Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) fue miembro del grupo surrealista
CLOC. La Universidad del País Vasco editó en 1992 toda la obra poética que Irazoki había escrito hasta el año 1990. El volumen, titulado Cielos segados, comprende los libros Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita. La editorial
Hiperión le publicó en 2006 el libro de poemas en prosa Los hombres intermitentes. Desde 1993 reside en París, donde ha cursado diversos estudios musicales: Armonía y Composición, Historia de la Música, etc.
ALBERT AYLER
Veo la fotografía que le hicieron cuatro meses antes de su muerte.
En la imagen, una cabeza suda bajo el sombrero oscuro, y la boca abierta
sugiere el resuello del saxofonista que acaba de esforzarse en el concierto. Es
un hombre joven, de treinta y pico de años, pero la perilla blanca anuncia su
vejez prematura.
Albert Ayler (Cleveland,
1936 – East River, 1970), a quien ahora llaman chamán y aduanero Rousseau
del free, es el arquetipo del artista desasosegado. Y ya en la infancia
encuentra los dos sitios para expresar su angustia: la fanfarria y la iglesia.
En la primera de ellas, la libertad ruidosa que necesitará a lo largo de toda
su juventud. En la segunda, un misticismo que supera los límites modestos de la
comunidad negra en que vive el niño. Tiene éste un padre músico que participa
en los oficios religiosos.
Pobre pero con estudios
musicales, toca el saxo en los entierros y entra en grupos de blues y rhythm’n’blues. Cumple el servicio militar en los alrededores de
Orleáns y, enrolado en la banda del ejército norteamericano, atraviesa los
Campos Elíseos de París. A la noche se transforma cuando improvisa en las jam sessions del club Caméléon. Consigue
escaso éxito, pues sus propuestas son demasiado radicales. Los testigos
recuerdan la versión demoledora de La Marseillaise
con que Ayler pincha el orgullo del auditorio.
Regresa a su país, pero
prefiere los fríos de Escandinavia. Actúa en los metros de Suecia, y en uno de
ellos llama la atención del productor que apuesta por él. El primer disco sale
en 1962. Al año siguiente son los daneses quienes le editan My name is Albert Ayler, que incluye una
versión de Summertime.
Se refugia en el Greenwich
Village neoyorquino. Viaja de nuevo a Dinamarca, a menudo escoltado por el
baterista Sunny Murry y ayudado por el trompetista Don Cherry. De vez en cuando
los acompaña un joven trompetista, Don, hermano de Ayler. El álbum que al fin
le editan sus compatriotas pasa inadvertido. El free jazz lo aprecian los pocos que eligen el mismo camino: “Redescubrían las raíces africanas de la
música. Los sonidos eran más importantes que las notas. El free se imaginaba como jazz rabioso, una música de bullanga
nocturna, una declaración de belleza convulsiva”, acierta el crítico Yann Plougastel.
Ocurre además que el free jazz de este antiguo jugador de
golf lleva materiales menos esperados. Cantilenas infantiles, ráfagas del gospel y marchas militares, temas
proletarios. Mezclados en “un caos jubiloso”, vuelve a definir Plougastel.
Tampoco faltan gozos en la
biografía de Ayler. Por ejemplo, disfruta al encargarse, en 1966, de la banda
sonora de New York eye and ear control,
una película de Michel Snow. Conoce también la amistad: John Coltrane es su
compañero fiel, dispuesto a curarle el ánimo o a apoyarlo económicamente.
Cuando Coltrane enferma, pide que Albert Ayler y Ornette Coleman toquen en su
entierro. Así lo hacen. El poeta LeRoi Jones es otro de los amigos. Y el
testamento musical de Ayler, sus conciertos en los jardines de la Fundación Maeght,
en Saint-Paul-de Vence (Alpes Marítimos), forma parte de la historia del jazz.
Estamos en julio de 1970. La novia del músico, Mary Maria, suelta onomatopeyas
con cadencia monótona.
Su Holy Ghost, rare and unissued, cofre de diez discos, recibe el
Premio de la
Academia Charles-Cros.
El 25 de noviembre de 1970,
el cuerpo grande de Albert Ayler, que había desaparecido tres semanas antes, es
sacado del río East. El atestado policial no es un modelo de perspicacia: el
músico de 34 años se había ahogado. Los conflictos con la madre reprensora, la
enfermedad del hermano, la fragilidad íntima y una buena colección de fracasos
siguen hinchando el fantasma del suicidio.
FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
(Del libro “La nota rota”; Hiperión,
2009)
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