Un recorrido por las huellas poéticas de Fernando Sarría

Fernando Sarría Abadía (Ejea de los Caballeros, 1957), ha publicado los libros de poemas El error de las hormigas (Eclipsados, 2008), El Alhaquín (Acqua, 2009) –primer accésit en el Premio de Poesía Delegación del Gobierno 2008–, Todas las mentiras que te debo (Eclipsados, 2010).
Ha sido incluido en las antologías Versos sin bandera antología poética España – Colombia (Tusitala, 2009), Poesía en la margen (Certeza, 2009) y La luz escondida ( Libros del innombrable, 2010).Ha colaborado en diversas revistas literarias y culturales. Mantiene diversos blogs poéticos y literarios,entre los que destaca el que lleva su nombre: Fernando Sarría (http://fernandosarria.blogspot.com)
Licenciado en Filosofía y Letras (Historia del Arte) por la Universidad de Zaragoza, ha dedicado varios años a la investigación en Historia del Arte (en concreto a la escultura del siglo XVI aragonés). En esta materia ha participado en más de veinte trabajos en distintas publicaciones y revistas especializadas, incluyendo el ensayo monográfico El retablo aragonés del siglo XVI. Estudio evolutivo de las mazonerías (Gobiernode Aragón, 1992) y la exposición Escultura aragonesa del siglo XVI (Museo Camón Aznar, 1993).



De “TODAS LAS MENTIRAS QUE TE DEBO” (Eclipsados 2010). 


Sube al Corvette negro del 64
y crucemos bajo la noche la larga avenida del verano,
tenemos el poder de hacer de este día
a través del desierto un nuevo milagro.
Ven y deja que el tiempo sea secundario,
abrazados sobre el suelo veremos el cielo demoledor,
la caída intrascendente de otros mundos pequeños
iluminándonos desde tan lejos
como luciérnagas del Universo.
Bésame despacio, sí,
hazlo como saben tus labios demorarse en mí
y rebuscar entre lo oscuro,
en lo denso, allí donde se acumulan los murmullos
y son derribados todos los silencios.
Bésame ahora, cuando todavía me duele.
Cada vez va ser más difícil olvidarte.


Después llegaron las lluvias:
lo interminable.
Nada trae este viento, salvo el recurso a la lejanía,
un silencio rebosado, recóndito,
o entre mis manos sólo la austera sabiduría de perderte.
Suzanne lo llena de enredaderas moradas.
Su voz se lleva todo,
crece en el muro donde todavía se conserva el calor,
algo debe tener el amor cuando lo buscan,
algo debe sujetar esta bendita lluvia y su torrente.
Despiertas en medio de la oscuridad y te olvidas del verano,
todas las sensaciones son dúctiles por naturaleza,
el armiño es gris y en las nubes crecen frondas de espera.
Suena la llamada para el Orient Express,
evoca viajes de Venecia a Praga,
ese rail de sueños que será como el mapa de Europa
mientras nada separe nuestros labios.
Crece un fuego de astros silenciosos,
Suzanne, Suzanne,
¿dónde hemos perdido el anhelo de querernos?
Tomemos un barco desde ese muelle sin futuro,
partamos a Istambul, sin mirar atrás,
¡que lejos queda esa noche de S.Juan,
esa fuga ardiente junto al mar!...
No me importa el dolor de tus ausencias,
sé que tu amor vale dinero,
toma de mi cartera los últimos billetes,
he emprendido este viaje sólo para amarte.

Distintas miradas sobre “TODAS LAS MENTIRAS QUE TE DEBO”, de Fernando Sarría.

Laura Gómez Recas, nos dice:
Hay un hilo que enhebra cada poema y los hace partícipes de un único mensaje. Si la poesía es un medio único para expresarse y, en ocasiones, se convierte en algo más que un relato de situaciones y sentimientos, este poemario es la prueba evidente de ello.

Un autor a pecho descubierto. Entramado de situaciones que le acercan al lector, ávido de conocer y conectarse. Deambula en un sufrimiento existencial propio del sentido trascendente de lo humano, desgarrando el humanismo, perfilándose en el trazo de un lápiz invisible que transmite con la fiereza del Hubble.

La vuelta, el regreso, la sequedad de la consciencia, la madurez … como armas de un quijote que se adentra en el humanismo más profundo de su ser e indaga la raíz misma de su existencia.

Empapa ese hilo “enhebrador” con sus 'lugares comunes', porque no necesita los de los demás... esos le sobran... el ascensor, el viaje, el taxi, el faro, la piel, los aspersores, el café, el espejo, las aceras, el beso, la cafetería, ella, ella, ella... como nexo de unión de un sentimiento que trasciende a la voracidad del sexo o de la relación y llega hasta su centro que es, en definitiva, de lo que quiere hablar. Y la música como excusa que supera la escritura y la envuelve como si fuera una imagen poética invisible que traslada al lector a su propio imaginario para completar el riego comunicativo que con tanta facilidad ha creado. Como si hablara consigo mismo, sentado delante de un café en el velador de algún lugar oscuro del mundo. Esos lugares comunes son su toma de tierra. Tan necesaria...

Angel Guinda nos cuenta:
José Luis Alegre Cudós, en su libro Ridícula prosaica, rítmica verborrea, escribe: “Un poeta no nace de la nada”. Gran verdad.
Y mucho antes Jean Genet había afirmado que “el niño es el padre del hombre”.
Todo poeta que lo es, todo poeta definitivo, nace de algo o alguien que conmocionó los cimientos de su infancia. Es el caso de Fernando.
Fernando Sarría, pese a ser poeta –y pese a un conocidísimo verso de Fernando Pessoa- no es un fingidor.
Fernando es un motor de amor.
Otros son los que enamoran, Fernando es el que se enamora: de la vida, de las personas, y también del amor.
Fernando es, sobre todo, una misteriosa máquina espiritual de escribir poesía.
Pocos poetas como él tienen tanto entusiasmo, es decir, tanta inspiración; tanta voluntad de ser, de ser poeta.
Fernando ha escrito un magnífico libro de poesía figurativa, existencial, meditativa, testimonial, con un coloquialismo narrativo, expresionista, mágico; y una empatía con el lector, a quien hace cómplice de todas sus vivencias.
Fernando es el Azorín de la poesía actual. Cada poema suyo es un mundo, porque cada verso que lo conforma es un microcosmos sencillo y transparente como una perla de agua, como una gota de luz. Ejs.: “un botón desprendido de la camisa más querida”, “Pasa una sombra en bicicleta”, “el humo reblandeciendo las distancias”.

Según Alfredo Saldaña:
Fernando Sarría es la representación palpable de que la poesía no tiene por qué asociarse a una moda pasajera, un arrebato hormonal adolescente o un sarampión de juventud. Incombustible animador de la escena literaria zaragozana en estos últimos tiempos —desde sus diferentes bitácoras o en las muy diversas actividades de las que forma parte activa—, yo no sé si antes, cuando era más joven —es todavía un chaval, a la vista está—, Fernando Sarría escribía versos. En todo caso, si los escribía se los debió guardar para sí mismo porque, si las cuentas no me fallan, su primera entrega poética no apareció hasta 2008, cumplidos ya los cincuenta años. Ese primer libro fue El error de las hormigas y lo editó Nacho Escuín. En la contracubierta de aquel libro se advertía que su autor había escrito poesía “desde siempre” aunque tuviera que abandonarla por circunstancias que no vienen ahora a cuento. Aquel volumen se cerraba con un brevísimo poema, memorable, que en sus dos contados y medidos versos decía: “Silencio./En el viento, silencio y desierto”. Tras esa primera entrega, al año siguiente, vio la luz El Alhaquín, volumen con el que obtuvo un primer accésit en la quinta edición del Premio de Poesía Delegación del Gobierno en Aragón. Fernando me dedicó un ejemplar de ese libro con el deseo, y creo que cito sin traicionar ningún secreto, de que me gustara aunque ambos estuviésemos —así, al parecer, lo veía él— en orillas distintas del mismo río poético. Sin embargo, abro todavía hoy ese libro, casi al azar, y encuentro líneas tejidas por mano sabia que me emocionan, que me conmocionan, con las que me identifico y en las que me reflejo plenamente. Líneas como: “Un pájaro sabe de mí y calla” o “Un tren en la noche es un faro en el mar de la desolación”. Y ahora publica Todas las mentiras que te debo. En tiempos como estos, en los que el sistema literario se caracteriza por la precipitación con que poetas y editores afrontan habitualmente sus publicaciones, sorprende de una manera muy grata asistir a la presentación de un libro de poesía de una persona que respeta el oficio poético y valora sus entresijos más preciados, lo cual quiere decir que la escritura poética no tiene por qué someterse ni a la tiranía del mercado ni a la inmadurez ciega de tantos escritores anonadados por la gloria.
En Todas las mentiras que te debo la palabra es desafío del lenguaje a la posibilidad de su propia extinción, acontecimiento que se disuelve en la imagen que lo genera, y en ese sentido junto a las imágenes poéticas hay toda una arquitectura sonora y musical que arropa y envuelve el discurrir del relato, el desarrollo de las historias que se narran y que desempeña un papel importante en la construcción del texto. Así, junto a la presencia recurrente de Leonard Cohen, que actúa de hilo conductor, otras voces, otros géneros y registros musicales se escuchan como melodía de fondo en este libro: Elton John, el tango, “la voz insondable de un saxofón”, Ben Webster, el jazz, Miles Davis y su tompeta, la música que programa Kiss FM, “las viejas canciones que tienen sabor a oporto”, Pink Floyd, Patty Smith, “una romanza de Beethoven”. En fin, sonidos muy diversos llamados a musicar la diversidad de situaciones en que se materializa finalmente la vida. Compartimos —al margen de todas nuestras diferencias— un entramado de recuerdos y de deseos en el que vamos dejando testimonio no solo de lo que hemos sido sino también de lo que hubiéramos querido ser, y ese entramado se entreteje —por obra y gracia del alhaquín de turno— de una forma particular en la poesía, ese lugar al que estamos convocados y en el que permanecemos unidos gracias, entre otras cosas, a la imaginación y la inteligencia. La poesía ha sido desde siempre una práctica que desafía a todas las respuestas y donde estas constantemente nos parecen insatisfactorias. Mucho de todo esto hay en los poemas que Fernando Sarría ha agrupado bajo el título de Todas las mentiras que te debo, un libro que —ya desde la ironía que su propio título convoca— nos habla de pérdidas y ganancias, olvidos y recuperaciones, renuncias y promesas, un libro planteado como el viaje que un sujeto lleva a cabo a un mundo cuyo tiempo y espacio no habitan ya sino en su memoria, esto es, en su deseo, porque, como se lee en el poema que abre el libro: “Conmigo vienen, difuminándose, los pequeños retazos de lo muerto,/los nombres y lugares del pasado, la esencia del tiempo que he vivido”, y ello en una especie de travesía en la que el sujeto lírico —como sucedía en libros anteriores— comparte con un tú femenino que es al mismo tiempo cómplice y adversario, compañero y antagonista, unos viajes que atraviesan tiempos y escenarios recurrentes: atardeceres en los que se escucha el rumor de unos pasos perdidos, avenidas urbanas solitarias, estaciones de tren, habitaciones en las que el amor lucha por hacerse un hueco entre las cenizas del sexo, plazas anónimas donde abandonarse y en las que certificar el olvido.
Estos poemas tienen algo al mismo tiempo de cuaderno de bitácora y de banda sonora de una existencia ya que esa voz sabe muy bien que hacemos el mundo nuestro en la medida en que lo nombramos y que la vida no es nada si no hay nadie que la cite. Vivir en las palabras, ir tras ellas encendiendo “las lámparas de la noche” o ensalzando “la lluvia con todo su silencio”. Yo creo que para Fernando Sarría la poesía es palabra que refleja la huella de un tiempo vencido, palabra que lucha por permanecer en la memoria una vez que ha hecho su trabajo el ángel del olvido. Así, Todas las mentiras que te debo es un acto de restitución, un canto en contra del olvido, y frente al olvido, el silencio y la oscuridad amenazantes, la voz que aquí escuchamos pretende en su particular facebook sellar una escritura —un libro— que deje testimonio de su propia imagen, su identidad más vulnerable, consciente de que la vida no se halla muchas veces tanto en lo que se cuenta como en lo que se calla. La vida, como la escritura, es un trayecto de ida y vuelta, un viaje que llega cargado con todas sus metáforas: caminos, trenes, aeropuertos, habitaciones de hotel, muelles, aves migratorias, autobuses, mochilas.
Al margen de grupos y grupúsculos literarios más o menos organizados, Fernando Sarría ha ido elaborando una obra poética singular en el panorama literario aragonés de estas últimas décadas, dotada con unas señas de identidad con denominación de origen, rasgo de estilo que todos pretenden pero muy pocos alcanzan. La de Fernando Sarría es una voz con un sólido dominio del ritmo y la musicalidad (y ello se aprecia en casi todos los textos recogidos en este volumen), una voz, por otra parte, no prefijada sino recreada en cada línea, allí donde el texto es —como diría Bachelard— explosión del lenguaje o —como diría Kierkegaard— huella de las heridas de la posibilidad. Y ahí la memoria, rescatada de los rescoldos del incendio de la vida, desempeña un papel relevante, es testimonio de la pérdida y la desaparición. Leamos estos poemas que configuran, sin duda, el mejor de los libros escritos por su autor hasta la fecha.

Alfredo Moreno:
Personalmente me siento un poco extraño sentado aquí, en la presentación de un libro de poesía. He de reconocer que en esto de la poesía soy un converso, que durante mucho tiempo bien pudiera haber suscrito la famosa cita de Cocteau, La poesía es imprescindible, pero no sé para qué, y que hasta hace apenas cuatro años mi relación con la poesía, como con casi todo, a través del cine, se limitaba a la escena de El club de los poetas muertos (The dead poets society, Peter Weir, 1989) en la que un joven alumno al que se le ha encargado la redacción de un poema para clase de literatura, lee ante sus compañeros lo siguiente: “El gato se sentó un rato” (en la versión original: The cat sat on a mat). Sin embargo, hace unos cuatro años, como Obélix, caí en la marmita, y de repente empezaron a aparecer poetas en mi vida, a crecer como las setas, hasta el punto de que hoy tengo poetas en el trabajo y fuera del trabajo, ceno con poetas, salgo de copas con poetas, voy al cine con poetas... Poetas hasta en la sopa. Sopa de letras, por supuesto. Pero los quiero igual.
Con todo, si una persona para la que el cine es una de las tres o cuatro cosas que más le interesan en la vida pinta algo en la presentación de un libro de poesía, está claro que tendría que ser en éste. Y no sólo por la referencia a las mentiras del título –el cine, como la poesía, es una de las pocas mentiras organizadas que toleramos, porque, si bien aceptamos que alguien nos cuente una auténtica trola, la reconocemos como tal, y la consentimos precisamente porque nos despierta emociones y sentimientos que son muy reales-, sino porque la poesía de Fernando también tiene mucho que ver con las formas del cine. Sus versos son como planos de detalle (aquellos planos que particularizan en un gesto, un rasgo o un objeto que son depositarios de un valor simbólico o narrativo significativo, depositarios de una información indispensable para caracterizar la escena, la secuencia o el argumento), instantes congelados, como una foto-fija (fotografías del rodaje que se tomaban con fines publicitarios y que solían adornar el vestíbulo de las salas de cine cuando tenían vestíbulo... Y no como ahora, que parecen el Chiqui-Park) que uno observa y tras la que adivina historias.
Pero la poesía de Fernando también tiene que ver con el cine en cuanto a los escenarios. Todas las mentiras que te debo es casi una road-movie, que mezcla localizaciones geográficas muy concretas (París, Nueva York, Ámsterdam), incluido un periplo mediterráneo (Marsella, Génova, El Pireo, Estambul) que recuerda la singladura de Una película hablada (Un filme falhado, Manoel de Oliveira, 2003), con otros de carácter impreciso pero muy evocadores, como el desierto al más puro estilo Wenders, cruzado por esa línea gris de una carretera con destino a no se sabe dónde, o las madrugadas urbanas, oscuridad apenas iluminada por unos breves puntos de luz. Y también, hablando del tema de la pérdida y la ausencia, los lugares donde tan a menudo empiezan y/o terminan las historias, también un cine de despedidas: las estaciones, los aeropuertos, los puertos marítimos o fluviales, lugares de tránsito permanente, como las cafeterías (esas cafeterías de la noche neoyorquina, abiertas las 24 horas, que tan bien ha filmado Scorsese en Taxi driver (1976) o After hours (1985), o vehículos para ese tránsito, como los taxis, igualmente testigos de la noche de los que el cine guarda memoria en las películas de Scorsese o también en Noche en la tierra (Night on earth, Jim Jarmusch, 1991), en la que se retrata la noche de cinco ciudades diferentes desde el interior de un taxi. Por otra parte, también es un poemario con banda sonora (Leonard Cohen, Giusseppe Verdi, Pink Floyd, Elton John, Patti Smith, el omnipresente jazz, o la música de Kiss FM, que recuerda a las melodías ambiente de salas de espera y ascensores).
Los versos de Fernando esconden referencias directas al cine. En primer lugar, la mención directa al comienzo de un poema del pintor Edward Hopper, inspiración de una larga lista de cineastas, de Hitchcock a Wenders, de Antonioni a Coppola, de Bogdanovich a Scorsese, de Antonioni a David Lynch (y además, entre otros muchos, Leone, Brooks, Sirk, Huston, Carné, Siodmak, Delbert Mann, John Sturges, Boorman, Herbert Ross, Sam Mendes, Todd Haynes...), que guarda relación con el carácter de fotograma congelado, de foto-fija, de los versos de Fernando. Pero también hay referencias explícitas al universo de Leonard Cohen que retrata I’m your man, el documental de Lian Lunson (2006) sobre el músico canadiense, y al clásico de Louis Malle Ascensor para el cadalso (Ascenseur pour le l’echafaud, 1957). También, además de evocar los besos en blanco y negro que bien pudieran ser los que se encadenan en los últimos cinco minutos de Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, Giuseppe Tornatore, 1988), hay presente una invocación estética a la obra maestra de Kieslowski Tres colores: rojo (Trois couleurs: rouge, 1994), con esas imágenes en las que, ya sea ocupando casi toda la pantalla, ya como pequeñas notas de color, el rojo es protagonista prácticamente de cada plano.
Asimismo, hay unas cuantas referencias implícitas que pueden extraerse de la lectura de algunos versos, en particular

He tomado un taxi para huir de ti,/para desprenderme metro a metro del agobio de mi deseo

invita a recordar la maravillosa escena de Atrapado por su pasado (Carlito’s way, Brian de Palma, 1993) en la que Al Pacino y Penélope Ann Miller, en un taxi, deseosos de huir del mundo de corrupción y crimen organizado en el que viven, se detienen a comprar los billetes para un viaje que los lleve lejos de allí. La cámara, en lugar de seguir a Pacino, la estrella de la película, fuera del taxi, se queda con ella, reflejando en su rostro mudo la convulsión interior de una persona que ha de decidir el resto de su vida en apenas tres minutos, que no sabe si pedirle al taxista que ponga el coche en marcha y huir de allí sin él. Igualmente

Abrazados sobre el suelo veremos el cielo demoledor,/la caída intrascendente de otros mundos pequeños/iluminándonos desde tan lejos/como luciérnagas del Universo

remite, por ejemplo, a la escena de Antes del amanecer (Before sunrise, Richard Linklater, 1994), en la que Ethan Hawke y Julie Delpy se abrazan con nocturnidad sobre la hierba de un parque vienés mientras hacen planes acerca de si encontrarse o no de nuevo allí dentro de seis meses, y

Ando por las calles en trayectos cortos, de mi casa a la tuya,/subo en el ascensor y rozo tu puerta con la punta de mis dedos (...)/Pero está vez ya no anocheceré contigo.

trae a la memoria la escena final de Manhattan (Woody Allen, 1977), con Woody corriendo por un Nueva York en blanco y negro en busca de Tracy (Mariel Hemingway), para confesarle que cometió un error dejándola y a punto de descubrir que ella se marcha para siempre. O la imagen atribuible a Almodóvar de

en el vaho de los cristales,/en los que siempre dejas tus labios rojos.

Referencias explícitas, implícitas y evocaciones que hacen que, si tiene razón José Luis Garci y en verdad somos las películas que hemos visto, también somos los poemas que hemos leído, y ambos, el cine y los versos de Fernando, son hermosas mentiras que se nos deben.

Del Libro Babel en las manos. (Olifante Ediciones de poesía, 2011).



No sé si la última mirada de Helena
a la Troya humillada por la suerte
de un caballo de madera
tiene el mismo valor que la de Penélope,
perdida en esa línea de mar océano,
esperando un barco y a un hombre.
Posiblemente tenga igual valor estadístico
que el de la mujer de cualquier marino
que no regresa a puerto,
o la del que sufre la desaparición de lo que ama.
Cada vez que todo se derrumba,
la vida te perdona una mentira,
te deja respirar por un instante
y te causa el mismo dolor
- cruzándote como una sombra-
que a todos los héroes de la tierra
cuando su mundo se convierte en polvo o en ausencia.



Cuando el tiempo no era tiempo
sino solo el movimiento de las sombras,
mirar el horizonte era alcanzar con la mano el quebrado silencio,
la unidad de todo lo percibido,
el esfuerzo sin rostro,
mientras el dolor era la costumbre,
la aceptación,
la parte derrumbada de la casa.


LAS HORAS

Quatrivium ¿Octubre 2011?


Despierto.
Todavía las sombras alcanzan tu cuerpo.
Mi mano roza la aurora.
Siento que el silencio se armoniza en el cuarto,
trae marea alta y una brisa húmeda.
Tocarte esquivando la noche,
dejar mis dedos reposar en tu vientre,
pasarlos por tu pecho,
tibio, vivo con el ondear de tu respiración,
en una caricia sensual
que sin tú saberlo
me ha dejado náufrago,
abandonado entre las sábanas
aunque sigas durmiendo a centímetros de mí.


Se rehace la noche y esta sierpe,
que sube desde lo oscuro del corazón,
invade mis manos y late en mi cuerpo
al ritmo de una salve
que germina en sílabas húmedas
al borde siempre de mi boca.
He ardido, sí.
Ahora en las cenizas
el viento reaviva los rescoldos,
las brasas danzantes
que vuelan como diminutas preguntas
y queman de nuevo, en un instante,
la piel que cubre un bosque.
Puede el mar
(también el mar),
junto a un faro
en la serena noche,
reconstruirse en medio de esta temible oscuridad
de susurros que duelen,
cuando gravitan los pájaros sobre las islas del tiempo
y se quejan en la soledad tendida de una playa cualquiera del otoño.
La lluvia sabe del orden oscuro del silencio,
y en mis manos mojadas,
como un milagro,
hay señales de los astros.
Ardua es la tarea que me queda
cuando viene un ángel
y me condena a sobrevivir.



Epílogo


Rasgo los matices que envuelven cada acto. En cada palabra hay una sombra, en cada mirada un puente o un abismo, en una mano la tibia respuesta o ese calor decoroso que da saberse el uno al otro.
Busco en los silencios el vértice perfecto, en la luz la herida sin tacha, el filo caliente de un cuchillo, el dolor suave de la ausencia y el murmullo del aire al sentirse vivo.
Hay en el viento restos de nosotros, de otros, de todos lo que a veces te dejan emociones que nunca conociste o que nunca esperabas a esas horas invadiendo tu cuerpo o deshojando en tu cabeza todas las preguntas.
Llueve y cada gota culmina un viaje, se hace en tu piel un suspiro frío y sucumbe dormida, exhausta, aunque sea sólo eso, el resto mínimo de una nube.
Fuera de mí, en el mundo que me rodea a pocos metros, la vida me da tanto para elegir que ya, en ese proceso de desgaste que es el amanecer, debo sentirme lo suficientemente receptivo para no sólo escuchar lo que dentro se ha hecho huella o solamente el sedimento de un nueva decepción…Cada día me reserva una tarde expuesta al agotado sentimiento de la desaparición y al renacer constante del milagro de la noche, la umbría penetrando hasta el tuétano de cada uno de nosotros, cuando el universo nos coloca enfrente de un montón de pequeñas cosas llenas de preguntas y silencios.


Según Manuel Mártinez Forega:

Tengo que decir de inmediato que Babel en las manos es una muy agradable sorpresa. Ha abandonado Fernando Sarría la fugacidad del instante arrebatado (aunque aquí también haya su dosis de instinto súbito, pero es ya un instinto depurado por la ducha fría del verbo, de la morfología con la que la poesía ha de trabajar necesariamente). Fernando Sarría ha dejado en el baño las salpicaduras del deseo, del anhelo que transita por las pieles a la luz de la luna, la ductilidad del tacto carnal... todo aquello que, con ser sin duda tributo obligado, sólo humedecía los versos. Ahora no; ahora, en este libro atravesado por el mar y por alguna ojeada a los cuerpos convertidos también en almas, todo es inundación, calado, y se advierte una mirada de adentro hacia afuera y de afuera hacia adentro: una simbiosis de la mirada y el ánimo; lo material filtrado por lo ontológico y ecuménico de las cosas. Muestra, además, reposo en el decir y fluidez en el redactar: a veces, a la inversa. Observamos cómo el pensamiento atraviesa lo que mira y lo hace digno de la palabra. Los objetos se transforman en realidades etéreas y las ideas se tornan tangibles. Hay imagen y su reproducción acústica cuando las palabras se empeñan en que así sea. Hay un natural discurrir del discurso desde la atracción de lo profundo. Ha desaparecido lo anecdótico y el acento lírico alcanza cotas mucho más que estimables. Aunque se adviertan algunas referencias traídas por la pasión de la pleitesía rendida a los maestros, no desentonan, configurando así, con la sutileza imperativa que ha de revelar ese influjo, un tesoro donde advertimos, invisible, al guardián infranqueable de sus palabras. Tampoco desentonan e incluso adornan velada y justamente la presencia de algunos cultismos (ángaro, cilanco) o el léxico especializado (driza, clepsidra). He leído Babel en las manos no sólo con sus pautas rítmicas, sino con sumo gusto, y debo celebrar su escritura porque ahonda en lo trascendente y burla la trampa de lo obvio cuando se describe. Como yo soy muy valéryniano en esto de la poesía, esos rasgos de proximidad humana, de búsqueda interior, de forma ritmada, de ecumenismo (sirven para todos y de todos se toman) en los asuntos que recoge este libro, de rendición al Uno, del yo conflictivo... todos esos rasgos, digo, hacen de Babel en las manos un libro seductor. La poesía ha de contener una fisonomía capaz de distinguirse frente a cualquier otro género. Hoy no van por ahí las cosas; de hecho, van por un camino muy distinto jalonado de mentores de formación muy deficiente. Por eso mismo, el libro de Sarría sirve de azud a esa corriente última tan tozuda y construye encrucijadas para despistar a quienes recorren aquellas sendas a toda prisa. Digamos ya que, frente a la extensión de los discursos híbridos sin argumentos, Babel en las manos opone la intensión de lo sentido; frente al caos abstracto de las propuestas descriptivas, Babel en las manos opone el tan apreciado rerum concordia discors de un espíritu emocional; frente a la indiferenciación del realismo escolar, Babel en las manos opone el velo de la sensualidad y una mirada limpia, horizontal en lo que atañe al acontecer de la vida, aun en su coyuntural advertencia, y vertical en lo que incumbe a las transmutación de los objetos en entidades casi sensibles. Felicidades, Fernando. Te celebro muy sinceramente.


Otra Poética
Fernando Sarría.


Para M. Martínez Forega a propósito de su poema Poesis


Dice el poeta que el tiempo lo posee todo,
pero que cuando consigue descansar,
abrigado a la luz de algún silencio,
puede enunciar un mundo de telúricas imágenes,
ese término en que invierte las emociones
y se deja llevar por todos los arrabales de la memoria.
A pesar del aire, respirar no es sencillo.
Arder entre las sílabas que forman las cosas, al nombrarlas
en este bosque de fronda interminable,
se hace demasiado difícil en las largas tardes de invierno.
Me debe la humedad la lluvia,
su temporal devastador,
la tormenta ciega, el fuego del relámpago.
Pero soy agreste cuando solitario me habita un lobo,
camino por la senda invertebrada de la mentira
o me dejo seducir por el deseo imperturbable de mi piel.
Trae la noche ásperas estrellas,
astros calcinados hace miles de años,
y sin embargo sentirlos, suaves
como quebradas preguntas sin respuesta humana,
deja en el viento,
que me acalla, el dolor del misterio.
En la urdimbre de las rosas,
en su aroma prendido al pecho,
en esa quimera de dragón que cruza la luz
y se hace dueña del jardín
enumerando el sueño de las últimas arañas,
en su tela ya rota y apenas reconocible,
entre los pájaros ahora de silentes vuelos
o en la desarbolada rendija de frutos y guirnaldas
de las cuales se apodera el humus,
hay todavía exenta la caricia de un verano pródigo y candente,
todo lo que rezuma la sed de los días perdidos.
Desde este rincón del cielo,
o tal vez de un infierno interior y posesivo,
absorto en la ciudad y en sus arterias,
un río sin puentes se deshace en mí
y me llama a hurgar en todas las cosas que pueblan mi sangre…
tal vez sea mi poética un cúmulo de símbolos
o únicamente la manera más sencilla de pedir que me quieran,
que me escuchen y me deban algo por lo que recordarme.

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