La rabia y el miedo: “Aquel invierno”, de Alfons Cervera (2005) por Andreu Navarra

Andreu Navarra Ordoño (Barcelona, 1981) se doctoró en Filología Hispánica en 2010 con la tesis titulada “José María Salaverría, escritor y periodista (1904-1940)”. Actualmente trabaja como investigador en el Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona y estudia la dialéctica hispanocatalana entre 1874 y 1939. 
Ha publicado los poemarios Suicidio Súbito (Barcelona, 2006), Fiebre y ciudad (Madrid, 2009, libro objeto con fotografías de Isabel Huete) y Canciones del Bloque (Barcelona, 2010). Coordinó y prologó la antología Domicilio de Nadie. Muestra de una nueva poesía barcelonesa (San Juan de Puerto Rico, 2008). Es autor, además, del doble ensayo Dos Modernidades: Juan Benet y Ana María Moix (Badajoz, 2006). Publica también artículos relacionados con su campo de investigación –la relación entre escritura y poder político en la España de principios de siglo XX– en revistas filológicas y libros colectivos, y colabora periódicamente como crítico literario en la revista virtual Periódico de Poesía (Universidad Autónoma de México).

Andreu Navarra Ordoño (1981), nacido en Barcelona, ha publicado

Publicaciones
Crítica
Unamuno, Nietzsche y Kierkegaard”, Babab, septiembre 2001.
Hijos de nuestra lógica salvaje” (Los Siete Locos, de Roberto Arlt), Babab, mayo 2001.
Narrativa
Siete cuentos (1997 – 2005), Barcelona, Centre Telemàtic Editorial, 2005.
Caleidoscopio”, EOM, febrero, 2005.
La misión”, Acapulco 66, diciembre, 2004.
Epitalamio”, EOM, noviembre, 2004.
Escenas”, EOM, septiembre-octubre, 2004.
La canción triste y evidente”, EOM, julio-agosto, 2004.
Los sombreros de Alcarace”, Acapulco 66, enero, 2004.
El Nord”, La Universitat (Revista de la Universitat de Barcelona), Año VI, Núm.21, septiembre de 2002.
Textos



La rabia y el miedo: “Aquel invierno”, de Alfons Cervera (2005)

Voy a disponer algunos elementos. Me encuentro en la Filmoteca de Castilla y León, en una de las más interesantes sesiones del VIII Congreso sobre Novela y Cine Negros, que se celebra cada año en Salamanca. En mi bolsa, el último número de la revista La aventura de la historia. Un número interesante. Ante los delirios piomoístas de los historiadores de la Academia acompañados de periodistas muy chulones, los historiadores más o menos universitarios y progresistas proponen versiones alternativas sobre las vidas de Juan Negrín, Lluís Companys, Manuel Azaña, Ramón Serrano Suñer y Francisco Franco. Delante de mí hay un stand de libros lleno a rebosar de novelas de policías y volúmenes de teoría. Sin embargo, entre todos ellos sólo hay uno que me llama la atención: una novela, la única del stand que no va de asesinos y polis, escrita por el autor que va a hablar de aquí a diez minutos, el valenciano Alfons Cervera. Abro el volumen por una página cualquiera y leo esto: “Los odiaba a muerte. Lo odiaba porque el valor y la cobardía estaban siempre presentes en aquellos días de infancia. Mi padre era guardia civil, se llamaba Samuel y era un cobarde. Lo decían los hijos de los guardias y yo los odiaba por eso.” Casi nada.


            A veces con los libros es bueno seguir el instintazo, y lo compro. Así descubrí hace un año a un diarista aragonés que nunca me defrauda, Fernando Sanmartín. Así he descubierto a excelentes escritores que, como no lamen culos y son gente más bien reservada, no te los pasean por la cara en los escaparates. A continuación, Alfons Cervera sube a la mesa y pronto nos deja planchados. Su texto se titula “Por qué he dejado de leer novela negra”. Pero, claro está, Cervera no ha dejado de leer novela negra. Lo que se ha cansado de leer es el sucedáneo edulcorado que se vende ahora como los churros. Novelas que siguen una receta básica y que se presentan como frutos de genios que no son más que pantallas, fulgores efímeros. De entre estos nuevos narradores sólo salva a Karim Fossum. Nos lee un relato sobre sí mismo agobiándose en una librería ante la cantidad de basura que es capaz de producir hoy la industria editorial. Unas palabras ácidas pero dichas con amabilidad, con mucha ironía. Cuando acaba, me acerco y le pido que me dedique el libro. Charlamos un rato. En la dedicatoria me advierte sobre el peligro que suponen las victorias.
            Durante su conferencia, en la que ha hablado de Chandler, de Hammett, de William Faulkner, pero también de sus homólogos españoles: García Pabón, Mario Lacruz, Andreu Martín, Navarro Ledesma, los autores con los que se identifica. Pero también se ha referido a su propio lugar en la historia literaria. Decía Juan Benet que un escritor debe encontrar una laguna en la tradición inmediata de su país, y decidirse a llenarla con su trabajo. La llanura que encontró Cervera fue la hoy llamada literatura de la memoria. Memoria de la guerra civil. Memoria de la inmediata postguerra. Otro gran escritor de la hoy llamada literatura de la memoria, Antonio Rabinad, odiaba que lo consideraran un discípulo o un satélite de Juan Marsé. Se entiende. Vaya china le tocó, al pobre. Alfons Cervera no oculta su predilección y revela a los cuatro vientos cuál es su referente inmediato: Juan Marsé.
            Pero yo no creo que la narrativa de Alfons Cervera pueda ser literatura de la memoria al uso. En el tren, de vuelta a casa, leo su novela y me convenzo de que no. No se trata aquí de recordar fechas y caras y nombres. El tratamiento que da los nombres es el de una letanía de personas semiborradas, que luchan por salir de una especie de bruma, una selva de raíces ideológicas que les resta corporeidad. La bruma del miedo. Porque Cervera no habla de la guerra, sino de la victoria, y él mismo me lo recalcó en su dedicatoria. Los nombres homenajeados y, ahora sí, con sus fechas y sus señas de identidad, se nos colocan en el pórtico y el epílogo de la novela.


La guerra es un hecho físico, un aplastamiento por las armas. La victoria es un hecho moral, una imposición psicológica, un aplastamiento por la humillación. Cervera, el propio autor, siempre dice que la suya es una historia sobre el dolor. Aunque las palizas sean, también, hechos de armas, torturas físicas, sobre lo que fija su atención la prosa de Cervera es sobre los sentimientos de los vencidos y los represaliados. Como fechas, sólo propone una, sin parar, 1939. (“Aquel invierno duró tantos años que este pueblo se quedó medio vacío y lo fueron llenando con fantasmas y desaparecidos”, dice Delfina, que ha alcanzado la edad de 90 años.) Los siguientes decenios no  habían rebasado esa cifra. ¿Qué sentía un hijo al ver a su madre con la cabeza rapada, cagándose encima por el ricino que le acababan de dar un puñado de falangistas? ¿Qué sentía un hijo al ver a su madre llorando de rabia? ¿Acaso sentía impulsos de reconciliación nacional? ¿Conocía la existencia de dos Españas? ¿Qué podía imaginarse al ver a un hombre colgado de un árbol, harto de recibir palizas? ¿Entendía algo de lo que estaba ocurriendo? No. Sólo sentía miedo. Rabia y miedo.
            ¿Sirven nuestros moldes abstractos para entender aquello?
            Alfons Cervera habilita un espacio geográfico (Las Yeseras), nos apunta unas coordenadas dispersas (La Agrícola: el lugar donde se juega al dominó, un cuartel, un viejo castillo que es símbolo del poder tradicional y antiguo, un Ayuntamiento donde moran y torturan los pomposos falangistas, una calles y una plazuelas que acaban de cambiar de nombre, como el perro que ya no puede llamarse Durruti y ha de llamarse Valiente, y se llaman de José Antonio Primo de Rivera, de Calvo Sotelo y del general Cabanellas, y un genérico monte, con sus barrancos y ríos) y nos propone una radiografía del miedo cotidiano experimentado por unos seres aterrados, y nos explica quiénes eran los responsables de promover ese terror.
La actual moda de la memoria histórica es una construcción paternalista que no nos devuelve la realidad de aquellos años a quienes no la vivimos pero deseamos comprenderla. Esta realidad sólo nos la puede devolver la literatura. A quienes la vivieron sólo les puede valer nuestra atención y ciertas iniciativas jurídicas. El desfile de políticos con grandes bocas nos aporta más bien poco, como también las novelas de receta que atestan nuestras librerías. Porque están llenas de tópicos. Porque victimizan y corderizan a las víctimas. Poniéndoles sólo un nombre y una fecha no contribuimos a que los conozcamos, olamos, identifiquemos, sepamos qué pensaban. Para palpar ese tiempo necesitamos que un buen escritor nos lo reconstruya.
Sólo en un momento de la novela se habla, y de forma positiva, de la política actual (p.90), porque unas elecciones han servido para que dejen de mandar en el pueblo los hijos de los torturadores y los ejecutores.
            Las Yeseras, el nombre literario del Gestalgar natal del autor, es el pueblo en el que los viejos tienen la mirada ausente y ya nadie recuerda por qué. Cervera lo expresa bien claro: hubo personas que se agarraron a su odio para sobrevivir durante cuarenta años. Pero, claro, el odio es un tabú para nuestra sociedad racional, equilibrada, asentada sobre el consenso. Les interesa hablar de la guerra, de la “defensa pasiva”, de los pioneros demócratas. Todos debemos sonreír, votar, callar y consumir basura encuadernada. La actitud de aquellos seres aplastados debe traducirse en una esperanza basada en la conformidad. “Ellos se sacrificaron para que vosotros estéis tan bien con nosotros”, éste es su mensaje.


            Por encima de estas cuestiones está la no menos importante de si Franco era totalitario o autoritario. Como tampoco me interesa más que para fines académicos (y no hay nada de peyorativo en ello) si era un idiota, un mal estratega, o un genio de la propaganda. A mí lo que me vale es que era un asqueroso asesino. Y seguramente adjetivos como “totalitario” y “fascista” se quedan cortos para definir a la alimaña. Un asesino además de un fanfarrón astuto y sanguinario. Lo que me vale es que los falangistas que encumbró (robándoles los símbolos) organizaron la represión en la retaguardia y el nauseabundo reguero de muertes y represalias que siguió a su victoria de 1939.
Además, no me interesa tanto aquí teorizar sobre la memoria histórica como defender por qué pienso que Aquel invierno es una excelente novela. Y lo es porque es una sucesión de microcapítulos, casi me atrevería a decir que de poemas, sustentados por un mínimo armazón argumental. Vanessa, una joven francesa hija de exiliados españoles, va a Las Yeseras, el antiguo pueblo de sus padres, con el propósito de reunir materiales para un libro sobre la vida durante la postguerra. Por lo demás, han cimentado la fuente donde fusilaban a los represaliados, empiezan a desaparecer los guardias que quemaban las manos de los hijos de los rojos con sopletes, parece que se viven otros tiempos más amables. En la charla de Salamanca nos dio el autor la clave de su atractivo: dijo que la cuestión de escribir se reducía en buena medida a evitar las frases bonitas. Puede parecer algo nimio, pero lo cierto es que la obra de grandes narradores (Pío Baroja, Onetti, Borges) descansa sobre esta premisa.
La lengua de Cervera se deja impregnar felizmente de campo (horma, trillo) y de catalán (puncha, endormiscados).
Predominan en la novela, mezcladas magistralmente, las declaraciones de los entrevistados con las intervenciones poemáticas y el fluir de los recuerdos de los antiguos niños, sin rupturas.
Los mismos sucesos se nos van narrando por distintas voces en  distintas partes de la novela, conformando una oscura música coral alimentada de susurros, delaciones, viento gélido, frío insoportable, deseos sexuales, pequeñas y épicas heroicidades (como la del atleta republicano que se niega a ganar para que no le condecoren con un yugo y unas flechas), correrías de niños primitivos en un rudo mundo rural. Para todos, menos para los delatores que detentan una autoridad babosa, tiene el autor palabras de piedad y nostalgia. En el fondo, la misma materia prima que las novelas de Marsé: los cutres y deslumbrantes espectáculos, las retóricas mohosas, las supervivencias arrinconadas, pero situadas en el campo valenciano y no en el Guinardó barcelonés.
            Yo no creo que Lluís Companys muriera sereno, tal y como afirman los historiadores progresistas de la revista que guardo en mi bolsa. Lluís Companys murió lleno de asco y de odio contra los cabrones que iban a fusilarlo. Maeztu fue inmolado lleno de fiebre mística. Ramiro Ledesma quizás aceptara mejor su destino, puesto que al fin y al cabo él había sido pionero en la demanda del exterminio del adversario según la lógica perturbada de la máxima eficacia ideológica.
En cualquier caso, la memoria histórica nos vende una historia de corderitos que a mí, personalmente, ni me gusta ni me parece verosímil. En cambio la novela de Cervera me desvela a la auténtica humanidad.

Andreu Navarra


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