ANTE LA TUMBA DEL MÚSICO DESCONOCIDO por Francisco Javier Irazoki.

Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) fue miembro del grupo surrealista CLOC. La Universidad del País Vasco editó en 1992 toda la obra poética que Irazoki había escrito hasta el año 1990. El volumen, titulado Cielos segados, comprende los libros Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita. La editorial Hiperión le publicó en 2006 el libro de poemas en prosa Los hombres intermitentes; en 2009 La nota rota, semblanzas de cincuenta músicos; y, en 2013, Retrato de un hilo, libro de poemas en verso. Desde 1993 reside en París, donde ha cursado diversos estudios musicales: Armonía y Composición, Historia de la Música, etc.










ANTE LA TUMBA DEL MÚSICO DESCONOCIDO
   
        El cadáver de Mozart fue arrojado a una fosa común.

           Cuando éramos jóvenes, como escribíamos poemas, nos instalaron en la fosa común decorada con los residuos de Mozart. Un sitio muy   agradable, libre de aplausos y fácil de limpiar, porque en él apenas se acumulaba el polvo bancario. 
Allí nos atendía un hombre descongelado. Lo vigilábamos por turnos y jamás le descubrimos un gesto inelegante; si acaso, desenfundaba un aforismo de Elías Canetti para defenderse de la velocidad del tiempo. 
        Contaba algunos años más que nuestra rebeldía, y agradecíamos su talante de persona suave. No le interesaron los aires de dominio con que algunos artistas miran al resto de los transeúntes. Nunca se sintió superior a nadie porque nunca fue un mediocre. Y nos enseñó que la alegría es la máxima hondura que podemos alcanzar.

        Vladimir Nabokov, al definir en su Habla, memoria la personalidad de un amigo, Yuri, dice que poseía “un sentido del honor equiparable, desde el punto de vista moral, al oído absoluto”. Al leer la frase vi nítido el ejemplo de nuestro hombre, aunque él entonase como una orquesta de cacerolas.

        En lo artístico, nos aconsejó, con irreverencia frente a los mitos hinchables, el camino personal. Buen oxígeno en una época en que todos los mandamientos literarios parecían resumirse en uno: no molestarás al lector. También nos propuso una actitud general abierta. Él buscaba huellas de templarios y cátaros, pero seguía atento a placeres variados: el jazz, Janis Joplin, el haiku japonés. Acariciaba unas piedras medievales e inmediatamente nos iniciaba en Yukio Mishima. Lo saludé a pocos kilómetros de la catedral de Chartres, y luego reapareció jurando en cingalés arcaico contra la terquedad de una máquina que le impedía el acceso a la obra de Joseph Beuys. No le era indiferente el desconsuelo de un viejo bluesman y, sin caer en las endogamias vasca e hispánica, el flamenco lo emocionaba, y defendía con arrestos gitanos la luz que José María Mínguez liberó de los alabastros, o la sensibilidad arriesgada de Florencio Alonso.

         A veces sonreí pensando que los futuros campeones del ciclismo, a diferencia de los semidioses yonquis, buscarían la compañía de nuestro amigo para gandulear sin disimulo. ¿Entrenarse? Mejor pasear perezosamente con aquel poeta. Siempre transmitió tanta vida que, aunque su compinche ciclista sólo tuviera una pierna, o su peso fuese tan excesivo que con una pestaña bloquease la carretera, recibiría la fuerza que se convierte en dorsal de héroe.

         Lo traje a la memoria para escribir en estos papeles. La pantalla del ordenador era la lápida de la tumba de un músico desconocido, y en ella inscribí algunos nombres. Coloqué al amigo entre compositores renacentistas, cantantes, jazzmen y guitarristas de flamenco. Justo al lado de Mozart.  

         Y aquí debo poner el nombre del maestro: Ángel de Miguel.

Ángel de Miguel, fotografía de Julián Ruiz Bujanda.



FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
(Del libro “La nota rota”; Hiperión, 2009)
 

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