(fotografía: Manuel M. Forega: Columna Villarroya).
Poesía, Mujer e historia
Manuel Martínez Forega
Desde la primera percepción intelectual
del mundo, sabemos que la palabra —el logos— dio en el clavo de la razón colgando
de él la paradoja de su irracional trascendencia. En efecto, sólo el logos —la
razón— fue capaz de crear ese otro mundo, ya no nuestro, sino patrimonio de los
dioses, capaces de inaugurar un espacio enteramente dedicado a la magia, a la
imaginación, a la fantasía, al misterio, al arcano, a la inefabilidad, al
silencio, al vacío, al abismo y —cómo no— a las formulaciones morales y a su
canon mediante la extraña aleación de mores e intelecto; esto es,
de costumbre y filosofía, y todo a su capricho, al capricho de los dioses y con
una irrefutable omnipotencia que, desde ese momento, ha perseguido el ser
humano hasta hoy mismo. Querer poderlo todo, tenerlo todo, incluso y, sobre
todas las cosas, la inmortalidad. Hablo, desde luego, de una aspiración espiritual,
de una (para no desorientar a esos mismos dioses y ser más exactos) aspiración
ontológica, pues desde la perspectiva antropológica el hombre sólo puede
aspirar a conocer los hechos, los acontecimientos “reales”, y éstos constituyen
en sí mismos un insuperable límite, una frontera impermeable.
El encuentro con
el más allá de esa realidad necesita de una pértiga que nos impulse a saltar
sobre ese muro infranqueable de la realidad, de los hechos, de les donnés,
como tal vez habría dicho Georges Steiner. Esta realidad sustanciada en los
datos pertenece —como dice muy bien Aristóteles— a la Historia, al ámbito
objetivo de lo antropológico; a la Poesía le es dado decir otra cosa. Por
ejemplo, desdecirse de lo que dijo y alimentar la idea contraria a su primera
epistemología afirmando ahora que no fue Cronos quien fundó el Olimpo, ni fue
Urano, ni Gea, ni Eros, ni hubo Titanes.
Quien fundó el Olimpo y el mundo a él
inferior fue la Poesía, única capaz, por fin, de ordenar el caos mediante la
palabra, el signo, el símbolo, la metáfora, la parábola y la alegoría, formas,
al fin y al cabo, que conservan, a su vez, una gran carga de caos formal y
conceptual para nombrar a los dioses, su ámbito, sus rasgos morales y su, a la
postre, imposibilidad. Y nada de paradójico existe en esta afirmación, puesto
que el caos formal de la palabra que nombra lo hace con orden, el signo
significa y construye lo que Beethoven, por ejemplo, declaró para calificar sus
composiciones sinfónicas: un rerum concordia discors. Esta armonía del
discurrir de las cosas o, lo que es lo mismo, esta comunión de espíritu y
materia, de emoción y materia sígnica, se producen dentro del caos, como dentro
del caos y caóticamente se desarrollan las intuiciones matemáticas a través de
sus signos que han ordenado nuestro universo.
Pero en esas mismas figuras construidas
—citemos de nuevo a Aristóteles— convencionalmente, de forma arbitraria por el
hombre, es donde únicamente puede el hombre reconocerse fuera de sí. Es en la
palabra donde se perfila su (y lo subrayo) ser humano. Ésta es su
diferencia respecto a la génesis ecuménica de las demás formas: la forma
sígnica, el modelo de expresión de un ser que no sería capaz de representarse a
sí mismo de otro modo.
Sin embargo, debemos comprender que esta
movilización interior es única: las transformaciones que, a partir del primer y
heterogéneo modelo sígnico se han producido a lo largo del tiempo no son sino
producto de sus infinitas combinaciones, y esta combinatoria como modelo único,
original y ejemplar es la que configura cualquier manifestación distinta a la
de los neumas: es decir, distinta a la de las expresiones amorfas, distinta a
las expresiones del caos. En todo caso, esta tarea cuya labor primordial es
encomendada a la Poesía, sigue siendo el origen de su multiplicidad
morfológica, una multiplicidad extraordinariamente semejante a la de la
Naturaleza, a la morfología del mundo que nos ha sido dado por un Creador
convencional. El poeta mucho tendrá que ver en la pretensión de parecerse, de igualarse
a ese Creador original mediante la combinación de sus heterogéneos conflictos
interiores cuyo origen se funda, en definitiva, en la conciencia de su
mortalidad y en la imposibilidad de conocer más allá de lo que se es. La
hipótesis heroica que niega estos hechos reside, en todo caso, en la
literatura: en la amada de Gilgamesh y en Fausto; como en la literatura reside
la dicotomía de la afirmación y la negación, de la existencia y de la
extinción: en Hamlet; y sigue siendo literaria la oposición entre necesidad y
contingencia o, si se quiere, entre lo que se es y lo que se aspira a ser: está
en Sancho y en Alonso Quijano.
¿Y a qué viene todo esto? —cabe ya
preguntarse. Pues apropiándome del título de un magnífico estudio de Alfredo
Saldaña sobre la poesía contemporánea, lo que cabe preguntarse es: ¿hay alguien ahí? y ¿quién es ese alguien?
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Representación de Ištar/Inanna, en el Museo Británico |
Antes de que el
Génesis (en 1:26)
relegara a la mujer occidental a su papel de tentación y pecadora universal,
esta “Vida” (que eso es lo que Eva significa) había conocido un protagonismo
mucho más radical y trascendente que el de puro envase progenitor. Ese alguien,
pues, existió, y ese alguien es, hoy y aquí, la mujer. Pero esa mujer no sería
nadie sin la palabra. Ésta es la respuesta concluyentemente aseverativa a la
pregunta, formulada ahora sin sus signos de interrogación. Porque esta mujer
reside en la palabra y emplea el signo, el símbolo, la alegoría, la
representación abstracta y subjetiva que le es dado al discurso poético. Esa
mujer original no se llama Eva; esa mujer se llama Ishtar y su palabra es la
palabra poética, su signo es el sexo; su símbolo el amor; su alegoría el
planeta Venus; su representación abstracta la danza por medio de la cual
rescata a su amado de las tinieblas en el
Poema de Gilgamesh. Ishtar
salva a su amado de la oscuridad y de la soledad mil años antes de que Eva se
vea impelida a condenar a su Adán. Aun tratándose de un poema épico, la actitud
de Ishtar no debemos interpretarla en el sentido unidireccional clásico de la
epopeya según el cual el mérito de la acción reside en las seductoras
capacidades y fortaleza del héroe, que legitiman irresistiblemente el
sacrificio de la amada; antes al contrario, Ishtar actúa generosamente,
desinteresadamente, guiada por un rasgo de empatía extraordinaria, pues, pese a
su gesto, Ishtar sabe que va a ser rechazada por Gilgamesh.
A la largo de la historia literaria de
Occidente (y hasta hoy mismo) la mujer ha aparecido comúnmente asimilada a su
papel social; la literatura ha actuado como el espejo de esa atribución que, en
realidad, era más bien un tributo. Incluso en el ámbito simbólico la figura de
la mujer ha sido casi siempre rubricada como el vaso elegido para la perpetuación
de la especie. Sin embargo, habrá que volver los ojos otra vez al territorio de
la antigua Persia para encontrar una figura capaz de disimilar esa imagen.
En
el amanecer del tercer día que sigue a la muerte terrestre (y cito palabras
de Denis de Rougemont), se produce el encuentro del alma del hombre con su
yo celeste a la entrada del puente Chinvat... en un decorado de montañas
llameantes en la aurora y de aguas celestiales. En la entrada se yergue su
Daena, su yo celeste, mujer joven de refulgente belleza que le dice: “Yo soy tú
mismo”.
Es, por lo tanto, la descripción del tránsito de lo contingente a
lo inmanente en el antiguo misticismo sátrapa el que convierte a la mujer amada
en una entidad profundamente espiritual y espiritualizadora. Y no es extraño
que desempeñe este mismo papel sustancial la Beatrice de Dante si concedemos
crédito a las palabras de Asín y Palacios, nuestro magistral arabista aragonés,
quien siempre defendió que la Divina Commedia era en buena parte plagio
de un cuento oriental. La tradición literaria tiene estas cosas y la figura de
la mujer como entidad espiritual prendió en Dante, y lo hizo en la tradición
literaria hasta hace bien poco. Indiscutiblemente en el Renacimiento español a
través de Francisco de Aldana (baste recordar su poema “Medoro y Angélica”) y
de Juan de la Cruz en el Cántico espiritual; en el Barroco, por medio
del exquisito Juan de Tassis. Los altos románticos europeos como Hölderlin, en
cuyo Hiperión la amada Diotima encarna perfectamente esa consigna ontologica;
en Novalis, cuyo Enrique de Offterdingen firma el más alto espíritu que
un hombre del siglo XIX concede a la figura de la amada (y también a la guerra,
todo hay que decirlo); y, en fin, en el onírico André Breton de L’Amour fou.
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Hera recibiendo el cinturón de Afrodita. |
La épica dominó muy buena parte de la
poesía antigua. Hemos citado al sumerio Gilgamesh, pero cómo ignorar
La
Ilíada y
La Odisea, cómo ignorar a Homero, a Hesíodo. El rapto de
Helena es un pretexto espurio que interpela agriamente a la historia; sin
embargo, la “rubia Helena” -como la denomina Pausanias- fue la primera razón de
una gran catástrofe y su culpa queda estigmatizada en los anales literarios de
la misma manera que lo hace la Eva edénica. La manzana de Paris, como la de
Eva, remiten en este punto a su versión parabólica, pero la actitud del griego
matador de Aquiles no es muy diferente a la de Gilgamesh, pues ambos rechazan
la seducción de Hera y de Ishtar, respectivamente. En cambio, sí son muy
distintas las consecuencias de uno u otro suceso. Hera despechada combatirá
enérgicamente a favor de los griegos hasta la destrucción de Troya; Ishtar
despechada se satisfará con saber que su héroe sigue sano y salvo, nada más. La
epopeya homérica (por cierto, Dante sitúa a Homero en el
Inferno), había
sido el involuntario precursor de un modelo sustentado en el estatismo y la
virilidad en todos los ámbitos de la vida. Durante más de doscientos años el
mundo clásico heleno estuvo sujeto a ese ideal homérico; tuvo que ser Lidia, la
Lidia quemada y arrasada por la alianza griega en el poema de Homero, la que,
haciendo de pasarela de Oriente, mostrara a Grecia una nueva forma de
espiritualidad en la que la delicadeza, la elegancia, el afeminamiento y el
intelectualismo se entremezclaran para desbaratar aquel modelo –digámoslo con
retórica contemporánea- machista. Es así como los primeros testimonios escritos
de la poesía lírica occidental aparecen en Grecia a finales del siglo VII. Lo
que tiene de particular este hecho no es su constatación, sino el que fuera
precisamente una mujer, una poetisa quien lo pusiera en solfa. Safo compone
textos, como en la tradición oral inmediatamente anterior, destinados al canto,
pero los resuelve mediante un carácter netamente privado, subjetivo e
intimista. Safo nació en Ereso, una de las localidades de la isla de Lesbos, y
Lesbos –dice con razón Juan Manuel Rodríguez Tobal-
juega un papel decisivo
en la génesis de esta nueva poesía debido a sus buenas condiciones
climatológicas y a su localización geográfica, que convertía a la isla en un
lugar de paso obligado entre la voluptuosa y radiante civilización oriental y
el por entonces incipiente mundo griego.
Pero si de historia también hablamos, la
historia no se portó muy bien con Safo. El misterio en torno a su biografía
supuso que a lo largo de muchísimos años su figura sirviera para ser zarandeada
por las más diversas moralidades. Y en ello tuvo gran importancia el hecho de
que el centro de su escritura e incluso de su vida lo constituyera el círculo
de sus amigas, de las que de alguna manera también dependía (no olvidemos que
parte de los ingresos de Safo procedían de poemas de encargo). Se reunía con
ellas en la llamada “Casa de las servidoras de las Musas”, lugar donde
aparecerá el amor en sus diversas variantes: celos, melancolía, ausencia. Este
amor de Safo hacia sus amigas mezcla sensualidad, religión y deseo en una
crátera desde la que verter nuevos valores poéticos opuestos a los hasta ese
momento valores convencionales como la belleza simple y hueca. Sin embargo, nos
quedan no sólo algunos de sus versos donde apreciarla, sino también la
admiración que le rindieron personajes principales de la historia como Platón,
Catulo, Petrarca, Leopardi, Hölderlin, Byron o Rilke.
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Safo. Copia romana de un original griego del siglo V a.C. |
Pero si ese alguien es la mujer
–decíamos- y ésta no es nadie sin la palabra, no hay mejor ejemplo que el de
Safo para advertirnos que su poder revelador está sujeto a aquella práctica
ontológica que ha de aprehender los signos y construir con ellos otro mundo no
conocido, tarea incuestionablemente atribuida al Poeta cuya praxis se encuentra
muy próxima a la de aquellos dioses citados al principio, al Creador
convencional dicho poco después, al Primer Motor, como gustaba llamarlo
Einstein. En esta tarea Safo crea desapareciendo: dice, nombra e ilumina desde
su ser primordial, desde la desaparición de su ser esencial. Dice Safo, en
traducción de Rodríguez Tobal:
Me parece igual a los dioses ese / hombre que
ahora está frente a ti sentado, / y tu dulce voz a tu lado escucha / mientras
le hablas / y tu amable risa; lo cual, te juro, / en mi pecho el alma saltar ha
hecho: / pues te miro apenas y mis palabras / ya no me salen / se me queda rota
la lengua y, suave, / por la piel un fuego me corre al punto, / por mis ojos ya
nada veo, y oigo / sólo un zumbido...
Ese hombre del segundo verso en el poema
de Safo es un simple pretexto; puede ser igualmente una estatua, una figura
decorativa porque lo que a la poeta le interesa es la palabra de la mujer que
ama, identificarse con ella o desdoblarse en ella, y no –como venía sucediendo-
supeditarse al ser amado. Este abandonarse a los sentidos desde la experiencia
individual, interior y desprejuzgada es, si no la primera, sin duda una de las
primeras manifestaciones de la lírica con conciencia autoral; su singularidad
reside en que esa voz pertenece a una mujer.
Cuando Eneas sobrevive al incendio y
saqueo de Troya y la abandona con Anquises sobre sus hombros, tiene (en la
leyenda romana) una importante misión que cumplir, nada menos que la de fundar
una nueva civilización. Su tránsito hasta conseguir ese objetivo es penoso.
Virgilio envuelve a Eneas con todos los atributos del héroe y con sus
caracteres deterministas, pero tuvo la facultad poética de poner a Dido en su
camino. Aparte de sus valores literarios, la obra propagandística de la literatura
virgiliana en favor de la paz de Augusto precisaba de una “causa eficiente” que
adornara a la familia Julia de la que Octavio descendía. La Eneida colmó
esas expectativas toda vez que el propio Julio César se vanagloriaba de su
genética divina, de su línea directa con Afrodita. Pero la poesía es otra cosa
como muy bien lo entendió Virgilio, tan bien lo entendió que quiso destruir la Eneida
debido –según él- a sus imperfecciones. Y la oposición virgiliana a su Eneida
residía en una sola frase: Mens agitat molem; o sea, la mente mueve el
cuerpo, atributo que concedió a Eneas en su determinación de fundar Roma, una
especie de causa superior apoyada exclusivamente en la razón. Dido, en cambio,
sucumbe a la pasión, a un motivo más intrínsecamente poético y quizá incluso
más intrínsecamente humano. Virgilio humaniza a Dido, humaniza a la mujer en
tanto dota a Eneas de un valor meramente instrumental al servicio de los dioses
y a los intereses políticos de la primera Roma antirrepublicana. Creo yo que el
error de cálculo poético del que Virgilio se lamentaba fue precisamente ése: no
haber actuado con Eneas del mismo modo que con Dido. La mujer, pese a lo que
pudiera marginarse de una lectura legendaria, ocupa en la Eneida el
papel secundario trascendental que le confiere a la postre valor poético; o, lo
que es lo mismo, un más allá de verdad literaria y un más allá de
reconocimiento humano. La Eneida no sería nada sin Dido.
Habíamos dicho que Dante condenó a
Homero al Inferno, también arrojó allí a Horacio, a Ovidio y a Lucano, pero no
a Virgilio. A Virgilio lo salvaguardó de las llamas para incrustarlo en su Commedia,
pero quizá porque encontró en el autor de las Bucólicas a un poeta que
supo definir a la mujer con aquel perfil divinamente humano, y valga la
paradoja. En la Vita nuova de Dante, Beatrice aparece ataviada con todos
los dones posibles: es bellísima, pero, lejos del animal hermoso próximo a lo
objetual, está dotada además de ingenuidad y virtud. Platón tuvo mucho que ver
en esta nueva imagen que los poetas prerrenacentistas y renacentistas otorgaron
a la mujer. Esta mujer nueva contiene los valores más atractivos porque el
epicentro de su seducción no reside en la atracción carnal, sino en la
sublimación de su belleza hasta alcanzar una fisonomía espiritual. Se trata, en
efecto, de una hermosura interior, un tópico al que hoy acudimos con la
finalidad de superar muchos de nuestros prejuicios. Esta mujer debe ser
percibida por los sentidos, nunca por la razón, y es en este nuevo fundamento
sensual donde adquiere protagonismo literario como fuente de dicha. Beatrice es
un modelo universal que sitúa a la mujer en un plano de atracción superior.
Dante ha renunciado al intelectualismo puro para perfilar su modelo; ha
abandonado los palcos de la jerarquía docta y se ha sentado en la platea, a
medida distancia de lo profundo y de lo inteligible para crear un icono
trascendente que, por paradójico que parezca, al final no reside siquiera en
Beatrice, sino en la palabra, en las palabras que es capaz de inspirar: Ogne
dolcezza, ogne pensero umile / nace nel core a chi parlar la sente, / ond’è
laudato chi prima la vide. // Quel ch’ella par quando un poco sorride, non si
pò dicer né tenere a mente, / sì è novo miracolo e gentile.
Toda dulzura
y pensamiento humilde
brotan del corazón de quien la escucha,
Por eso envidian a quien primero la vio.
Cuando
sonríe, su imagen
no puede ni describirse ni entenderse,
es el milagro nunca visto, generoso y gentil.
Hay que decir que Dante vio por
primera vez a Beatrice cuando ésta contaba apenas nueve años. A quien el lector
de estos versos debe envidiar, por lo tanto, es al propio Alighieri.
Naturalmente que existe una
proyección mística en la descripción dantesca de Beatrice, pero es que con
gratuidad irreflexiva solemos conceder al misticismo un no sé qué de
indisoluble nexo religioso, cuando, en realidad, la mística no es más que un
estado, un proceso sugerido y a veces concluido por medio del sentimiento y de
la intuición, nada más que esto. De ahí que podamos atribuir a esta Beatrice un misticismo laico, escindido de
toda asociación teológica.
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Laura de Noves |
Petrarca atizó un buen golpe al
oscurantismo gótico y al celo medieval. Su Laura, en cierto modo, es a Petrarca
lo que Beatrice es a Dante, incluso en su aspiración espiritual, en su modelación
como fuente de intuición en la mística laica vertida desde el vaso de la
belleza. Sin embargo, y quizá porque Petrarca convivió muy cerca de la real
Laura de Noves y hasta la visitaba en casa, terció un elemento en seguida
diferenciador, de manera que en el
Cancionero petraquista se aprecia una
más evidente proximidad carnal. Fuese o no la tal Laura de Noves la fuente
auténtica de la inspiración de Petrarca, lo que destaca en esta mujer es la
renuncia explícita a una relación que hubiese sido adúltera. Laura de Noves,
francesa de Avignon, estaba casada y lo alejó de sí, pero nunca dejó de amar a
Francesco Petrarca, quien le sobrevivió treinta años sujeto a un deseo que le
negó la realidad moral de su tiempo. Laura vive en Petrarca y le sobrevive; Laura
es la palabra de Petrarca, quien, a su muerte, lleno de dolor, nos la entrega
transitando por el intrincado laberinto revelador de la palabra dicha y de la
desdicha, de su expresión y de su negación, de la luz y de la oscuridad, de la
soledad y del silencio, de la vida y de la muerte en su célebre soneto
elegíaco. Sí, Petrarca no habría existido sin Laura.
Podríamos, desde luego,
extendernos en los nexos estéticos que unen indisolublemente las iconografías y
los modelos de la tradición literaria. Extrapolar la pasión de Petrarca a la
del joven Werther y su amada Carlota y constatar la muy distinta definición del
conflicto, incluso encontrar rasgos evidentes en la fiel Penélope pretendida
por más de un príncipe; ¿por qué no trasladar a la angelical Beatrice al Cántico
espiritual como redentora de la “noche oscura del alma” de un Juan de la
Cruz iluminado por el fervor casi carnal de su palabra? Podríamos asimismo
llegarnos hasta la amada anónima de Garcilaso de la mano de Laura y prestarle
este nombre a sus canciones. Carmen Bravo Villasante ha dicho que para leer el Werther
hay que haber amado; José Luis López Aranguren dijo de la “noche oscura del
alma” que no existía en el poema, sino en la experiencia vivida por el propio
Juan de la Cruz. Es decir, que, al final, la experiencia sentida, vivida y
vívida, es lo que da forma acabada a un pretexto, y este pretexto es una vez
más el texto, el poema, la palabra.
Detrás de la palabra escrita —dice
Maurice Blachot—, no hay nadie, sino que ella da voz a la ausencia, como en
el oráculo donde habla lo divino, el dios en sí mismo nunca está presente en su
palabra, es pues la ausencia de dios quien habla.
En todos los casos
hablamos de una presencia femenina en el poema, de una presencia femenina en la
tradición poética, de un arrastre instintivo que define a su contrario como el
“razonador” y lo sitúa frente a una sintaxis de los sentidos, frente a una
ineludible semántica del corazón para dejar bien clara la apuesta nietzscheana
por construir un debate que supere las losas pesadísimas del pragmatismo;
sugiere un debate que acuda a discutir de las emociones, incluso aunque éstas
resulten determinantes para la diacronía del poeta; que se comprometa con la
incrustación de la diversidad de observaciones frente a la monotemática del
discurso pragmático, diversidad que se distiende en la reducción o incremento
progresivos de una esperanza que no deja de valorar y prestar atención a los
discursos de las utopías sin ignorar un apunte diacrónico en torno a la
presencia de la poesía, de la literatura, en la historiografía estética
contemporánea y en torno a su presumible aniquilación social como referencia
humanista, realidad que avanzó hace ya unos cuantos años el narrador mejicano
Carlos Fuentes. Este nuevo modelo literario debe no sólo convivir, sino
competir abiertamente con el pragmatismo y, en mi opinión, es la perspectiva
femenina de la literatura, tradicionalmente relegada a un papel secundario por
mor de infundados prejuicios, la que debe hacerse con el papel protagonista. La
palabra ha sido tratada desde diversas ópticas en cuanto elemento constructor
de otras realidades humanas, ontológicas y formales, pero casi siempre
adheridas a un sexo. El género es otra cosa bien distinta cuyo dispendio verbal
en el lenguaje político sigue machacando en el clavo del solapamiento –esta vez
bajo un concepto gramatical- de las deficiencias de un determinado sexo: el
masculino.
No, no me estoy yendo por los
cerros de Úbeda, sino que trato de situar ahora la poesía en ese otro lugar de
percepción contextual donde ha de desarrollarse su genética. Bécquer, por
ejemplo, jamás trató de idealizar a la mujer como pretendieron –sin acaso
conseguirlo- Dante, Petrarca, el mismo Hölderlin antes de enloquecer o incluso
un Juan de la Cruz dispuesto a cualquier genial sublimación de su experiencia
vital. Bécquer, por el contrario, se situó a la misma altura, en el mismo nivel
de elevación crítica y textual que encierra su obra. Poesía eres tú es
axioma común que transita con fluidez entre la mediocridad lectora sin que haya
alcanzado su verdadero significado. Ahíta la sociedad de los clichés
románticos, ha sido incapaz de vislumbrar la modernidad de ese axioma como
proclama igualitaria de los sexos. Quien escribe es Bécquer, pero a quien
representa es a un poeta abismado por la lucidez de –esta vez sí- un género, la
poesía, que, para Bécquer, sólo puede equipararse a los valores contenidos en
la mujer.
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Rosalía de Castro |
Deslizarse por una afirmación de
este carácter es otorgar a la obra becqueriana uno de los rasgos que sirvieron
a Rosalía de Castro (coetánea del sevillano) de sustento destacado de su
poesía. Gertrudis Gómez de Avellaneda, Carolina Coronado y la propia Rosalía
forman la trilogía de mujeres poetas que en el siglo XIX ajustaron
definitivamente, desde la inequívoca formulación del talante femenino, una
visión autónoma en la poesía española hasta ese momento. Pero es quizá la obra
de la gallega la que, análoga a la de Bécquer, concede a su voz un sentido
intimista muy alejado de los estentóreos énfasis y de la decoración retórica de
los románticos inmediatamente anteriores. Lo que la voz de Rosalía nos descubre
es aquello que late en la propia vida de la poeta, una pasión del ánima, una
pulsión del ánimo, la viva disección de su más preciada víscera en imitativa
armonía con, sobre todo, la naturaleza. Uno de los vacíos más destacados en la
poesía española de las tres últimas décadas lo constituye precisamente el
abandono de la naturaleza como elemento temático referencial. Un ejercicio casi
notarial de la escritura desenvuelta en el contexto urbano o iconográfico ha
dado la espalda a un generador básico de la creación poética como es la
naturaleza. Quizá Antonio Colinas, Mariano Castro y Clara Janés (que yo
recuerde, así, de repente) sean las excepciones más inmediatas. Pero pocas
obras han elevado en España a una concluyente categoría distintiva el paisaje
natural como lo ha hecho la obra de Rosalía Castro de Murguía. En sus
siguientes endecasílabos encontramos un resumen de la permanente identificación
de la poeta con su entorno:
¿Qué es soledad? Para llenar el
mundo / basta a veces un solo pensamiento. / Por eso hoy, hartos de belleza,
encuentras / el punte, el río y el pinar desiertos. / No son nube ni flor los
que enamoran; / eres tú, corazón, triste o dichoso, / ya del dolor o del placer
el árbitro, / quien seca el mar y hace habitable el polo. //
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Clara Janés |
Clara Janés, como digo, ha sido
una de las poetas que ha quebrado la tendencia postmoderna, el neospleen de la
poesía penúltima plantando un árbol en el desierto y llenándolo de aves y de
sensualidad. ¿Quiere ello decir que acaso una de las tendencias singulares de
la poesía escrita por mujeres sea justamente esa, la proclividad a encontrar en
el paisaje el marco óptimo para el ejercicio de un empirismo sensual? Lejos de
parecer axiomático, en lo que a mi experiencia lectora respecta, yo diría que
la poesía escrita por mujeres está más próxima al sensualismo de Hume mientras
que la poesía tradicionalmente escrita por hombres no está lejos de cierto
cartesianismo.
Naturalmente, esta consideración es absolutamente preventiva,
pero me da la razón si es de Clara Janés de quien hablamos. Clara Janés posee
una obra poética en la que los sentidos cobran una importancia trascendental y
más cuando éstos se enlazan con el orbe natural que, en sus palabras, se vuelve
vívido, sensual, abarrotado de aromas y de ritmos, mientras que el cuerpo que
existe en él se pronuncia carnal en todos sus grados de pudor o desinhibición
haciendo de su poesía un puro referente lírico etimológica y literariamente
considerado.
¿Por qué Leon Tolstói, dudó de su
propia mortalidad tras haber creado a Natacha y Ana Karenina? ¿Por qué no le
asaltaron las mismas dudas cuando terminó de concebir algunos de sus personajes
masculinos? ¿Estamos ante la certeza de que el modelo característico ideal sólo
puede tener una fisonomía femenina? Marcel Proust jamás renunció a la
androginia de sus personajes en una prolongada metáfora de su condición vital
que condiciona magistralmente su escritura. ¿Cuál de los dos modelos sería,
pues, el óptimo? Desde luego, el que no lo parece ni aparece por ningún lado es
el masculino, salvo cuando han de establecerse cánones eurítmicos formales,
antropocéntricos, pero no cuando esos cánones afectan a la Psique, y la Psique
sigue siendo femenina.
A pesar de que las posibilidades
materiales, las circunstancias sociales y económicas y los cambios históricos
influyen sobre la creación estética, escribir un poema es un hecho contingente.
Creo que ésta sí es una afirmación difícil de refutar. Por lo tanto,
desconocemos qué cantidad de poemas escritos por mujeres han quedado a lo largo
de la historia aplastados por el silencio imperativo de una estructura social
masculinizada; cuántos solapados por un anonimato que negaba la certeza de una autoría
femenina; cuántos apócrifos descansan todavía ignorados por una curiosidad
adormecida.
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Delmira Agustini |
Tan contingente es el ejercicio
de escribir un poema, que concluiré con la cita de una poeta que resume dos
hechos sustanciales: la afinidad poética de su carácter y la afinidad
contemporánea de su destino vital. De Delmira Agustini dijo Rubén Darío que era
la primera poeta que, desde Teresa de Ávila, se expresaba como mujer. Delmira
Agustini fue una moderna Safo que murió asesinada a los veintisiete años. Poeta
precoz (escribía desde que era niña) en ese tiempo, compuso tres libros de
poemas (otros tres aparecerían póstumamente). Pero querría destacar uno de su
libro
Cálices vacíos, donde vierte un sensualismo iconoclasta si
consideramos que es una mujer nacida en 1886, cuando el erotismo era un asunto
tabú y que, en todo caso, tenía sólo cabida en la experiencia literaria del
hombre. Delmira fue admirada por sus contemporáneos, pero con qué escasa
fortuna ha calado en España esta poeta uruguaya de verso límpido, elegante y,
además de modernista, extraordinariamente moderno que se adelantó a las
corrientes vanguardistas de los años veinte. Ya no la sensualidad que
apreciábamos en Safo, sino que su lenguaje aderezado de erotismo desinhibido
confieren a Delmira Agustini la paridad total con la expresión poética
reservada a los hombres hasta no hace mucho. Delmira es el antecedente formal
de cuantas poetas hoy han abrazado su erotismo como un valor destacado y, por
lo tanto, legítimamente expresable. Delmira Agustini es el antecedente, por
ejemplo y también, de Clara Janés, de la Clara Janés que en
Eros
desarrolla toda una panoplia de excelsos arrebatos invocando el
filo más
suave, erecto y encendido que planea y arremete las costas del amor con sus
yemas insaciables palpando vulvas; poetas más recientes como Belén Reyes
y la jovencísima Clara Santafé son también deudoras de aquella Delmira
decimonónica. Leamos el soneto de Agustini:
Eros, yo quiero guiarte, Padre ciego...
pido a tus manos todopoderosas
¡su cuerpo excelso derramado en fuego
sobre mi cuerpo desmayado en
rosas!
La eléctrica corola que hoy
despliego
brinda el nectario de un jardín
de Esposas;
para sus buitres en mi carne
entrego
todo un enjambre de palomas
rosas.
Da a las dos sierpes de su abrazo,
crueles,
mi gran tallo febril... Absintio,
mieles,
viérteme de sus venas, de su
boca...
¡Así tendida, soy un surco
ardiente
donde puede nutrirse la simiente
de otra estirpe sublimemente
loca!
Es el último terceto el que
designa con evidencia más que constatable un argumento en su fondo socialmente
y literariamente revolucionario. Delmira no se conforma con expresar un deseo
cierto de la carne sobrecogida de amor, sino que está proclamando un cambio de
actitud, quiere dar paso a una nueva estirpe capaz de equipararse al hombre en
la comunicación de sus emociones y anhelos tanto como en la aceptación natural
de esos valores.
Si Gertrudis Gómez de Avellaneda
amó desmesuradamente y pudo escribir hacia la mitad del XIX una novela
abolicionista (Sab) abstraída de su dinámica amorosa; si Carolina
Coronado dedicó su obra poética a amores imposibles y destinó buena parte de su
esfuerzos a proteger y dar refugio a escritores y políticos perseguidos,
actitudes sin duda coronadas de poco común empatía, Delmira Agustini creció
poéticamente para dejar plantado un deseo definidor de la mujer misma cuya
interpretación se encuentra incrustada en su poesía.
Delmira se casó con un tal
Enrique Job Reyes el 14 de agosto de 1913 y lo abandonó un mes y medio más
tarde, divorciándose el 5 de junio de 1914. En julio del mismo año muere
asesinada por su ex-marido, que después se suicidó.
Comenzábamos esta intervención
aludiendo a que la aparición del logos –la palabra- instituyó la razón como
mecanismo para el establecimiento de un mundo arrebatado a los hombres por los
dioses, y que fue precisamente la palabra la que creó a esos mismos dioses hoy
imposibles. Decíamos también que la aparición de la mujer como elemento
disuasorio de una razón impuesta se fundaba asimismo en la palabra; que la
mujer no sería nada sin la palabra, y añadíamos que a la palabra poética le era
dado decir otra cosa, otras cosas. Pues bien, ¿Ha sido capaz la palabra de
solventar todas sus fisonomías ontológicas? ¿Ha resuelto el modo, las pautas,
el trayecto para alcanzar su finalidad, si es que la hay? Nietzsche ya advirtió
que la vida no es una dimensión regida por la utilidad, ni siquiera tiene una
finalidad, sino que es un fin en sí misma. Estaba negando con ello todo sentido
práctico a la existencia, se adelantó 140 años a la crítica del modelo social y
económico basado en el consumo; pero hay que advertir en seguida la distinción
que el propio Nietzsche establece entre esa existencia y la vida. La primera
compete al mundo del ser, al ámbito de la intensión; la segunda, atañe al mundo
de la durabilidad cronológica, al ámbito de la extensión. Es en ese ámbito de
la intensidad existencial donde la mujer deber desarrollar una estrategia de
verdadera conquista, hacerse con la palabra para emanciparse de las ataduras
impuestas por la inocencia empírica, pero, más que nada, para romper la celosía
de la razón y del derecho que la informa. Por imperativos que sean los motivos
psíquicos y privados de su génesis histórica, la marginalidad de la existencia
literaria, la exención de la trascendencia del ser inmaterial de la mujer a un
plano análogo al del hombre, no responde a ninguna lógica. Es verdad que las
cosas han cambiado mucho en los últimos cien años, pero no basta. Existen
sensibilidades y formas que nada tienen que ver con el sexo, sino que están
inspiradas en el ser natural y, sin embargo, han sido sistemáticamente
ignoradas. Desde luego, la historia estética conoce muy bien el sentido de
culpabilidad de esa ignorancia, de radical incomodidad ante determinados
juicios documentados en el subconsciente colectivo. No se trata sólo de
erradicarlos, de que sigan o no existiendo, sino de que, decididamente, no
responden a ninguna necesidad. Si no somos capaces de derrumbar esa herencia
innecesaria, nos quedaremos desesperadamente en los límites de un propósito. Y
esta tarea se basa, fundamentalmente, en una modificación radical del discurso;
esa tarea le incumbe, pues –y concluyentemente- a la palabra. Si la mujer,
entre otras muchas cosas más penosas, ocupó un lugar destacadísimo como objeto
de seducción u objetivo amoroso, acuñando el activo monográfico de la famosa
sentencia Omnia vincit amor, debiera recurrirse con urgencia a una
primera y total sustitución de ese contenido por el que, de manera más cierta,
indaga y revela su auténtica capacidad activa: ya no omnia vincit amor,
sino omnia vincit verbum.
Muchas gracias.
1 Comentarios
Magistrales colaboraciones de M.Forega. Un plcer su lectura y relectura...
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