EL RINCÓN DEL RELATO: CUANDO TOQUÉ UNA POMPA DE JABÓN, por Manuel Gris Lorente.

Manuel Gris Lorente lleva escribiendo desde que tiene uso de razón, quizá incluso antes, pero como no tiene recuerdos de esa parte de la vida prefiere no arriesgarse a la hora de hacer una afirmación tan tajante. Influenciado por autores como Chuck Palahniuk, Charles Bukowski, Bret Easton Ellis, Janne Teller, Amy Hempel o Craig Clevenger su escritura está caracterizada por un uso de la locura y la anarquía literaria con la que intenta no dar pistas de qué va a pasar a continuación en sus relatos y novelas. De cuál será el siguiente paso. La escritura es una forma de escapar del mundo y lo que hay en él, de todo lo que nos para a la hora de ser nosotros mismos, tan intensa y rica, tan grande, que no sabe expresar ese sentimiento con palabras, así que no lo hace. Solo sigue adelante, sin tenerle miedo a la página en blanco, y con la seguridad de que cada letra que usa solo le da algo más de libertad. 



CUANDO TOQUÉ UNA POMPA DE JABÓN
Siempre que me levantaba después de haber vivido lo que, aun sin ser mi culpa, viví aquel miércoles de hace 10 años, tenía la misma sensación. El mismo malestar general y el mismo temblor al final de mi estómago, justo donde empiezan los intestinos.
Hubo un tiempo en que no habría sabido qué hacer, pero en aquel momento no tuve ninguna duda.
Solo podía volver a matarla.
Cuando uno se acaba dedicando a lo que yo hago, cuyos detalles ya os daré después porque, así de golpe, no podríais asimilarlos, acaba por saber actuar en las situaciones que, ya no es que no podáis imaginar, es que el simple hecho de que os las diga pondrán patas arriba vuestra existencia, vuestra vida tal y como creéis que es y, lo siento, vuestra muerte.
Pero vamos a intentarlo.
Aquel lejano miércoles, en el que me levanté intranquilo, había sido la 5ª vez que ejercía la labor de guardián de espíritus. No estaba todavía en nómina, ni siquiera estaba seguro de querer seguir haciéndolo el resto de mi vida, pero ahí estaba, con un sudor frio bajando por mi espalda, porque de puro estrés me senté en la cama, y llegando hasta la raja de mi culo. La humedad en la columna me relajó un poco, eso y el hecho de que me había meado encima, por lo que decidí que debía ir al lavabo, primero para quitarme los pantalones y cambiarme, y segundo para mojarme la cara y relajarme un poco.
Mis pies sonaban como si un pato estuviera andando por mi parqué, y solamente el sonido del viento chocando contra mi ventana les hizo compañía hasta que encendí la luz y la bombilla empezó a emitir su silencioso shhhhh. Y lo que me mostró el espejo no ayudó demasiado.
El motivo por el que, a la hora de describirnos los testigos de nuestro trabajo a la policía, nos echan más edad de la que tenemos, es porque la intensidad de nuestras acciones no solo nos embrutece el rostro, también nos marca las arrugas de un modo solo equiparable al que los escultores logran en sus estatuas. Me eché casi 50, y eso que tenía 25. Pero ya me lo había advertido Folg: “ser guardián de espíritus es más que un deber, es una promesa. Un promesa con el mismo Dios en la que, en la letra pequeña, le regalamos nuestra vida por un bien común”. Hay que añadir que me dijo esto después de que aceptara el trabajo e hiciera mi juramento de por vida, cosa que me cabreó un poco porque no pude negociarlo. Fue la primera vez que me la metió doblada. La segunda fue cuando me pidió que le matará. Pero eso es otra historia que no creo que me de tiempo a contaros en estas lineas.
Estaba con aquel miércoles, el cual es muy importante para que entendáis porque sigo haciendo esta mierda todas las noches.
El agua fría en mi cara me regaló un momento de paz, de acercamiento con Jesús, y fue muy bien con la calidez que impregnaba mis pantalones, que me había olvidado de quitarme debido a lo mucho que ansiaba que el agua rozase mi rostro. Así que cuando me convencí de que ya estaba mejor me los quité y, ya puestos, aproveché para sentarme en el váter y tratar de hacer un poco de vientre.
La completa calma que bañaba la ciudad me golpeaba en la cara como un bebé que trata de hacerte caricias, de un modo tan seguro, y al mismo tiempo poco cuidadoso, que casi estuve a punto de convencerme de que en realidad seguía durmiendo, cosa que no era cierta.
Esto ya os lo adelanto:
Lo que os estoy contando no es un sueño; pasó de verdad. Podéis creerme, aunque si no lo hacéis, la verdad, no me importa mucho. Me dedico a esto para que estéis a salvo, y se me da bien. Nunca he necesitado vuestros aplausos ni agradecimientos.
¿Queda claro?
Bien.
Mientras trataba de lograr llegar más a gusto a la cama, y así recuperar toda la energía que me había robado el trabajo de la noche anterior, tuve la sensación de que llegar a mi cama no iba a ser tan sencillo como esperaba. Supe que lo que las 4 anteriores veces, después de mi servicio, había tenido que hacer, no se trataba de unos episodios de mala suerte típicos del nuevo de la empresa; eran el punto final para que el trabajo estuviera bien hecho. Para poder cobrar a fin de mes. Así que empecé a estirar mis músculos justo cuando acabó de caer la pequeña hez que estaba en mi interior, y cuando tiré de la cadena fue cuando apareció.
Creo que ha llegado el momento de explicar un poco qué hago, cómo lo hago, y porqué me debéis vuestras vidas cada vez que sobrevivo a uno de mis encargos.
Como guardián de espíritus, mi cometido en esta tierra es daros la paz cuando la Muerte está muy liada con su papeleo, porque no creáis que la pobre solo os toca y os morís, no señor, ella es la que debe juzgar si vais arriba o abajo; si vivís como jeques árabes o como ecuatorianos barrigudos. En estos casos en los que ella no está por la labor, nosotros, los guardianes, debemos daros el sueño eterno y conservar vuestra esencia hasta que Estella, perdón, la Muerte, esté un poco menos atareada. Así de sencillo, la verdad. O no, en realidad.
Muchos quizá estaréis imaginándome con una espada mágica, de esas que brillan cubiertas de fuego que tan bien quedan en las portadas de las sagas medievales, pero nada es tan impresionante en la realidad. Ni cetro, ese con el que os doy caza y os entrego al más profundo se los sueños, es una escopeta Kel-Tec KSG, de fabricación americana, que pesa mucho menos de lo que os creéis, y hace que una cabeza desaparezca por completo si se dispara de una distancia menor a 2 metros. Y, aunque al final no solo te acostumbras sino que hasta le pillas el gusto al asunto, es muy duro matar a alguien que no conoces en persona, solo en papel, ese que dice que debió morir hace un par de horas, pero que conseguió salvarte de ese atropello, de ese atragantamiento, de ese empujón o resbalón porque la pobre Estella estaba demasiado ocupada y no le dio tiempo a estar presente.
Debéis tener en cuenta algo: el equilibrio del mundo, el hecho de que siga girando y estéis todos en él sanos y salvo, se basa en que muráis cuando os toca. Ni un segundo antes ni después. El hecho de que os escapéis de vuestro destino hace que una serie de actos, algo así como una fila perfecta de fichas de dominó, se rompa, y entonces nada esté atado como realmente debe estar para que la salvación del planeta continúe intacta. Tanto Satanás como Dios hace muchos años que llegaron a un acuerdo, y el fin del mundo, lo siento, nunca llegará. No les sale a cuenta y ya está. Por eso acordaron crear la división de guardianes de espíritus, que serían la última barrera que separaría un pequeño fallo del desastre total.
 Los que formamos parte de ella estamos hechos de otra pasta, y eso es debido a casos como el que viví aquel miércoles, que, como a todos los de mi gremio les pasa, es el trabajo que finalmente nos coloca dónde y cómo debemos estar. Impasibles, certeros, y sin un atisbo de sentimientos cuando estamos en horas de trabajo.
Tras salir de mi lavabo, desnudo de cintura para abajo y con una camiseta de Metallica que  me llegaba hasta un poco más abajo del ombligo, me la encontré en mi habitación. Es algo que suelen hacer adrede los de la oficina; ponernos en nuestros primeros trabajos a alguien conocido para jodernos un poco y hacernos comprender lo serio que es nuestro oficio. Hay a quien le ponen a sus abuelos, a otros les ponen a sus padres o a sus hermanos; en mi informe venía la dirección del amor de mi vida. Reconozco que me costó mucho más entrar en su casa, porque no quería ver lo bien que le iba sin mí, que apretar el gatillo, pero hay sentimientos que por mucho tiempo que pase, el corazón se empeña en guardar en un rincón lleno de polvo que, cuanto menos lo esperas, encuentras y limpias. Y después lloras como un imbécil. Ella vivía sola, porque así lo había escogido, y la pillé durmiendo aunque eran las 10 de la noche. Cuando la apunté con mi escopeta, y un segundo antes de volarle el pecho de un disparo, me vino a la mente todos los buenos momentos que habíamos pasado juntos, todas esas promesas que nos habíamos hechos siendo novios, después de casarnos, todas y cada una de las que le hice cuando le diagnosticaron su primer cáncer. Pero entre todos ellos uno, que no es que fuera bueno pero si el que me llevo, de algún modo, a encontrar este trabajo, en el que me pidió, por favor, que la abandonara. Estábamos en el hospital, justo antes de que le operasen otra vez los pulmones, y le pidió a todo el mundo que nos dejasen solos. Entonces me suplicó que rehiciera mi vida, y me suplicó que no podía soportar verme todos los días allí, muriendo junto a ella, porque me quería demasiado. Hasta me sacó unos papeles que había hecho a mis espaldas con su abogado, en el que ya había firmado para divorciarse de mí. Aquello me destrozó, pero me hubiese hecho más daño no hacer lo que ella quería, porque hubiese sentido que la fallaba, que la mataba aún más. Así que firmé y me fui. Y no la volví a ver nunca más.
Caí en una depresión, no encontraba trabajo, y borracho en un bar un tipo muy raro, con el uniforme que ahora luzco cuando estoy en horas de trabajo, me empezó a hablar de la muerte y de la vida, y supongo que mi conversación le hizo ver más allá de mi tristeza, porque me dio una tarjeta y, al cabo de dos días, hice una entrevista y me dieron el trabajo.
Así de simple es a veces encontrar trabajo.
Una de las cosas que al ser novato no te dicen, es que cuando guardas el espíritu de alguien en la Tumba, que es como llamamos a un pequeño tarro de porcelana en el que el espíritu se esconde cuando se encuentra perdido y fuera del cuerpo, este siempre sale de allí durante un rato para vagar sin rumbo por la casa en la que se encuentre. No pueden escapar del todo, porque el poder de la Tumba es tan poderoso que los tiene “atados” a ella, pero ellos no lo saben y a veces se ponen violentos o lloran a moco tendido. Y otras te dan conversación. Cuando la vi en mi salón, aquel miércoles, fue el último de los casos.
−¿Jon? −su voz era la misma que recordaba, y eso que habían pasado 3 años desde aquella operación que, finalmente, no desencadeno en más operaciones. Hasta el derrame cerebral que consiguió sortear porque Estella estaba muy liada en ese momento.
−Hola... Clara.
−¿Qué... está pasando?
Es corriente que los espíritus no sepan que pasa, porque nosotros no estamos para darles explicaciones ni conversaciones, nuestro trabajo es coger el espíritu y dárselo a Muerte, ella ya se encarga entonces de todo, pero cuando salen de la Tumba, y te preguntan, normalmente te quedas sin palabras. Sin saber como decirles que, lo siento, pero ayer debiste morir. Y hoy me he cobrado tu deuda.
Le expliqué todo del modo más sencillo posible, tratando de no mostrar ninguno de mis sentimientos porque, a veces, volver a sentir es una mierda demasiado dura, pero, al final, derramé una pequeña lágrima. Y ella contestó.
−Tranquilo. Lo comprendo. A decir verdad, hace mucho tiempo que le perdí el miedo a la muerte, Jon. Y fue gracias a tí...
−¿A mí? −por muchos años que pasen, por muchas personas que conozcas, es amor de tu vida siempre te desarmará por completo. Siempre.
−Aquel día, el último que te vi, sabía que iba a morir, y me costó más decirte adiós que aceptarlo. Pero cuando la operación funcionó, cuando me dijeron que estaba bien y podía hacer vida normal, no tuve el valor de decirte que regresarás, porque sabía que no querrías, sabía que no había vuelta atrás. Se podría decir que, desde que te perdí, ya estaba muerta, Jon... Estos años han sido muy bellos, llenos de momentos nuevos y cada día era mejor que el anterior porque me sentía muy viva, pero el no tenerte a mi lado era como si me faltara el alma. Como si jamás hubiese salido con vida de aquel hospital.
Se acercó a mí, flotando por el aire, y trató de abrazarme. Sus brazos me traspasaron y sonrió, al sentirse un poco tonta por no haberse dado cuenta. Entonces levanté mi mano y la puse sobre su mejilla, como cuando tratas de tocar una pompa de jabón, con una delicadeza tan pura como dolorosa.
−A mi me costó tanto darte por muerta, convencerme de que nunca saliste de ese hospital, que no creo que jamás vuelva a sentirme vivo.
Ella volvió a sonreír y un pequeño brillo escapó de sus ojos y cayó poco a poco por su mejilla, hasta que llegó a mi mano y la atravesó, formando, de algún modo, parte de mí.
Permanecimos en esa postura más tiempo del mentalmente sano, hasta que empezó a asomarse el sol por mi ventana y entonces ella empezó a desaparecer. Había llegado el día en que Estella sería la que se ocuparía de ella, y debía volver a la Tumba.
−Adiós, amor mío.
−Adiós, Clara.
A veces la única manera de seguir adelante, de creerte a salvo y vivo, es simplemente diciéndote que a los que amas están a salvo, que sonríen y bailan y hacen sus cosas sin pensar en ti, porque sabes que si te recordasen, si te pusieran en sus vida, todo sería menos alegre. Sería real. Y es mejor no existir para la gente que amas, y que sean felices, que formar parte de sus vidas y amargársela.
Clara, aquella noche, me dijo adiós del modo en que habría deseado cuando estábamos juntos; en el lecho de muerte y jurándonos amor eterno. Pero la vida no funciona así. No es una película de Tim Burton.
La vida es más que querer a la gente hasta que mueren, es hacerles felices del modo que sea, a toda costa y pagando cualquier precio.
Llevo 10 años en este trabajo, y solo hay una cosa que les digo a todos los aprendices que pasan por aquí y me piden consejo: mirad este trabajo como un favor que le hacéis a la gente, como una forma de conseguirles aquello que vosotros jamás le daréis a aquellos a los que amáis: paz.

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