Samuel Sebastian es un escritor y cineasta valenciano. Hijo de la pintora Ester Rodríguez Ro. Licenciado en Historia del Arte, obtuvo el premio extraordinario de licenciatura y después inició su tesis sobre los documentales de la guerra civil española y la memoria histórica. Igualmente, ha realizado el Máster de Guiones de la UIMP - Valencia.
Su trabajo como cineasta comenzó en 2005 con el rodaje de la película experimental El primer silencio (2006). Desde entonces ha alternado el rodaje de películas de ficción y documentales sociales con la realización videocreaciones y videoclips.
Sus películas han sido exhibidas en festivales de todo el mundo como, entre otros, el de Cusco (Perú); San Diego (Estados Unidos); La Paz (Bolivia); Rosario y Buenos Aires (Argentina); Lisboa (Portugal); Bilbao, Madrid, Sevilla, Córdoba, Barcelona y Valencia (España); Bolonia, Milán y Turín (Italia); París (Francia); Johannesburgo (Sudáfrica); Melbourne (Australia) o Daklah (Marruecos). Ha obtenido diversos reconocimientos como el de mejor documental español en el Festival de Madrid por La Moma (2007) o el de mejor documental valenciano de 2009 por Las migrantes (2009). También, obras como El primer silencio (2006), La Moma (2007), Las migrantes (2009) y varias de sus videocreaciones han sido proyectadas por diferentes canales de televisión.
En la actualidad, su documental La pausa dels morts (2011) ha sido proyectado en diferentes festivales internacionales y prepara un nuevo largometraje de ficción para 2012.
Como escritor ha obtenido diversos reconocimientos: finalista del premio internacional Pablo Rido por La ciudad de la luz (2005), segundo premio en el certamen La Nau - Universitat de València por Un invierno sin Vera (2006) y finalista del premio Isabel Cerdà de narrativa breve por Les cartes de Lilit. Ganó el XXXVII Premio Octubre de Teatro por Les habitacions tancades (2008).
CICLO
12 SILENCIOS
El cine nunca ha sido mudo. Incluso
cuando la banda de sonido no existía, en los cines siempre había un
acompañamiento musical, más lujoso cuanto mayor era la categoría del cine y,
por supuesto, un comentador que le explicaba la historia a los historiadores al
modo de los clásicos rapsodas griegos. Así, pocas veces había un silencio
completo en la sala. La ausencia de palabras crea una extraña sensación en los
espectadores y les crea la necesidad de llenar el vacío que produce la ausencia
de palabras. Una incomodidad que, para muchos cineastas, es una muestra de
provocación. En este ciclo analizaremos como han tratado el silencio cineastas
muy distintos, como los resistentes Béla Tarr o Charles Chaplin, los reflexivos
Lisandro Alonso o Stanley Kubrick, la vinculación entre silencio y tiempo de
Tarkovski e incluso la ausencia de la palabra como un ejemplo de vuelta al
atavismo.
BÉLA
TARR: El cineasta del silencio
Satantango
(Sátántangó, 1994) comienza con un plano
secuencia de diez minutos en el que la cámara se pasea por un terreno fangoso
en el que pacen de manera tranquila unas vacas, ajenas a las inclemencias del tiempo
y, por supuesto, al mismo rodaje de la película. El movimiento de las vacas
recordará después al de los habitantes del mismo pueblo cuando deban marcharse
para encontrar un lugar mejor, siguiendo las indicaciones de un enigmático
joven con aires mesiánicos. En el fondo, no hay mucha diferencia entre los
habitantes del pueblo y las vacas. ¿Qué importan los unos y los otros? Si son
igual de intercambiables, igual de anónimos, igual de dóciles.
El plano secuencia que abre El caballo de Turín (A torinói ló, 2011)
se centra en un hombre y su hija que vuelven a casa en su carro tirado por un
caballo. Antes de iniciarse los imágenes, una voz en off sobre la imagen en
negro nos explica la anécdota del caballo de Turín: un hombre azotaba con
violencia a su caballo ante la pasividad de la multitud, que observaba la
escena pero no hacía nada para defender al caballo. En un momento dado, apareció
el filósofo Friedrich Nietzsche y se interpuso entre el hombre y el caballo
para que no lo azotara más. Nietzsche, después de aquel suceso, ya no volvió a
hablar nunca más y pasó los últimos diez años de su vida en la cama. Sin
embargo lo que le interesa a Tarr es fijarse en la historia del caballo y su
propietario. ¿Quién era? ¿Dónde vivía? ¿Cómo fue aquel arrebato de crueldad que
conmovió tanto al autor de Más allá del
bien y del mal? La mezquindad del azotador, en efecto, se muestra de manera
banal: es un hombre gris que sobrevive en una cabaña de los Alpes,
continuamente violentada por un viento atroz. Junto a él, su hija con la que
apenas habla. Los dos viven una existencia aburrida, sin ningún tipo de
expectativas. Nada diferencia un día del anterior ni del siguiente. Solo en
algún momento, la vida de los dos protagonistas rompe su monotonía cuando
aparece un grupo de gitanos o un extraño personaje que es el único que tiene un
discurso elaborado y, en el único monólogo de la película, dice unas palabras
que suenan como un trueno en la película:
Porque esto no es algún tipo de
cataclismo que cae sobre los humanos. Por el contrario se trata del propio
juicio del hombre, su propio juicio en sí mismo con, por supuesto, la ayuda de
Dios, o me atrevo a decir: con Dios formando parte o con lo que sea que ha
tomado parte de la más espantosa creación que puedas imaginar. Porque, como
verás, el mundo ha sido degradado. Así que no importa lo que diga porque todo
ha sido degradado por lo que han adquirido. Y como lo han conseguido de una
forma deshonesta y artera, lo han degradado todo. Porque sea lo que sea que
toquen, y ellos lo tocan todo, ellos lo han degradado. Este es el camino hasta
la victoria final. Hasta el triunfante fin. Adquirir, degradar. Degradar,
adquirir. O de forma diferente si quieres: Tocar, degradar y así adquirir, o
tocando, adquiriendo y entonces degradando. Ha sido así durante siglos. Sigue y
sigue y sigue…, dice en un monólogo un personaje que llega a la
casa buscando algo de bebida. ¿El mismo Nietzsche? Tal vez. El visitante es el
único de los personajes que muestra una cierta lucidez. A partir de la
destrucción de un pueblo cercano por culpa del viento, hace un análisis de las
relaciones entre los poderosos y los oprimidos, advirtiendo a sus anfitriones
de que deben dejar la vida que llevan, abandonar su resignada vida y liberarse
de la opresión invisible a la que están siendo sometidos. El dueño del caballo,
sin embargo, le despacha de manera contundente: ¡Vamos! ¡Eso no son más que tonterías!, y apremia al visitante para
que se marche.
Tarr es, junto con Andrei Tarkovski, el gran director del silencio
pero también el de la desconfianza en la naturaleza inhumana, el que basa las
relaciones de sus personajes en unos sentimientos atávicos e impregna sus
historias de una rabia e impotencia hacia lo que sucede en el mundo. Todo tiene
su proyección en el silencio, lo cual hace que los seres humanos que aparecen
en sus películas parezcan más cercanos al mundo de los animales salvajes que al
de la razón y, en cambio, los animales posean una ternura de la que carecen los
humanos.
1 Comentarios
"Sátántangó" es un filme difícil de seguir con atención por su larguísima duración, pero esa sucesión de imágenes de la "conquista del Este" (una utopía, por supuesto, que se contrapone absurdamente a la conquista norteamericana del Oeste, con miserias idénticas) en la Hungría postcomunita está llena de significados y connotaciones para quienes conocemos un poco la historia de aquel país, que lamentablemente pasan inadvertidos al resto del público: una pena que después de tantas horas la mayoría de los espectadores que las hayan aguantado salga de la sala sin haber entendido el contexto en el que se desarrolla la acción. Me confieso un "fan" incondicional de Béla Tarr, de sus largas secuencias, de sus luces y de sus prolongados silencios que dan a entender muchas cosas; de los cantos tarareados que nos devuelven a un pasado todavía muy reciente para los húngaros y de tantas insinuaciones; sin duda rodó ese filme pensando en un público de compatriotas.
ResponderEliminarGracias por este artículo, en el que aprecio el esfuerzo por comprender aquello que la mayoría de los espectadores consideran un aburrimiento colosal. El silencio forma parte de todas las artes (si no, que se lo pregunten a los admiradores de John Cage, entre quienes también me encuentro).