LEONARD COHEN
Mi hermana Nica me hizo escuchar las canciones de un poeta de
Canadá, cuando yo era adolescente, allá a principios de los años setenta.
Teníamos la traducción de las letras.
Ahora, barbicano, habitante
de otro país y siglo, espero las imágenes y palabras de Leonard Norman Cohen
(Montreal, 1934) en una película de Armelle Brusq.
Él nace en una familia de
inmigrantes conservadores. Su padre, militar, viene de Bielorrusia. La madre,
judía lituana que enseña al hijo los cánticos religiosos, huye del estalinismo.
Leonard dice no sufrir por las reglas estrictas de la casa, y sólo la muerte
paterna evita su ingreso en el ejército profesional.
Antes de comenzar los
estudios universitarios, memoriza las páginas de Federico García Lorca y
Willian Butler Yeats, y aprende el cancionero folk. Después, las aulas
son un albergue para tocar el banjo y la guitarra con los amigos. De noche,
sobre un fondo de música de jazz, lee en público sus poemas.
A los veintiún años publica
el libro de versos Let us compare
mythologies, y en la naturaleza del joven se perciben los dos hilos rojos
que lo conducen hasta la vejez: la austeridad y un deseo de escapar del
remolino urbano. La escritura le parece “lo contrario de la abundancia, lo
contrario del lujo. Es más bien un trabajo de trapero”. En 1959 se establece en
Hydra, isla griega al sur de Atenas, donde lleva una vida de artista sobrio y
apartado.
Los críticos elogian la
novela (The favorite game), las
prosas satíricas (Beautiful losers) y
los poemas (Flowers for Hitler) que
Leonard Cohen escribe sin desenfundar su
guitarra, y los españoles aguardan las versiones de Antonio Resines, quien saca
del sombrero un perro de cristal:
Caminé sobre la montaña con mi perro de cristal.
Las setas temblaban y pelotas de
lluvia
caían de sus tejados.
Silbé a los árboles para que se
acercaran:
aprovecharon ávidamente la ocasión:
manzanas, bellotas saltaron a través
del aire.
Dientes de león por millones
trastabillaron transformándose en
paracaídas. Un viento blanco
cargado de joyas con la forma de un
inmenso rollo de gasa
se enroscaba en torno a todo miembro
moviente.
Caí lentamente sobre los empapados
guijarros.
Cumplidos los treinta años,
Cohen agrega música a sus textos. Reside en el East Village de Nueva York.
Leonard, lento y esmerado, se queda boquiabierto comprobando la ligereza con
que su vecino Bob Dylan llena cuartillas. Pero la parsimonia del canadiense
gusta a Judy Collins, que graba Suzanne,
primer éxito de Cohen.
Leonard toma la
determinación de interpretar sus composiciones. Los tres discos iniciales (The songs of Leonard Cohen, Songs from a room, Songs of love and hate) salen entre 1968 y 1971, y contienen un conjunto
de aciertos: The partisan, Bird on a wire, Famous blue raincoat, etc. En 1974 edita el poemario Death of a lady´s man.
El hilo rojo de su
austeridad se descolora en este periodo. Ruptura con la madre de sus hijos;
abatimientos; amores con Nico y Janis Joplin, recompensadas con dos bellas
canciones (Take this longing y Chelsea Hotel). Para los nuevos álbumes
(Various positions o I´m your man) se sirve de un
sintetizador de baratillo.
En la última década del
siglo XX, Cohen se adhiere a una comunidad zen afincada en Mont Baldy, en las
cercanías de Los Ángeles, y dirigida por el monje octogenario Sasaki. Se
levanta a las dos de la mañana; medita; friega una pila de tazones, cucharas y
palillos; prepara el desayuno de los compañeros.
Sigue el documental de
Armelle Brusq.
Leonard Cohen, con el
cigarrillo entre los labios, describe una comida y su maestro Sasaki figura en
el primer verso del poema. La ventana de la habitación da a una arboleda. Con
cada bocado, “los grandes pinos se hunden en mi pecho”, lee el cantante.
FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
(Del libro “La nota rota”; Hiperión,
2009)
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