CICLO DE CINE ARREBATADO: EL PUDOR O EL IMPUDOR
El documental de Hervé Guibert fue, sin lugar a dudas, mi primer contacto con la muerte a través del cine. Aunque recuerdo haberla visto con catorce años, la experiencia de ver aquella película no solo ha permanecido en mi memoria sino que se ha enriquecido con el paso del tiempo. Guibert, un reconocido escritor e intelectual francés, había cogido una cámara de video para filmar su propia degradación física a causa del SIDA. Muchos de los planos los había preparado él mismo y los filmaba sin que hubiera nadie detrás de la cámara, con él como protagonista-objeto de la historia. Película doméstica, advertían al principio, pero cine puro me parecía a mí. Cine cuya autenticidad resulta difícil de superar.
El pudor o el impudor es una historia sencilla en su planteamiento pero muy compleja en su transfondo. En el día a día de su enfermedad, su pérdida gradual de fuerzas, la degradación física de Guibert es evidente, pero lo más terrible no es su enfrentamiento contra sí mismo y la evolución imparable de su enfermedad, la verdadera lucha del protagonista es contra el otro, contra los miedos y fantasmas de una enfermedad de la que aún se conocía poco y que se extendía en los años ochenta con toda su virulencia sobre los sectores marginados de la sociedad: Es una enfermedad de maricas y drogatas, decía la gente por la calle, como si el virus de inmunodeficiencia adquirida seleccionara a sus víctimas en función de su situación social o su opción sexual. Por esa razón, Guibert, cuando decide filmarse lo hace para sacar ese monstruo interior de la penumbra y mostrarlo a la gran parte de la sociedad que aún no quiere verlo. En aquel momento fue el SIDA, después la migración, siempre ha habido algún otro dentro de nosotros que nos ha parecido un monstruo y siempre hemos tenido dedos suficientes para señalar a los culpables. Guibert lo era.
La película de Guibert está rodada a un paso del abismo y su lucidez, aún hoy, continúa generando pavor. Por esa razón no ha tenido el reconocimiento que merece, porque es demasiado sincera como para ser soportable, demasiado descarnada como para que podamos hacer bien la digestión después de verla. Después de todo, se hace difícil pensar que Guibert nunca pudo verla. Saltó al abismo. Murió. Desapareció. Se sumergió en el mar, como muestra el plano final de la película, y ya nunca más volvió a salir.
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