EL RINCÓN DEL RELATO: NADIE (parte IV), por Manuel Gris Lorente

Manuel Gris Lorente lleva escribiendo desde que tiene uso de razón, quizá incluso antes, pero como no tiene recuerdos de esa parte de la vida prefiere no arriesgarse a la hora de hacer una afirmación tan tajante. Influenciado por autores como Chuck Palahniuk, Charles Bukowski, Bret Easton Ellis, Janne Teller, Amy Hempel o Craig Clevenger su escritura está caracterizada por un uso de la locura y la anarquía literaria con la que intenta no dar pistas de qué va a pasar a continuación en sus relatos y novelas. De cuál será el siguiente paso. La escritura es una forma de escapar del mundo y lo que hay en él, de todo lo que nos para a la hora de ser nosotros mismos, tan intensa y rica, tan grande, que no sabe expresar ese sentimiento con palabras, así que no lo hace. Solo sigue adelante, sin tenerle miedo a la página en blanco, y con la seguridad de que cada letra que usa solo le da algo más de libertad.


NADIE (Parte IV)

Ha sido complicado escoger qué ponerme del armario. Al parecer el asiático vive conmigo a tiempo completo, porque he tardado 5 pantalones en darme cuenta que no es que yo no sepa ponerme pantalones de esta época, es que eran, simplemente, de otra talla. De la del pequeño asiático/novio/amante. Cuando he encontrado ropa de mi talla he llegado a otro problema; no sé si soy un autor de los que reconocen por la calle, o de los que la gente respeta tanto que solamente leen sin importar la cara que tengan ni si está tomando café a su lado, así que me optado por prendas no muy llamativas, colores apagados y poco atrayentes, y me he dado cuenta de que en realidad todas las que había en mi casa eran así cuando en la calle he visto que todos llevaban la misma ropa. Todo el mundo va vestido igual, o casi. Parece que la única ropa que existe en el mundo esté hecha a partir del mismo patrón y que, partiendo de esa base, cada uno puede añadirle alguna mancha de color por ahí o un cinturón por allá. Salir con prisas nunca es algo bueno, porque no te das cuenta ni de lo que tienes delante, ni de lo que coges o miras, porque vas cegado por el paso que darás después de hacer lo que tienes delante por obligación, pero es normal, ¿no?, es decir, estoy a punto de quedar con alguien que sabe qué me está pasando y, ya puestos a jugar a la lechera, a solucionarlo o al menos darme el motivo por el cual soy el único, creo, al que le pasa.

Y el cabrón llega tarde.

Para pasar el rato trato de atrapar toda la información posible sobre esta época, porque, ¿quién sabe?, quizá mañana despierte 40 años atrás, o 5, y algo de lo que sepa aquí pueda salvarme la vida y serme de utilidad.

Por lo pronto vivo en una era en la que todo el mundo parece feliz. No me he topado con un gesto que reflejase algo ni remotamente cercano a estar enfadado, y quizá se deba a que parecen robots que van de un lado al otro sin pensar, como llevados por un cordel invisible que tienen atado a la cintura y que les lleva allá donde tienen que estar. La falta de opciones, de saber que podrías hacer otra cosa, es lo que normalmente hace que las personas seamos infelices, porque en esos casos hacemos planes, tenemos ideas, y cuando algo se tuerce caemos en el mal humor o en el odio, y Zas, empiezan los problemas, por eso en esta era, en la que todos visten igual, donde no veo ni una colilla en el suelo ni un pobre mendigo o, lo más alucinante, contenedores de basura y papeleras, el hecho de estar enfadado es algo difícil si lo piensas fríamente. Porque nadie hace nada que no parezca que le hayan ordenado y, además, nada de lo que los, nos, rodea parece tratar de hacerlos/nos tropezar de camino a otra dirección. Todo está en su sitio, dentro del círculo que tiene asignado, y nadie roza siquiera los bordes del vecino.

Son felices porque viven sin opciones, o eso creo yo, alguien que lleva en este lugar poco más de 5 horas, ¿qué voy a saber?

Una figura despeinada y que anda de un modo errático gira la esquina que tengo a la derecha de la mesa donde un amable y sonriente camarero me ha hecho sentar, y reconozco en él los mismos rasgos faciales del Dr. Llot, pero con unos ojos mucho más perdidos y llenos de locura que los del tranquilo y amigable hombre que me miraba desde la pantalla del ordenador. El tataranieto llega a la entrada de la cafetería y, tras 6 segundos de mirar en el interior, se gira y me busca por la terraza, donde me ve al cabo de 6 segundos más.

Desde luego, está muy muy perdido este chico.

Llega a mi mesa y se sienta sin decir nada. A la distancia a la que estamos no le pongo más de 25 años, así que una de dos: o es un superdotado que se ha saltado más de uno y de diez cursos o, lo que más me gustaría, en esta época la gente no envejece debido al uso de algún fármaco o máquina que los detiene genéticamente a cierta edad.

Me dice si estoy solo, si no he venido con nadie, y como respuesta miro a un lado y al otro, haciéndole ver que a parte de él nadie más está sentado con nosotros.

−Me refiero a la policía, que si le has dicho a alguien que hemos quedado aquí y en cualquier momento saltarán sobre nosotros y me meterán en la cárcel. Esto es muy serio porque mucha gente no quiere que se sepa lo que te pasa. Muchos matarían por lo que tienes tú.

No le contesto enseguida, porque si fuese así le diría que esto que me pasa no es ni mucho menos una bendición. Le diría que si hubiese visto y sentido y vivido todo lo que los últimos 86 años he experimentado en mis carnes, a simple vista y por la primera impresión que me ha dado, seguro que se habría suicidado. Pero a lo largo de los años he labrado una educación de las que valen oro, así que simplemente digo:

−Estoy solo. Relájate. –y mentalmente le doy un puñetazo. Solo porque por algún lado tengo que dejar salir los nervios.

El mismo camarero que me ha atendido me trae el refresco impronunciable que le había pedido hace un rato y le pregunta al tataranieto si quiere algo.

−Agua con azúcar, por favor.

El pobre chico de uniforme me mira algo extrañado, sin perder la sonrisa eso sí, y yo asiento decidido, lo cual es suficiente para él. Se va por donde ha venido, sin mirar atrás y convenciéndome de que el lavado de cerebro de esta generación es espectacular a todos los niveles.

−Me llamo Gerard –me dice susurrando, como si le faltara el aliento después de correr un triatlón.

−Me lo has dicho por teléfono, ¿recuerdas?

−¡Sí! –en directo no es tan alto el volumen de su voz en estado de excitación, pero tampoco es que sea agradable del todo. −, es cierto. Disculpa. Es que llevo un par de días sin dormir, esperándote, y a veces la información se cruza la una con la otra y…

−¿Esperándome? –no sé si ha sido por el lio mental que lleva encima o porque lo ha hecho adrede, pero el modo de decir que me estaba esperando, tan sin importancia, tan como si hablara de lo azul que es el cielo en una conversación de ascensor, me ha molestado. Y mucho.
¿Esperándome?, ¿sabía que venía?

−Sí, claro. ¿No te lo dije por teléfono?

−Pues… no −¡no, joder!, ¿eres imbécil? pienso, pero no lo digo. Nunca he sido una persona mal educada, al menos el yo auténtico, y ahora no va a ser el momento de serlo. Ahora, porque como siga así este loco se va a acabar llevando un par de insultos gratis.

−¡Joder!, perdona. Pues sí, sabíamos que ibas a llegar a este año, a este cuerpo, pero el momento exacto estaba algo más difícil de controlar. Ya sabes… −pues no, no lo sé, imbécil.

−No, no sé nada de lo que me pasa. Solo que cambio de cuerpo y de año y de nacionalidad cada día, no sé si al morir podría volver a despertar, y poco más. Créeme, no tengo ni idea en realidad de todo esto que me está pasando.

−Vaya –está sorprendido, tanto que su actividad corporal, esa que le hacía parecer un bol de gelatina a punto de caerse al suelo, cesa y parece, por primera vez en todo el rato que llevamos en esa terraza, una persona. Y no digo normal, porque está claro que no lo es. Igual que yo, vamos. −, eso es un problema.

−¿Un problema?, ¿por qué?

Mi voz parece no llegarle al cerebro, lo que sigue al resto de su cuerpo que deja de hacerme caso para perderse en su mundo interior, ese donde sus ojos, que se pierden en el suelo, está buscando, espero, algo que responderme o al menos hacerme más comprensible esta conversación.

La espera dura, ya, cerca de 3 minutos, y en ese tiempo no he querido sacarle de su pozo, de sus archivos, por miedo a que se perdiera con el susto y conseguir solamente que aquello volviera a la casilla de salida.

La espera no es algo que me moleste, llevo así 86 años y, la verdad, la paciencia es mi mayor virtud. Aunque sí hay algo que empiezo a no poder soportar de este tal Gerard.

−Será mejor que vengas a mi casa, allí te contaré todo con mucha más calma, facilidad y… bueno, podrás verlo. –iba a decir que no soportaba que sus respuestas fueran tan poco claras, pero me levanto y le sigo por la ciudad desconocida que, al parecer, no lo es tanto.

Quizá todo empezara aquí.

(Continuará...)

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