BÉCQUER Y DANTE (Parte I) por Agustín Porras

Buen aficionado al mundo de la poesía (dirigió, entre otras, las revistas Poesía, por ejemplo, La primera piedra y El invisible anillo), coordina hoy El Alambique.
Es autor de una pequeña biografía de Gustavo Adolfo Bécquer (Ed. Eneida, Madrid, 2006), de la reciente y sorprendente edición de Nuevas rimas de Gustavo Adolfo Bécquer (Olifante, Col. Veruela, Zaragoza, 2010) y de la antología Cuatro gatos. Otras voces fundamentales en y para la poesía española del siglo XXI (Huerga y Fierro editores, 2009), un acercamiento a la obra poética de Ángel Guinda, Javier Salvago, Lorenzo Martín del Burgo y María Antonia Ortega. Como poeta, ha publicado el libro Ojalá (Huerga y Fierro editores, Madrid, 2006) y el simpático romance La mosca becqueriana (Olifante, Papeles de Trasmoz, 2009).



 BÉCQUER Y DANTE (Parte I)
Parece ser que la primera vez que Bécquer nombró a Dante en alguno de sus textos  fue en el dedicado al monasterio de San Juan de los Reyes (inserto en el primer y único volumen de su ambiciosa pero truncada Historia de los templos de España, Madrid, 1857). Dice allí, a propósito del incendio provocado en el templo por las tropas napoleónicas: “Mirad esas filas de imágenes cuyos pies lamen las lenguas de las llamas, permanecer impasibles como los precitos que contempló el Dante en su visión, inmóviles en la ribera del mar candente.”

     Algunos años después, en enero de 1861, le cita de nuevo en aquella magistral reseña con que sorprenderá a Augusto Ferrán (quien llegaría a ser su más íntimo amigo) en EL CONTEMPORÁNEO, con motivo de la aparición de La Soledad, primer libro de cantares del madrileño. En esas magníficas páginas, Gustavo Adolfo afirma, refiriéndose al pueblo: “Él inspiró al sombrío Dante el asunto de su terrible poema”.

     ¿Conocía bien nuestro poeta, por aquel entonces, la obra de Dante?, ¿o el jovencísimo periodista se ha limitado aquí a echar mano de un socorrido tópico que pudiera darle un beneficioso plus de autoridad entre los lectores del periódico que le había contratado apenas un mes antes? De lo que no hay duda es de que el interés por la vida y obra del florentino va a ir acrecentándose a partir de estas fechas, si bien la referencia expresa en sus textos aparezca sólo en contadas ocasiones: así en el que le atribuye Rica Brown, El muerto al hoyo (1862), como en Creed en Dios (1862), Los Campos Elíseos (1864), El calor (1864), Memorias de un pavo (1865), o los incompletos La mujer de piedra (manuscrito en Libro de los gorriones) y Una tragedia y un ángel (1870).


     Mención aparte merece la celebérrima rima XXIX (53), en la que Bécquer rindió un claro homenaje al genio italiano, al tiempo que nos ofrecía un documento especialmente interesante de su propia biografía sentimental. Abría Gustavo Adolfo este poema con la argumentada razón que Francesca (injustamente condenada al segundo círculo del Infierno, reservado a los lujuriosos) expone como defensa ante Dante y el mismísimo Virgilio: “La bocca mi baciò tutto tremante”.  

     Andrés Soria, en su artículo La vida de la letra (Bécquer y Dante), aparecido en REVISTA DE LITERATURA, CSIC, 1965, al referirse a dicho texto se interesaba especialmente por la que consideraba una absoluta “mimetización” de nuestro autor con respecto a su más que evidente modelo. Soria sólo se estaba refiriendo entonces al original empeño becqueriano de aprovechar el juego óptico de imágenes infinitas que reflejan los espejos para trasladarlo al campo de la literatura y demostrar así la verdadera esencia de la Poesía, de tal manera que (“como el mundo es redondo…”) el beso que ese día le unió por fin a su amada de rizos negros fue posible gracias a una lectura (aunque, dice: “no veíamos las letras / ninguno, creo”) en la que se daba cuenta de aquel otro inevitable beso, ya antes citado, entre Francesca y Paolo cuando estos se encontraban leyendo a su vez el apasionado encuentro de la reina Ginevra con Lanzarote del Lago, y…
     Pero, siendo ésta una importante observación, creo que el magisterio que el genio italiano ejerció sobre él es de mucho mayor calado.


      El interés de Bécquer por el autor de la Divina Comedia se mantuvo a lo largo de toda su vida, pues sabemos (gracias a Gamallo Fierros) que entre sus últimos proyectos figuraba la creación de una BIBLIOTECA POPULAR en la que se dieran a conocer “en edición esmerada, aunque económica” a los grandes poetas, antiguos y modernos de todas las naciones. Es a Dante, precisamente, a quien Gustavo Adolfo colocó en el primer lugar de esa incompleta nómina manuscrita que arrancaba cronológicamente con Homero y llegaba hasta Byron (último moderno que en ella se cita). Y será el pedante Narciso Campillo quien nos informe de que su amigo de la infancia, el mismísimo Gustavo Adolfo, estaba traduciendo en 1869 al genio italiano (una ilusionada empresa que, por desgracia, al igual que otras anteriores, nunca pudo llevar a la práctica) mientras él hacia lo propio con Homero (noticia que corrobora, años más tarde, Eduardo de Lustonó). Siempre nos quedará la duda de si nuestro poeta era capaz de traducir directamente del original, aunque me inclino a pensar que debió tener como modelo aquella famosa versión francesa, bilingüe, que, en 1861 y con grabados de Gustavo Doré, realizó para la casa Hachette Pier Angelo Fiorentino.

          Ramón Rodríguez Correa, en el prólogo a la primera edición de las Obras, nos avisó de la poderosa influencia que pudo haber ejercido Dante en su amigo en un determinado momento de su biografía, pero esta llamada de atención parece no haber tenido demasiado eco entre los estudiosos que le siguieron (a excepción, claro, de la inteligente Rica Brown). Concretamente, al referirse al estoicismo de Bécquer, el cubano dice (las cursivas son mías): “No encontrando realizada su ilusión en la gloria, vuélvese espontáneamente hacia el amor, realismo del arte […] Anuncióse esta nueva fase  en la vida del poeta con la magnífica composición que, no sé por qué, me recuerda la atrevida manera de decir del Dante”; y, a continuación, reproduce los dos versos con los que se abre y se cierra la rima X:


Los invisibles átomos del aire
                                         en derredor palpitan y se inflaman…
                                          . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   mis párpados se cierran…¿qué sucede?
-          ¡Es el amor que pasa!


    ¿A qué “nueva fase” parece referirse su buen amigo Correíta?
    Entiendo que esta inmersión en la obra del poeta italiano pudo haber coincidido en el tiempo con el desengaño amoroso que, según la casi unanimidad de los biógrafos, precipitó su boda con Casta Esteban. Tras unas primeras y más que comprensibles descalificaciones a su adorada de un día (“material y prosaica” la llama en la rima 7; “estúpida”, en la 65; “altanera, vana y caprichosa”, en la 75…), Gustavo Adolfo debió sublimar aquel doloroso rechazo de la idealizada Espín con la provocadora y galante determinación que le ofrecía aquel atractivo “stil nuovo”, nueva pero vieja y eterna perspectiva desde la que analizar el complejo asunto de los afectos, que tan exitosamente le abrió las puertas de la Poesía con mayúsculas. No parece casual ese cambio de actitud en el análisis sentimental, esa novedosa “manera” de la que habla Correa y que le hará decir a Bécquer en El rayo de luna (1862) que su alter ego, Manrique, “había nacido para soñar el amor, no para sentirlo.”

  ¿Nueva vuelta al más extremista amor cortés, por tanto? Parece evidente; pero ¿es que se perdió definitivamente alguna vez? He aquí las acertadísimas palabras con que finalizaba Andrés Soria su breve artículo antes citado: “Bécquer, por un momento, se superpone sobre Dante, se funde con él, porque lo que ha llevado al poeta sevillano a buscar a Dante ha sido la modernidad del florentino, que si bien realizó un viaje a las regiones de ultratumba en época lejana, lo hizo con toda su humanidad, pasión y arte de poeta, para revelar, por las palabras bien concertadas, las sabidurías ocultas”.

Como bien apunta en su prólogo Ángel Crespo, heroico traductor de la Divina Comedia al castellano ¡y en tercetos! (Seix Barral, 1977), no tengo la menor duda de que también el sevillano firmaría esta observación del castellano-manchego cuando apunta que “el amor por una mujer puede ser no sólo compatible con el amor a Dios, sino también un camino para elevarse a Él”.



* * *



       El propósito de este breve trabajo es hacer hincapié en la enorme influencia, hasta ahora muy poco reconocida, que debió ejercer en Bécquer el inspirado cantor de Beatriz. Y me ayudo para ello de un anónimo y precioso relato aparecido en las páginas del SEMANARIO POPULAR durante los días 29 de mayo y 5 de junio de 1862, curiosamente una semana antes de iniciarse en EL CONTEMPORÁNEO la publicación de Tres fechas, texto con el que guarda más que evidentes concordancias. Como ya imaginarán ustedes, me inclino a pensar que este importante texto anónimo pudiera ser obra del sevillano, aunque entenderán que no ponga mucho énfasis en ello, a la espera de voces más autorizadas que la mía. Editado por el sello Gaspar y Roig (tan estrechamente vinculado a la biografía de nuestro poeta), el SEMANARIO POPULAR estaba dirigido por Florencio Janer, cuñado del principal colaborador de la revista: el generoso y nunca suficientemente valorado Augusto Ferrán.

   Titulado “El Dante y Beatriz, o El ángel de las tres noches”, el texto al que en esta ocasión hago referencia está plagado de expresiones, de imágenes que le resultarán muy familiares a quienes frecuenten la obra del autor de las inmortales rimas; pero, como digo, lo que más me ha llamado la atención son las múltiples coincidencias que pueden establecerse entre éste y el no menos fantástico relato becqueriano ambientado en Toledo.
  
     Entre los días 20, 22 y 24 de julio de 1862, los lectores de EL CONTEMPORÁNEO pudieron leer bajo ese título de Tres fechas un texto unánimemente considerado como “obra maestra”. Desde luego, no voy a ser yo quien lo discuta; es más: creo que bastaría con este sorprendente relato para considerarle uno de nuestros más grandes poetas de todos los tiempos; hay tanta inteligencia y emoción en él que nos parece increíble sea obra de un joven de 26 años, recién casado (Gregorio tenía entonces sólo un mes de vida), y cuyo nombre aún tardaría en figurar impreso al pie de sus fantásticas creaciones. Lo que hasta ahora, en mi opinión, no habíamos apreciado, es que en él Gustavo Adolfo (¿?) muestra haber entendido (o intuido) y asimilado como nadie la sabiduría que encierra la original y poderosa voz del Dante, a quien se rinde aquí un sentido homenaje. Presten atención:



* * *




El Dante y Beatriz o El ángel de las tres noches

                                                                            En medio de una nube de flores donde los ángeles
                                                                            distribuían los aires, apercibí una beldad con un                                            
                                                                            velo blanco, una corona de olivo en las sienes, un
                                                                            chal verde y un vestido de color de fuego…
                                                                            - “Miradme, Dante, ¿me conocéis? Soy Beatriz.”
                       
                                                                                                                            DANTE:                Purgatorio, XXX.



   Entre los nombres que representan en su más sublime desarrollo el vuelo del pensamiento humano se conservará siempre el de Dante, de la familia de los Elisei-Alighieri. Ciertas épocas de la vida de los grandes hombres han permanecido rodeadas con misterioso velo que la posteridad, incitada por el poderoso atractivo de una curiosidad legítima ha querido levantar para descubrir lo que generalmente no tenía ninguna relación con el genio, objeto de sus constantes y nobles preocupaciones.


   Nunca cesaremos de preguntar y de investigar cuál fue la cuna de Homero, en qué ciudad feliz vio la luz aquel tan inmortal como famoso ciego. ¿Es verdaderamente Sócrates, con su carácter familiar, el que aparece en las obras del divino Platón? –El sepulcro de rojos ladrillos, al cual da sombra una especie de laurel silvestre y cuyas ruinas están suspendidas sobre la gruta de Pausilipo, ¿es realmente la tumba de Virgilio? –Beatriz, ese nombre que brilla como una estrella rutilante en los dos últimos cantos de la Divina Comedia, ¿es el nombre de un ser cuyas plantas tocaron real y positivamente la tierra y que tomó parte en la vida del Dante, o Beatriz no es más que una sencilla ficción que representa alternativamente la filosofía religiosa y la poesía divina? Algunos han creído deber aceptar esta última opinión, toda vez que no han estado acordes sobre la denominación que debería dársele, de teología o de poesía, o bien de matemática celeste. La generalidad ha visto en Beatriz la transfiguración de una noble y pura joven de la familia de los Portinari, a la cual Dante habría consagrado toda la admiración de su alma de poeta, y un afecto dulce y sencillo casi paternal.

   Cuando el nombre de Dante viene a sorprender nuestra imaginación, nos figuramos verle aparecer con su larga túnica, y el semblante pálido, melancólico y sombrío bajo su caperuza encarnada, como si viniera del infierno. Olvidamos que Alighieri tuvo sus bellos días de infancia, en los cuales la musa de la poesía murmuraba ya a su oído misteriosas sílabas, vago preludio de los cantos que debían hacerse oír más tarde en toda Europa: ¿no preguntamos cuál había sido la juventud de ese anciano gibelino llamado Dante, por qué impresiones habría pasado, que le hiciesen luego revestir de esa sombría y severa majestad que gravita en su obra gigantesca, el Infierno, el Purgatorio, el Paraíso?

   Beatriz y la juventud del Dante nos recuerdan una antigua crónica que describe una aparición luminosa que tuvo el poeta en tres noches, distantes unas de otras por el transcurso de muchos años.

   He aquí tan poética como fantástica narración:


I

NOCHE PRIMERA.- 128…

   Detrás de la iglesia de San Esteban en Florencia, levantábase en el año de 1280 un vasto circuito de muros almenados que describían un circuito muy irregular. Sobre la línea desigual de esta muralla se elevaban grandes y majestuosas masas de follaje, entre el cual se divisaba la parte superior de la casa Elisei. Como todas las casas y palacios algún tanto importantes de Florencia en aquella época, la casa Elisei era de sombrío y severo aspecto, contrastando extrañamente con el risueño verdor que sepultaba en parte su grave semblante. Las luchas de los partidos, las del pueblo con la nobleza, las de familia a familia, de palacio a palacio, de casa a casa, que llenaron la historia de la Toscaza durante tantos siglos, habían necesitado mil medios de defensa, medios que aparecían desde luego en el exterior de todos los edificios construidos de granito, de un color más bien que ceniciento casi verdoso, con grandes argollas, barras y linternas de hierro aseguradas en sus muros. La viña que rodeaba la casa Elisei se hallaba embebecida por el eterno verdor de los cedros, de los pinos marítimos, de los limoneros y de los alerces. En el sitio más misterioso de este jardín se conservaba religiosamente un pequeño muro en ruinas, tapizado de hiedra, restos de una capilla muy venerada en tiempos anteriores, dedicada a la Virgen y conocida por el nombre de Nido de la Paloma. Una leyenda muy vaga, o por mejor decir muy oscura, hablaba de una aparición de la Virgen en aquel mismo sitio.

   Un joven de quince años, en cuya fisonomía reinaba una gravedad dulce y reflexiva, estaba delante de las humildes ruinas, con la barba apoyada en una mano, fijando los ojos en una capilla colocada a la altura de un hombre y que al parecer había sido recientemente vaciada en la parte más sólida del muro. Un martillo, una maceta y un escoplo que se veían a sus pies, indicaban que a su trabajo particular se debía aquel pequeño altar construido acertadamente entre la hierba y el liquen. Debajo había sido colocada una hermosa planta de lirios cuyas flores estaban aún en capullo, si bien la primera aurora debía entreabrir sus brillantes corolas vertiendo en ellas las más frescas perlas del rocío. La capilla había sido adornada con dos órdenes de columnitas góticas, que sostenían un arco compuesto con esa fantástica hojarasca que la arquitectura llama follaje. Un revoco al temple, de color muy suave, hacía resaltar las columnas y el zócalo, al paso que el fondo estaba pintado de azul oscuro, con abundantes estrellas de oro.

   -Sí, exclamó el joven arrollando entre los dedos su pequeña gorra de terciopelo, adornada con un finísima pluma roja; sí, ahora ya puedo instalar aquí la Madonna col Bambino, la Virgen y su dulce Jesús… ¡Oh, bella Virgen mía! Yo he formado su cándido rostro y sus hermosas manos con cera de la más pura; su vestido es del más rico brocado azul con estrellas de plata; su collar, sus pendientes, su doble corona, y en fin, todas sus alhajas, son del más precioso oro; pero es preciso ponerle una cabellera que parezca un vellón también de oro, como las que tienen las madonas de Bizancio, o cubrir su frente con largos y ondulantes cabellos, como ostentan en sus altares nuestras Madres Santas de Florencia. ¡Ah! ¡quiero ponerle hermosos cabellos de seda blonda, o más bien hermosos cabellos rubios!...

   -Como los míos, añadió detrás del joven Dante una niña con ese timbre de voz llamado argentino, voz que sirve a los poetas para representar la gracia de la más fresca garganta, abusando graciosamente lo mismo en prosa que en verso.

   -¡Ah! Eres tú, bella Beatriz, dijo Dante volviendo sus miradas medio risueñas, medio serias, hacia una preciosa niña de diez años, de brillantes y alegres ojos azules.

   -Sí, soy yo, Dante, y si quieres mis cabellos para tu bella Virgen de cera, te doy estos dos rizos…

   -Sí, sí, Beatriz, acepto tus dos hermosos rizos.

   -Dime, interrumpió Beatriz, ¿es bien cierto que eres tú el que has hecho esa Virgen de cera, tan bella?

   -Y que debo poner en este altar… Sí, amiguita, yo…

   -¡Es posible!

   -Como que he observado cuidadosamente la manera de hacerlas en el taller donde trabajaban Giovanni y sus discípulos!... He probado de hacer lo que ellos, y… Pero aprisa, ven conmigo, Beatriz; sí, sólo dos rizos de tus cabellos rubios son suficientes para esta cabellera con la que coronaré la frente de nuestra Virgen de la Paloma.

   En esa época, la escultura y la pintura sobresalían en Florencia, y el sentimiento de lo verdadero y de lo bello dominaba ya en el joven Alighieri, que, impaciente por dar una forma a su idea, se había ensayado en la ciencia de la estatuaria. Su familia, de carácter aristocrático y orgulloso, lejos de favorecer esta afición, se complacía en burlarse de ella y desanimarlo, diciéndole entre otras chanzas:

   “Dante, señorito de Alighieri, ¿cuándo venderéis a las gentes de Florencia, bajo la bóveda del Puente-Viejo, vuestras figuritas representando San Juan con cabellos de cáñamo y cruces de mimbre, y vuestras vírgenes de cera con su vestido de papel azul?...”

   Dante oía tan mordaces palabras, pero verdaderamente sin hacer caso de ellas. Sin embargo, no estaba llamado a consagrar su vida a la escultura; el genio moraba en él, pero debía dirigir su vuelo hacia otra región del pensamiento y del arte: no debía dar pensamiento a las formas, pero sí revestir de formas soberbias la poderosa idea de la Divina Comedia.
  
   Algunas horas después de la amable proposición que acababa de hacerle la joven Beatriz, proposición que admitió con alegre diligencia, el joven artista, aplaudido esta vez por su familia, instalaba en el altar del nido de la paloma su Virgen con el Niño deslumbrando con las riquezas de su traje: túnica azul, velado sembrado de estrellas, corona de oro, flores y collar. La frente de cera de la graciosa Virgen, delicadamente sonrosada, lucía por complemento de su adorno larga y rubia cabellera, formada con dos rizos de la joven vecina de Dante, la dulce Beatriz Portinari.

   La noche que siguió a ese día fue para el joven Alighieri sellada por cierta tranquilidad religiosidad que le rodeó hasta en su sueño.
   Soñó:
   Que se le aparecía un ángel, cuyos pies se perdían entre los pliegues vaporosos de una larga túnica más blanca que la misma nieve: ese ángel, con dulce mirada y con cabellos como un serafín, tenía pendiente de una mano y medio caída hacia los lados una guirnalda de pálidas rosas y con la otra estrechaba contra su pecho una rama de lirios que entreabrían sus inmaculadas flores. En la frente del ángel, en un ligero lazo, serpenteaba una cinta celeste, en la cual se leían en letras de oro esas tres palabras: Beate, Beatrice, Beatus.

   “¿Quién eres?” preguntó el espíritu de Dante al Ángel en su sueño.

   Y el ángel respondió:
   “¡Soy Beatriz, el espíritu de la poesía!”

   Al día siguiente, sentado a la sombra de la villa Elisei, delante de su Virgen del nido de la paloma, Dante componía una preciosa poesía en que describía las bellezas de aquella hermosa Virgen, adornada con los cabellos de Beatriz.

 (La conclusión en el próximo número)
 

Publicar un comentario

1 Comentarios

  1. Gracias por este trabajo, soy un admirador de Bécquer, algo menos de Dante, pero a ambos les rindo merecedio homenaje porque recorrer la Divina Comedia de la mano del gran poeta Virgilio ha sido una experiencia para mis sentidos; y leer los cuentos y poemas de Bécquer una satisfacción inolvidable.

    ResponderEliminar