EL RINCÓN DEL RELATO: VIEJO Y LOCO, por Manuel Gris Lorente

Manuel Gris Lorente lleva escribiendo desde que tiene uso de razón, quizá incluso antes, pero como no tiene recuerdos de esa parte de la vida prefiere no arriesgarse a la hora de hacer una afirmación tan tajante. Influenciado por autores como Chuck Palahniuk, Charles Bukowski, Bret Easton Ellis, Janne Teller, Amy Hempel o Craig Clevenger su escritura está caracterizada por un uso de la locura y la anarquía literaria con la que intenta no dar pistas de qué va a pasar a continuación en sus relatos y novelas. De cuál será el siguiente paso. La escritura es una forma de escapar del mundo y lo que hay en él, de todo lo que nos para a la hora de ser nosotros mismos, tan intensa y rica, tan grande, que no sabe expresar ese sentimiento con palabras, así que no lo hace. Solo sigue adelante, sin tenerle miedo a la página en blanco, y con la seguridad de que cada letra que usa solo le da algo más de libertad. 



VIEJO Y LOCO

El viejo loco miró hacia atrás, por encima de su hombro, y se dio cuenta de que era de día.
Sabía que hacía, lo menos, 8 horas que le esperaban en casa, pero a veces es mejor perderse en la calle que aburrirse rodeado de paredes, porque lo que en una opción puede matarte, en la otra es una tortura demasiado severa como para soportarla muy a menudo.

Así que prefirió permanecer allí.

‒Cerveza ‒dijo con una dicción perfecta que, de todos es sabido, es sinonimo de alguien que no sabe decir nada más, o no quiere, por miedo a desmayarse debido a la cantidad de letras pronunciadas.
‒¡Marchando! ‒la camarera había visto demasiadas películas como para decir algo diferente y saber que, una copa más, podría significar una nueva, y buena, historia que contar. Así que, dentro del botellín, vertió disimuladamente un pequeño chorrito de vodka. A veces lo mejor que puede pasarte necesita un pequeño empujón.

El viejo loco dio un primer trago, dijo que la cerveza extranjera era asquerosa, y volvió a su mesa, situada en ese rincón solitario que suele ser la pareja perfecta de la puerta de la calle.
Olía a demasiada colonia, pues no quería que su mujer notara el perfume de la rumana que se la había chupado cuando dijo que iba a por tabaco, hace 9 horas. No logró correrse, pero, a los 67 años, una caricia bien dada es mejor que cualquier orgasmo de uno de esos descerebrados chavales que ahora tienen 20 años. Lo sabóa con toda seguridad porque una vez tuvo esa edad. Fue hace mucho, tanto que no quiere acordarse, pero aun así está seguro de que lo que piensa es la pura verdad.
Dio otro trago, volvió a insultar a los que no son de mismo pais, y decidió que tenía ganas de mear.

‒Guarda... cerveza... ‒esta vez se la jugó, pero como la primera palabra no era muy complicada pudo pasar desapercibido. O eso creía él.

El camino recto a veces es la peor de las curvas, y el de aquel bar parecía tener el record Guiness en esa modalidad. Llegó, claro, pero el golpe de la puerta contra pared al abrirse fue como la peor trampa para ratones. Anunciaba problemas, dificultades. Le decía que cuando la cerrase y se encontrara solo en aquel pequeño cuarto iba a sentir que su vida se acababa. Que desaparecía.

Ni una sola gota de orina logró alcanzar el agua del inodoro, así que trató de no pisar el charco que, como una sombra que poco a poco crece con el amanecer, intentaba alcanzar sus zapatos de boda; los únicos que tenía, y los mejores al mismo tiempo. Logró sortear la cascada, pero se le olvidó tirar de ka cadena, lavarse las manos, subirse la bragueta y mirarse en el espejo, aunque esto último fue a propósito. Desde que había superado los 60 su reflejo no era algo que consiguiera hacerle sentir mejor, porque cuando algo que odias forma parte de ti, la única manera de sobrevivir en el día a día es ignorando la realidad, o morir. Pero era demasiado cobarde como para escoger el segundo camino, y eso que sabía que era el que más deseaba.

Mágicamete el bar parecía haberse llenado de golpe durante los pocos minutos que había pasado en el lavabo, y no fue hasta que volvió  su sitio que comprendió lo que estaba pasando. El bar no estaba lleno en realidad, era la calle la que se había abarrotado de gente que iban de un lado al otro buscando eso que supone que debían hacer. Los observó a traves del cristal como hacen los niños al ver por primera vez a un canguro en el zoo, con una intriga y una sensación extraña dentro del pecho que no tenía que ver con las ganas de vomitar ni la diarrea inminente.
Sentía, en parte y sin saberlo, envidia.

Vio en el mundo, en esos pasos que gastaban el suelo, algo que hacía mucho tiempo que buscaba sin saber que necesitaba: las ganas de querer hacer realmente algo. O, al menos, sentirse útil.
Su día a día, desde que hacía por lo menos 10 años, no eran más que diapositivas gastadas y caducadas que conseguían hacerle sentir como una planta metida dentro de una jaula. Empezando por su ex trabajo, del que salió debido a un despido disciplinario del todo comprensible, y acabando por esos últimos 6 años que había pasado tratando de buscar un modo en que conseguir dinero suficiente para que nunca le faltara una cerveza sobre la mesa. Su mujer había dejado de quejarse después de darse cuenta de que ninguno de sus argumentos acababan en un lugar que no fuera el olvido, y entonces se encerró en la tele y en la vida de los demás, la cual le hacía olvidarse de las suya propia.
Porque, cuando lo que eres no puedes controlarlo ni cambiarlo, siempre es mejor refugiarse en los demás que tratar de ponerle solución. O más fácil.

El viejo loco siempre decía que ahora volvía al salir de casa, y nunca lo hacía. O, bueno, sí lo hacía, pero como no lo recordaba para él era como si nunca hubiera pasado. Siempre, o casi, se despertaba en su cama, preguntándose por qué estaba allí, y entonces se levantaba y trataba de ponerle sentido a aquellas paredes infernales que le recordaban la vida que le estaba tocando vivir. Y después bebía de nuevo.

‒Cerveza ‒dijo de nuevo levantando una mano que trataba de demostrar que estaba vivo, sereno, pero que no convenció a nadie.
‒¡Marchando!

Los primeros clientes del día llegaron al bar junto con el camarero del turno de mañanas de aquel pequeño garito de pueblo que, siendo buen previsor y estratega, había decidido abrir las 24 horas. Estaba a 2 horas de cualquier otra ciudad o pueblo, ¿quién iban a prohibírselo?

‒¿Cómo va hoy el viejo loco? ‒preguntó el chico de mañanas en cuanto se colocó detrás de la barra.
‒Pues hoy puede decir cerveza.
‒¡Muy sien!, ¿se da cuenta?, ¡es usted un fenómeno!

El viejo loco podía estar muy borracho, pero hay algo que nunca pierden de las mentes enfermas: la capacidad de detectar las risas dirigidas hacia su persona.

‒Gilipollas ‒dijo, sacando todo el aire de su cuerpo y colocando el acento en al LL.
‒Muchas Gracias ‒contestó el camarero.

Hay veces en las que decir lo que una quiere, y encima sabiendo que es un gracia a la que todos contestarán con una carcajada, no es la mejor manera de contestar a un borracho de los de tomo y lomo. De esos que tienen callos en el alma de todas las veces que ha estado a punto de morir en una pelea de bar. Y, nuestro viejo loco, directamente tiene el alma hecha a base de cicatrices.

De un trago acabó su cerveza y, con un fuerza tan sobrehumana como solo puede tenerla una persona más cerca de la locura que de la lucidez que caracteriza a un dijo digno de la admiración de sus padres, lanzó la botella contra la nuca del chico de las mañanas, cuya larga y recién lavada melena de tiñó de sangre a una velocidad demasiado elevada como para no alarmarse en el acto. Aquello iba a acarrear puntos de sutura; en el mejor de los caso no dormiría en el hospital esa noche.

El viejo loco, poseído por la rabia que empuja, sin motivo alguno, a los hombres hacia su destrucción, decidió, sin saberlo, que aquello no era suficiente castigo para ese joven que solo era culpable, al menos en ese momento, de ser chistoso cuando no debía serlo, de golpear con el ingenio a alguien que no comprende qué es una broma y qué no. y estaba a punto de pagar por ello.

Como buen camorrista, y ganador de bastantes combates durante sus años en el ejercito, donde hasta llegaron a apostar por el algún alto mando, sabía que el primer golpe era importante darlo en el cuerpo, y no en la cara como todo el mundo cree. Eso es debido a que, una vez alcanzada algún punto importante del torso, el adversario tiende a centrar toda su atención a recuperar el aliento, a preocuparse por los órganos que, dentro de su esternón, luchaban por volver a recuperar su posición inicial. Y entonces, en ese momento, había que ir a la cara, donde, si se hace bien, puedes conseguir que alguien poco entrenado acabe en el suelo.
Fácil, ¿verdad?
Si creéis que no, es porque nunca habéis visto a nuestro viejo loco en acción.
Creedme. Es un artista en este menester.

En menos de lo que tardó la chica del turno de noche en comprender lo que acaba de pasar, por qué su amigo estaba sangrando, el viejo loco le alcanzó el costado izquierdo al chico de mañanas, que al estar de espaldas no solo le dejó conmocionado, sino que tambiñen sorprendido. O al menos todo lo sorprendido que alguien casi inconsciente puede sorprenderse.

Como un árbol arrancado de raíz, despegado de su entorno con brutalidad, el chico de mañanas comenzó a caer al suelo tan poco a poco que casi parecía estar haciéndolo como parte de un baile coreografiado, pero para una persona ebria, que son los que saben que la velocidad del mundo solo es una cosa más que ignorar, aquel cuerpo que caía para reunirse con el dios del sueño no era algo difícil de alcanzar. Así que nuestro viejo loco hizo carrerilla, y antes de que la cabeza del chico de las mañanas tocara el suelo le dio una patada en la nuca, provocando como respuesta un crujido tan seco que hizo eco contra en el mismísimo cielo. Y paralizo los primeros rayos del sol.
Suele decirse, y todo el mundo que alguna vez ha bebido más de la cuenta sabe, que solo después de algo ilógico, de algo que se ha hecho sin ningún control, el cuerpo tiende a ocultarse del mundo en el mejor lugar posible, el más seguro: dentro de uno mismo. La memoria deja de actuar, deja de existir en realidad, y los músculos se empeñan en hacer que el cuerpo no se derrumbe y deambule por el mundo como una nube transportada por el aire; sin saber a donde va, pero sin importarle lo más mínimo. Y eso, justo eso, le pasó al viejo loco tras hacer que aquel chico de las mañanas, aquel joven que tenía toda la vida por delante, se encontrase con que, a partir de aquel momento, nada iba a ser como conocía, como se había acostumbrado.

Nunca volvió a nadar, pero eso es otra historia.

El viejo loco comenzó a sonreír en respuesta a los gritos de miedo de la chica de la noche, que entre pedida de auxilio e insultos creaba un lenguaje propio basado en el de los delfines, y no tuvo una idea mejor que acercarse a ella y, aprovechando que estaba agachada y tratando de reanimar al chico de mañanas dándole pequeños cachetes en los mejillas, le propinó una patada en el costado, el cual la dejó sin aliento y la obligó a tumbarse de lado, frente a los ojos de su compañero, los cuales miraban a un infinito que solo existía dentro de su cabeza, de sus ideas. De ese lugar en el que, debido al dolor, nos cobijamos como avestruces. Del mismo modo que como antes he comentado hacen los borrachos, lo cual no deja de ser paradójico.

El cuerpo del viejo loco trataba de mantenerse en pie, luchando contra la gravedad y su borrachera, y cuando comprendió al fin lo que estaba pasando a su alrededor, dijo:

‒Cerveza... ‒y con unos pasos más cercanos a los chimpances que al de los humanos, se colocó detrás de la barra y se sirvió una caña, la cual no tiró bien y estaba ¾ partes formada por espuma, pero lo cual no le importó porque estaba tan fría que logró situarse dentro de la realidad que, poco a poco, empezaba a serle no tan distinta a la que él creía ver. En la realidad actual, la que podría llamarse nueva, él estaba solo en el bar, con dos personas tiradas en el suelo y nadie que le sirviera más cerveza. Así que se dijo a si mismo que aquel bar no era bueno, que no iba a darle nada que necesitara, o al menos no en el tiempo que el iba a exigir, y decidió que ya iba siendo hora de irse a casa.
‒Buenas noches ‒no dijo exactamente eso, ni mucho menos, pero como nadie pudo disfrutar de esa muestra de educación, tampoco importó.

El aire de un nuevo día le supo mejor que la mejor calada de puro que hubiese probado en su vida, y eso que hacía, lo menos, 3 años que había dejado de fumar esos gordos y baratos cigarros, pero hay viejos hábitos que aunque estén en un pasado muy lejano nunca dejan de echarse de menos. Y por eso estaba tan seguro de que aquella brisa era estupenda, mágica, y que estaba tan llena de paz y de tranquilidad que decidió, de camino a casa, que era la indicada para tomarse una copa de Anís del Mono sentado y tranquilo mientras observaba el paisaje a través de su ventana,  que daba a la montaña que le daba nombre al pueblo. Nunca le había gustado, ni la montaña ni su nombre, pero algo dentro del viejo loco le dijo que debía hacerlo.

¿Y qué hay mejor que hacer, cuando y del modo que necesitas, lo que quieras?

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1 Comentarios

  1. cualquier tiempo es malo para abandonar viejos y nuevos hábitos.
    No mutamos ni a golpe de virtud

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