HEITOR VILLA-LOBOS por Francisco Javier Irazoki.

Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) fue miembro del grupo surrealista CLOC. La Universidad del País Vasco editó en 1992 toda la obra poética que Irazoki había escrito hasta el año 1990. El volumen, titulado Cielos segados, comprende los libros Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita. La editorial Hiperión le publicó en 2006 el libro de poemas en prosa Los hombres intermitentes; en 2009 La nota rota, semblanzas de cincuenta músicos; y, en 2013, Retrato de un hilo, libro de poemas en verso. Desde 1993 reside en París, donde ha cursado diversos estudios musicales: Armonía y Composición, Historia de la Música, etc.








HEITOR VILLA-LOBOS

               Esta es la vida de alguien que necesita huir. Protegido por la madre de origen indio y el padre de ascendencia española, Heitor Villa-Lobos (Río de Janeiro, 1887 – 1959) asiste a las veladas de música de cámara que organiza su familia. Pero de la calle le llegan las melodías de unos cantores populares, los seresteiros. El niño desoye al padre que le ha enseñado a tocar el violonchelo y el clarinete, y deja la casa lujosa. Sólo en el desorden de los cafés se aquieta su gusto por la fuga. 




         El adolescente Heitor viaja con deseos de escuchar las leyendas amazónicas, las canciones rurales, los ritmos de Bahía, y confiesa que el mapa de Brasil es la primera partitura musical que descifra. Indaga en las tres culturas -la india, la negra, la europea- de su país; se le conoce por el sobrenombre Tuhu (llama) y asegura, quizá con ironía carioca, que ha vivido en una tribu de caníbales. Su expedición dura siete años. “Me han dado por muerto, y mi madre ha encargado misas para el descanso de mi alma”, dice con carcajadas de prófugo.

         A la vuelta evoca las danzas africanas, intensifica el tono épico y compone sinfonías en las que retumba la Primera Guerra Mundial. Asimismo lee los volúmenes Cours de composition musicale del francés Vincent d’Indy, asimila los métodos de Richard Wagner y Johann Sebastian Bach y, en fin, examina con lupa de desertor las piezas de los autores clásicos europeos. Su formación autodidacta la justifica con frase punzante: “Un pie en la academia y te transformarás en lo peor. Mi música es natural como una cascada”.

         Villa-Lobos es creador de catorce chôros, el décimo de los cuales me conmueve. La palabra procede del verbo portugués chôrar (llorar) y en el siglo XIX se aplica a cierto tipo de serenatas que dan los músicos callejeros en Río de Janeiro. Suenan el cavaquinho (pequeña guitarra de cuatro cuerdas), la flauta y varios instrumentos de viento y percusión, y se improvisa un diálogo entre el solista y sus acompañantes hasta conseguir la derrumbada, el instante en que nadie puede responder al virtuoso fugitivo.
         En París, donde el compositor reside durante los años veinte, constato el aprecio por el sincretismo que contienen las cuatro suites para orquesta La découverte du Brésil y las nueve Bachianas brasileiras. Se admira la audacia del bardo alegre que sabe aunar el folclor indígena, la música de la liturgia católica, los ruidos de la selva y las técnicas de Bach. En sus poemas sinfónicos y óperas (una de ellas, basada en Yerma de Federico García Lorca) noto la osadía espontánea que casi nunca se encuentra en los vanguardistas


         Poco a poco, Heitor Villa-Lobos cierra el círculo de escapadas y reposa en su país. Emprende la aventura pedagógica: funda una academia y un conservatorio para el canto, y dirige musicalmente a cuarenta mil escolares que se apiñan en un estadio. Lo ven tranquilo, amansado por el cáncer, cuando recuenta más de mil obras escritas y es la hora de la evasión final.
       
       Otra marcha continúa: como si quisieran imitar a su inventor, muchas de las páginas que Villa-Lobos nos ha legado caen de los catálogos, desaparecen de los archivos y se esfuman en la polvareda de unas pérdidas misteriosas.


FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
(Del libro “La nota rota”; Hiperión, 2009)

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