EL RINCÓN DEL RELATO: NADIE (parte V), por Manuel Gris Lorente

Manuel Gris Lorente lleva escribiendo desde que tiene uso de razón, quizá incluso antes, pero como no tiene recuerdos de esa parte de la vida prefiere no arriesgarse a la hora de hacer una afirmación tan tajante. Influenciado por autores como Chuck Palahniuk, Charles Bukowski, Bret Easton Ellis, Janne Teller, Amy Hempel o Craig Clevenger su escritura está caracterizada por un uso de la locura y la anarquía literaria con la que intenta no dar pistas de qué va a pasar a continuación en sus relatos y novelas. De cuál será el siguiente paso. La escritura es una forma de escapar del mundo y lo que hay en él, de todo lo que nos para a la hora de ser nosotros mismos, tan intensa y rica, tan grande, que no sabe expresar ese sentimiento con palabras, así que no lo hace. Solo sigue adelante, sin tenerle miedo a la página en blanco, y con la seguridad de que cada letra que usa solo le da algo más de libertad.


NADIE (Parte V)

Hay algo que, según parece, no cambiará nunca. Da igual el año en que exista la raza humana o lo evolucionada que parezca estar, siempre nos separaremos los unos a los otros por barrios “ricos” y “pobres”, o lo que es lo mismo, aquellos en los que apetece comer en el suelo, y los que a cada paso que das rezas por no pillar una enfermedad terminal cada vez que inhalas. Y a donde me lleva Gerard, por donde estoy caminando de camino a su casa/laboratorio/guarida, me duele incluso exhalar, porque siento que parte de mi está siendo abandonado en un lugar donde ni los pedos se sentirían cómodos. Donde hasta los vómitos se avergonzarían de dormir. Pero hay algo que sí que tengo que aplaudirle a esta nueva raza de humanos, y es que la evolución no se ha quedado solo en la ropa, el modo de vivir o los vehículos, los cuales parecen hechos de papel por lo lisos y lo perfectamente diseñados que están, porque una de las cosas que jamás desaparecerán de la faz de la Tierra sigue intacta en tamaño aunque haya perfeccionado sus atributos: la basura.

Huele como una camada de animales, da igual la raza y el tamaño, muertos después de haber sido llenados de mierda para posteriormente derretirlos con una mezcla de ácido y azufre. Y lo peor es que presentan un aspecto tan impoluto y bello, tan parecido al de los bebés y los gatitos recién nacidos, que te entran ganas de cogerlo y besarlo y llevártelo a casa para darle amor del que te tatuarías en el brazo dentro de un corazón tan rojo como la lava virgen. Es asombroso, y a la vez digno de aplauso, el haber cogido aquello que menos nos gusta y haberlo convertido el algo que, a simple vista, ganaría a cualquier miss del siglo 21. Y fui una de ellas, así que sé de qué hablo.

Pero, como decía, por mucha buena imagen que tiene mi entorno, el olor y la sensación de estar abandonado son superiores a lo que los ojos me susurran, así que continuaré con el mal cuerpo hasta que Gerard me diga que hemos llegado a su casa.

−Hemos llegado a mi casa. –empiezo a pensar que puede leerme la mente.

La puerta parece hecha de barro de tierra de un cementerio y agua putrefacta, pero al acercarle una tarjeta medio rota que saca de su bolsillo, se ilumina como un árbol de Navidad y una voz dice, con tono de Gps.

−Bienvenido a casa, Tomas.

−Es que la encontré en un contenedor, y no he conseguido cambiar su configuración. Está demasiado estropeado, y el tiempo que perdería en ella tengo que aprovecharlo para otras cosas. –decido creer esta versión, y confiar en la única persona que parece saber mi secreto.

−¿Qué me ibas a enseñar? –directo al grano, que quede claro para lo que le he seguido.

Pienso, no quiero ser tu amigo, Gerard.
Al menos, todavía no.

El interior de la casa me recuerda a una película clásica que vi hace unas, creo, 90 vidas, llamada Minority Report. Creo. Hay un momento en que el protagonista, interpretado por un bajito y medio guapo actor que, me parece recordar, fue tiroteado en la 1ª Guerra Mundial de Sectas junto a otro que sabía bailar muy bien, se mete en un piso donde un doctor que no deja de estornudar va a sacarle los ojos para no sé qué historia rara (no me acuerdo mucho de los detalles, porque ese día fui un portero de un edificio con forma de colmena y alternaba la película con tener que abrirle la puerta a los vecinos), pero la suciedad y el desorden, la sensación, o más bien seguridad, de que este sitio debería ser derribado para construir encima algo más útil, como por ejemplo un agujero, me recorre el cuerpo como una lombriz intestinal. No estoy seguro de que esto sea su verdadera casa o del mencionado Tomas, pero parte de mí me dice que me quede porque, de un modo u otro, hallaré respuestas.

−Primero tengo que contarte lo que es –me dice señalando una enorme caja de metal, de al menos 5 metros cuadrados, que descansa en mitad de un gigantesco salón lleno de trastos y papeles que agonizan en el suelo −, porque a simple vista no creo que lo comprendas. Lo digo por su imagen, por lo que parece, no te estoy llamando tonto ni nada, ¿sabes? –solo podía contestarle una cosa, aunque estaba pensando en otra.

−Entiendo.

Gerard está tan excitado que mueve las manos como si sufriera de parkinson o estuviera agitando unos dados, y cuando estoy casi seguro de que va a desmayarse de aguantarse las ganas de decir algo, detiene todo su cuerpo, emulando un muñeco de cera, y su gesto se pone tan serio que casi parece que vaya a darme una mala noticia.

−Pero primero… ¿Recuerdas tu nombre?

Mi corazón, la habitación, incluso creo que hasta todo lo que hay fuera de este edificio, se detienen. Como si hubiésemos sufrido, a la vez, un ataque al corazón masivo.

¿Cómo me llamo?, ¿mi nombre antes de que esto me pasara? Pues…
−No… ahora que lo dices…

Hubo algunas vidas, las primeras 50, y en las que me lo permitía mi situación sobre todo, en que traté por todos los medios de descubrir de dónde venía o quién era verdaderamente, porque estoy convencido de que con ese dato el motivo de mi problema iba a ser más fácil de resolver. Pero fue difícil dar conmigo mismo, en gran parte porque desconocía mi tiempo real, mi época inicial, y dependiendo de en qué año, o incluso siglo, me despertase ese día estaba muy limitado en cuanto a información.
Por eso me he quedado sin habla.
Por eso necesito que este tipo siga hablando.

−No sé cómo me llamo ni de dónde soy, ¿tú… lo sabes?

−¿De veras no lo recuerdas?, en principio eso iba a ser uno de los datos que quedarían en tu memoria. Es curioso que se equivocase en esto precisamente.

−¿Y por qué es tan curioso?, ¿quién soy?

−Eres mi tatarabuela, Julia −¿? −, fue la única que se atrevió a hacer de conejillo de indias con el experimento de mi tatarabuelo, pero no entiendo por qué no lo recuerdas. Es una de las cosas sobre las que él no tenía ninguna duda.

Así que, bueno, ¿realmente soy una mujer? Es difícil de creer porque, desde que tengo memoria, siempre me han atraído las mujeres y, en caso de despertarme en cuerpo de mujer y verme obligado a tener relaciones solo para no llamar la atención, no me resultó en ningún momento agradable ni excitante. Es más, al cabo de unas 80 vidas como mujer comprendí el por qué de sus orgasmos fingidos: es la única manera de expulsar de dentro un pene que no te está dando verdadero placer. Pero de ahí a que me haga creer este chico que en realidad soy su tatarabuelo, la verdad es que hay un paso muy grande.

−¿Y cómo puedes demostrarme eso?, es decir, yo nunca me he sentido mujer, ni recuerdo nada... ¿Cómo confió en todo esto que me estás diciendo?

−Puedo comprobarlo. Eso puedo hacerlo con esto –volvió a señalar el enorme aparato que habíamos dejado de lado hacía un rato. −, esto puede hacerte recordar, es algo así como un enorme péndulo de hipnotizador. Manda ondas cerebrales que hacen que tus recuerdos más ocultos, aquellos que no sabes ni que existen, salgan de ahí y puedas volver a ser tú.

Volver a ser yo. Suena tan bien que me da hasta miedo.

Vuelvo a mirar el enorme aparato, que se parece más a una nevera del siglo XII que a ese péndulo que dice que es, y por un momento siento uno de esos escalofríos que el inconsciente suele mandarnos para decirnos que algo es muy, pero que muy, mala idea. Sé de lo que hablo. Pero por una vez la curiosidad coge el control, y digo:

−Hagámoslo, ¿qué podemos perder?  

(Continuará...)

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