DESDE EL ABURRIMIENTO HASTA EL DETERIORO, por Eva María Medina Moreno


Eva María Medina Moreno. Escritora española (Madrid, 1971). Licenciada en Filología inglesa y diplomada en Profesorado de Educación General Básica, por la Universidad Complutense de Madrid. Con el título del Ciclo Superior en Inglés de la Escuela Oficial de Idiomas de Madrid, y The Certificate of Proficiency in English, por la Universidad de Cambridge. Tras el Período de Docencia del Doctorado en Filología Inglesa de la UNED, investiga en el campo de la Literatura Inglesa del siglo XX y Contemporánea. Trabajo que compagina con la escritura de su primera novela.
Premiada en el I Certamen Literario Ciudad Galdós por su relato «Tan frágil como una hormiga seca» (Editorial Iniciativa Bilenio S.L. 2010). Seleccionada en el V Premio Orola, en cuya antología se incluyó su cuento «Mi bodega» (Ediciones Orola S.L. 2011). También han publicado sus relatos en revistas literarias digitales e impresas de España, Estados Unidos, Argentina, Chile, México y Venezuela, como Letralia, Cinosargo, Almiar, Groenlandia, Narrativas, o Solaluna. La revista de creación literaria La Ira de Morfeo ha hecho un número especial con algunos de sus cuentos.


ABURRIMIENTO 
Acaban de comer. Él pasea su mirada por la habitación. Su fláccida y pálida barriga asoma por los botones mal abrochados del pijama. Ella mira por la ventana. Entre ellos, una mesa camilla con restos de comida. Al fondo, la televisión encendida.
Ella sigue mirando a la calle. Su melena es bicolor; castaño oscuro y rubio platino. Su cara, sin lavar, muestra la opacidad de un maquillaje mal aplicado. Unos labios extremadamente rojos, pintados con un carmín barato. Colillas impregnadas de bermellón saliéndose de un cenicero de cristal.
Él se levanta de la silla, y, antes de sentarse en el sofá, aparta unas revistas viejas. Gotas de sudor resbalan en su calva, deslizándose por pelos grasientos de la nuca. Con la manga del pijama se quita el sudor y coge el mando de la tele, pasando de un canal a otro. Mira hacia la pared, donde un reloj redondo, de fondo blanco, cuyas manillas y números son del color del metal, está parado a las cuatro. Le divierte imaginar que funciona. Todos los días se pone frente a él antes de la hora, y siente el minuto que transcurre desde las cuatro como el único real en su vida.
Ráfagas de un aire cálido mueven las cortinas. Ella retira platos y cubiertos con el antebrazo, y saca del bolsillo de la bata unas cartas desgastadas. Empieza su solitario. Él fija la vista en un ventilador que está en el suelo; las aspas metálicas giran lentamente.

El hombre le pregunta a la mujer por la llave. La mujer le contesta, con desgana, que la busque.
El hombre se levanta con pereza del sofá y se acerca a la mujer. Le vuelve a preguntar por la llave. Ella le dice que busque, y le canta: «¿Dónde está la llave matarile, rile, rile?». Él, «Si no me dices dónde está…». «¡Qué! ¡Qué vas a hacer! ¡Qué coño vas a hacer tú!». «Dime dónde está», dice él. Ella se ríe, lo insulta. Él vuelve a preguntar. «Busca, busca», se oye. Las manos de él sobre sus hombros. «¿Qué pasa? ¿Acaso me vas a estrangular? ¡Anda aprieta! ¡Aprieta cobarde!». Unos dedos gordos agarran su cuello. «¿Me lo vas a decir?». Las manos presionan con fuerza. «¿Dónde está?». «Adivina», dice ella con voz apagada. El hombre aprieta más fuerte. «¡Me lo vas a decir, hija de puta, me lo vas a decir!».
El cuerpo de la mujer cae al suelo, inerte. Él se sienta en el sofá. Imágenes en la pantalla. Mira el reloj. Espera a que sean las cuatro.



UNA REVELACIÓN


Cuando entré en la galería, una sala pequeña, bastante oscura, había poca gente. El pintor no estaba. Sobre un taburete, folletos. Cogí uno. Me lo guardé, dirigiéndome al primer cuadro con el mismo recogimiento con el que se comulga. En cuanto Xaime llegó, viéndome frente a su «Costa da Morte», me dijo que lo había pintado en cabo Touriñán, el más occidental de la península ibérica, y no el de Finisterre como se decía.
Me acerqué al cuadro. Eran brochazos despreocupados que, cuando te alejabas, cobraban realidad. Me confesó el toque impresionista, y algo expresionista, que algunos críticos de arte habían visto en su obra.
Yo sólo veía la fuerza, la rabia, de ese mar contra las rocas. Le pregunté sobre ello. Sin contestarme, siguió con los críticos. Miré el cuadro alejándome un poco a la izquierda. En segundos, atrapé el significado simbólico. Trascendía detrás de esa luz sobre la ola más cercana; la espuma tan blanca. Reflejaba la lucha de dos poderes. Aunque uno de ellos fuese desgastando, poco a poco, al otro, y pareciese el más fuerte, no lo era, porque roca y mar eran la misma cosa; el hombre luchando contra la sinrazón de su propia existencia. Xaime me contaba cuanto tardó en pintarlo, la vida tan dura del artista. La «náusea» nos acechaba, pensé, sin poder escapar, porque formábamos parte de ella; nosotros éramos la «náusea». Me acordé de Kafka, de ese pobre K. de El proceso, que éramos todos nosotros, buscando una explicación en un mundo inexplicable. Me vi formando parte de ese mar y esas rocas. Nada se podía hacer. El mar era la humanidad luchando contra un muro; su propia existencia.
«Hay pocos genios», continuó, mientras yo me imaginaba a Van Gogh, saliendo de madrugada al campo, con sus lienzos volteados por el aire, y a Kafka, de regreso del trabajo, escribiendo en una mesa pequeña frente a una pared gris.
Salí de allí con la sensación de que el descubrimiento de ese acantilado alegórico no podía revelarlo a nadie. Sería como destapar una olla exprés antes de que se enfriase. Sufriré por todos, me dije, sonriendo a San Manuel.



DETERIORO

Acabábamos de cenar. Hacía tiempo que lo notaba raro. Lo miré. Observaba la televisión con desidia, como si no le interesase pero necesitara esas imágenes ficticias. Bajé los ojos. Me fijé en una miga de pan que había en su plato. Al caer sobre el líquido de la lombarda se había hinchado. Junto a esta había otra; seca, más pequeña. Me pareció estar en un cuarto oscuro; revelaba una fotografía y la imagen iba apareciendo. Éramos nosotros. Él, el trozo pequeño, seco, había perdido esponjosidad y grosor. La hinchada yo, que parecía haberme nutrido con el agua violeta. Éramos dos migas de pan que se iban consumiendo, cada una a su manera.
Cogí el plato y lo llevé a la cocina. Tiré las migas a la basura y encima las cáscaras de plátano, pero seguía viéndolas. Saqué restos de comida que puse sobre ellas. Al levantarme, él me miraba desde el marco de la puerta. Se iba a dormir.
Sentada en el sofá imaginé cómo íbamos transformándonos. Ahora era yo la pequeña, la que había perdido esponjosidad y grosor, y él, el trozo hinchado, nutrido con el agua violeta. Luego, yo volvía a ser la hinchada, y él la reseca. Éramos dos migas de pan que se iban consumiendo, cada una a su manera.
                                                                        
                                                                           Eva María Medina Moreno

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