EL RINCÓN DEL RELATO: Boca Abajo y Descubriendo mis pies de buzo, por Manuel Gris Lorente

                Manuel Gris Lorente lleva escribiendo desde que tiene uso de razón, quizá incluso antes, pero como no tiene recuerdos de esa parte de la vida prefiere no arriesgarse a la hora de hacer una afirmación tan tajante.
                Influenciado por autores como Chuck Palahniuk, Charles Bukowski, Bret Easton Ellis, Janne Teller, Amy Hempel o Craig Clevenger su escritura está caracterizada por un uso de la locura y la anarquía literaria con la que intenta no dar pistas de qué va a pasar a continuación en sus relatos y novelas. De cuál será el siguiente paso.
                La escritura es una forma de escapar del mundo y lo que hay en él, de todo lo que nos para a la hora de ser nosotros mismos, tan intensa y rica, tan grande, que no sabe expresar ese sentimiento con palabras, así que no lo hace. Solo sigue adelante, sin tenerle miedo a la página en blanco, y con la seguridad de que cada letra que usa solo le da algo más de libertad.
 
 
Boca Abajo
 
 
El mundo gira a mi alrededor como si llevase encima una borrachera de órdago; la que en realidad llevo.
A veces la mejor manera de no explicar el motivo de nuestros actos directamente, sin tapujos, ya sea por miedo o por vergüenza, es describiendo dónde se está y qué se acaba de hacer y, a partir de ahí, que cada uno tome sus decisiones; que se hagan las ideas que se crean oportunas.

Voy.

Mis manos están sujetando el suelo, con mucha fuerza, por miedo a que me deje ir y acabe más lejos de donde en realidad debo estar y que, desde luego, no es en este parque infantil. Además del mundo, un coro de risas se mezclan con el aire que, sin muchas ganas, inspiro y expiro, que permito que me siga manteniendo con vida. Una vida, os regalo una confesión, que hace mucho tiempo que me cansé de aguantar.

Miro a mi derecha y mi carro de la compra y mis mantas, mis botellas y mi radio vieja están esparcidas por el suelo lejos de mi banco. Rotas, sucias; como yo.

Otra patada me hace dar la vuelta y mirarle a la cara.

Una cara. La tuya.

 Descubriendo mis pies de buzo

    Sé que puedo hacerlo. Estoy listo, preparado, convencido. Con el valor suficiente.

    En algún momento tenemos que coger las riendas de nuestra vida y luchar contra nuestra cabeza y nuestro corazón, contra nuestro pasado y lo que algún día dijimos. Es parte de la vida, que decía mi abuelo, es parte de ella el luchar contra lo que nos impide dar un paso más hacia donde nunca sabemos lo que hay a ciencia cierta. Es difícil salirte de la línea, lo sé, es complicadísimo abrir una puerta para la que nunca has pensado que había una llave, de acuerdo, pero sin estos pequeños momentos, sin estos escalones que subimos guiados por lo que creemos que verdaderamente debemos hacer, la vida no sería más que una carretera en medio de un desierto, rápida y divertida, pero al final, cuando llegases a la meta, tu biografía ocuparía un par de folios en los que todo se repetiría una y otra vez. 

    Gracias abuelo. Al final te haré caso en algo.

    He decidido hacerlo. Sí. Creo. ¡No!, creo no, SÍ.

    Salgo del metro por la salida de siempre, al lado de la farola y de la tienda de instrumentos musicales de siempre. Sigo adelante con el viento empujándome hacia atrás, peinándome como a Imanol Arias en Noche Vieja, intentando que no continúe. Y yo pienso jódete, sí, jódete viento, voy a terminar lo que empezaste cuando me trajiste ese olor, el que me llevó a esa tienda a la cual voy a entrar en apenas 2 minutos y en la que la conocí, en la que hablamos por primera vez y a la que volví al día siguiente para invitarla a tomar algo. Jódete, cabrón. Voy a terminar con esto que me diste sabiendo que nunca sería mío del todo, que no debió ser jamás mío en realidad.

    Y, ya puestos, si ves hoy a Dios dile que le jodan también, por crearla a ella tan perfecta y a mi tan sentimental.

    Noto cómo mis pies comienzan a pesar cada vez más, cómo crecen y engordan hasta convertirse en pies de buzo, en plataformas de travestí, y sin sentido dejo de notar las baldosas del suelo, como si volase, como si mi cuerpo tratase de escapar de este momento que debo vivir en apenas 30 segundos. 20 segundos.

    Ya veo el letrero. Huelo las magdalenas que ahora llaman muffins y las barras de pan que ya no son de cuarto sino de algún nombre más cool.

    Hay mucha gente en la calle, van y vienen y no chocan conmigo porque no les veo, no están aquí conmigo. Mis ojos encuentran la puerta y mis pasos, en lugar de girar y entrar, siguen recto pero no giro la cabeza, la mirada, que la ve. La veo. Está igual que la última vez que la vi, que el día que dijo que no estaba preparada para seguir, que ya me lo había advertido, que no me hiciera el sorprendido. Está con el mismo peinado, el mismo color de labios, la misma sombra de ojos, unos ojos que me ven y se abren con sorpresa.

    Mis pies no aceleran, no se esconden. Mis manos buscan el móvil y me lo ponen delante de la cara para que finja que no me he dado cuenta de nada pero mis oídos están en perfecta forma y, cuando giro la esquina que ya tenía planeada girar, oigo mi nombre, lejano, que muere entre el ruido de la calle que vuelve a mí en el mismo momento en que entro en una tienda de ropa.

    Me paro. Pienso en lo que acabo de hacer, en cómo no he entrado y no le he dicho lo que quería decirle.

    Una dependienta me pregunta que si puede ayudarme y le digo que no.

    Que nadie puede ayudarme.
 
 

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