritu la activa naturaleza.» (Página 65) Y esta fe nueva, capaz de renovar su adormecida sensibilidad, ya no es producto —digámoslo— de una lectura de las escrituras sagradas al uso, sino de un texto marginal, condenado por aquella moral reglada y cuyo autor ya no es un iluminado evangelista, sino uno de aquellos «pocos que sabían algo, y que insensatamente no se cuidaron de expresar lo que llevaban en su lleno corazón, mostrando a la plebe su sentimiento y su punto de vista [y que por eso mismo], fueron llevados a la hoguera.» (Página 69). Una nueva fe que contiene también una revelación de nuevo terrenal, tangible, vislumbrable. El tránsito sensual que Fausto ha sufrido embargado por la «activa naturaleza», le revela otra verdad: «Ahora sí que entiendo lo que dice el sabio [Nostradamus]: “No está cerrado el mundo espiritual; son tus sentidos los que están cerrados, es tu corazón el que está muerto; discípulo, levanta, y baña infatigablemente tu pecho terrenal en la aurora”.» (Página 65). Fausto lo comprende porque ya su intuición y su experiencia le habían transmitido algo semejante, y así se lo hace saber a Wagner (página 68).
Pero esta fe nueva, ¿no es para Goethe sustitutiva de la convencional cristiana? Podemos decir que sí. Fausto ha suplantado esa fe cristiana por una fe pagana, por una espiritualidad terrena, mercurial desde el punto de vista alquímico. Y esto es así deducido de sus propias palabras: cuando el «coro de ángeles» y el «coro de mujeres» anuncian la resurrección de Cristo y el pasaje evangélico del embalsamamiento de su cuerpo, Fausto sólo puede responder: «Oigo el mensaje, pero me falta la fe.» (Pag. 73) Esa religiosidad aprendida, inducida, que no ha sido producto de su propia meditación, Fausto la reduce a simples y «animados juegos juveniles y de libre dicha en la primavera» o, asociada al recuerdo, la simplifica más netamente a «sentimientos pueriles» (página 74).
Su decisión, su voluntad de acción, sobreviene del análisis reflexivo, sí, pero el cual le persuade de toda duda. Los hombres como él —medita— «Cuando alcanzamos lo bueno de este mundo, le damos el nombre de locura y engaño. Los magníficos sentimientos que nos llenaron de vida, se quedaron anquilosados en el caos del mundo. Si con audaz vuelo la fantasía se lanza, esperanzada, ampliando el espacio hacia el infinito, le basta luego un pequeño recodo si, pasada la fortuna, fracasa en el torbellino del tiempo. La preocupación anida de inmediato en las profundidades del corazón; allí da pábulo a secretos dolores, se mece, inquieta, y perturba el plan y la calma; se cubre constantemente con máscaras nuevas» (página 70). Fausto decide prescindir definitivamente de tales inquietudes y demostrar al mundo y, sobre todo, a sí mismo, que llegó el momento: «Ya es hora de demostrar mediante hechos que la dignidad del hombre no cede ante la grandeza de los dioses; que no siente temor cuando se encuentra ante esa oscura sima en la que la fantasía se condena a su propio tormento; que no elude adentrarse por ese estrecho pasaje, alrededor de cuya abertura arde en llamas el infierno entero; que puede, resuelto, decidirse a dar ese paso, aun a riesgo de convertirse en nada.» (Página 72)
Se trata de una decisión delicada (aunque no limitará su acción conforme avance la obra) y aún le asalta la duda. Si pudo invocar al «Espíritu de la Tierra», no puede, sin embargo, retenerlo «¿Quién me enseñará ahora?, ¿qué debo evitar?, ¿debo obedecer a aquel impulso?» (pág 70). Fausto no será él hasta que no se asemeje al «Espíritu de la Tierra», quien, antes de desaparecer, le había advertido: «Te asemejas al espíritu que concibes, no a mí.» (Página 67).
Sólo de un modo puede Fausto, finalmente, tomar una determinación: adoptando, antes, otra: ingerir una droga (opio seguramente): «Te saludo, redoma singular, que ahora, con respeto, recojo de tu estante. En ti venero el ingenio y la habilidad del hombre. Tú, síntesis de todos los propicios jugos que adormecen. Te miro y el dolor queda paliado; te tomo y se moderan mis ansias, la marea del alma va bajando más y más. Soy transportado hacia alta mar, el espejo del agua brilla a mis pies: un nuevo día llama a orillas nuevas.»
En fin, y para concluir, Fausto, no sólo constituye uno de los paradigmas de la renovación estética (el Romanticismo) que acabó con el neoclasicismo, sino que encierra uno de los mitos fundamentales y uno de los personajes emblemáticos del espíritu de la civilización europea. Sus rasgos psicológicos no definen sólo la esencialidad del ser humano debatiéndose permanentemente entre lo que es y lo que querría ser; entre su afán de conocimiento y sus propios límites; entre él y sus circunstancias (como diría Ortega y Gasset); entre la realidad y el deseo (como diría Cernuda); o, más modernamente, entre su persona y su personaje. No define sólo los rasgos esquizoides de ese ser humano que se debate entre la esencialidad, la accidentalidad y la transitoriedad (diríamos entre el ser, el estar y el parecer), sino que conforma la imagen del hombre actual (tal vez porque el Romanticismo sea un movimiento hoy todavía no superado), ávido de conocimiento, incómodo ante sus propias limitaciones, deseoso de traspasar las fronteras científicas y morales, con su afán por transformar el destino y tomando la sabiduría como fundamento de la acción. Obra que no pudo ser escrita más que por quien era, a su vez, víctima de esos mismos debates y de sus contradicciones. Pues no siendo Goethe un romántico cabal, tampoco es un ilustrado. Sólo a base de una rigurosa disciplina consiguió el equilibrio espiritual. Pudo llevar, al contrario que muchos de los escritores románticos, una vida cómoda que le permitió estudiar, leer, ver mundo a su gusto y escribir sin prisas. Aunque fue, en cierto modo, un producto de la Ilustración, abanderó el romanticismo más radical. Goethe se sentía a gusto con los ilustrados franceses, pero, por una prudencia rayana en la antipatía, jamás mostró su entusiasmo por ellos, ni siquiera con Denis Didérot, cuya novela Le neveu de Rameau tradujo al alemán. El romanticismo, con sus pasiones desencadenadas, sus turbulencias y su individualismo a ultranza, llegó a cargarle un poco, sin embargo, no sólo postuló muchos de sus principios, sino que, además, admiraba a Lord Byron, quien personificó una de las esencias del romanticismo. Vivió como un gran burgués, sin permitir que sus deseo le llevarán al abismo donde iban a parar algunos de sus personajes más célebres.
1 Para un seguimiento exhaustivo, véase Claude Edmond Magny, «La participación del diablo en la literatura contemporánea», en John Henninger y otros, Lo demoníaco, Caracas, Monte Ávila, 1970, página 181-237.
2 Johann Wolfgang von Goethe, Fausto I, Madrid, Espasa-Calpe, col. «Austral», edic. y traducc. de Miguel Salmerón; prólogo del Duque de Alba, páginas 63-75.

3 Véase «Fantasmas góticos en la Inglaterra del Siglo de las Luces», en Luis Alberto de Cuenca, Bazar. Estudios literarios, Zaragoza, Lola Editorial, col. «Cantárida», 1995, páginas 121-144.

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2 Comentarios

  1. Uhm, que lindo , he disfrutado las frases, el texto en general, excelente, felicitaciones a Manuel.

    Lily Chavez

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  2. Excelente trabajo, gracias por ofrecernos textos de calidad.
    Felicitaciones al autor y a La Nausea.
    salvador

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