ANTONIO ALIBERTI, por Ricardo Rubio

Ricardo Alfonso Rubio (Buenos Aires, 11 de mayo de 1951) es escritor, novelista, poeta, ensayista y dramaturgo argentino. Ha publicado también ensayos, dos de ellos sobre la poesía paraguaya y Elvio Romero, y un tercero con la antología de poesía inédita y estudio preliminar de la poeta Emilse Anzoátegui, su mentora, con quien empezó a frecuentar reuniones literarias en 1969. Dado el golpe militar de 1976 en Argentina, mudó su poesía, hasta entonces social, a una forma suspicaz, nuevo esquema que desde un principio aparece como natural. Los mismos temas y formas se proyectan en su narrativa. En dramaturgia se ha inclinado por el naturalismo de modo casi permanente. Sus primeros poemas publicados, aún de corte social, aparecieron en 1978 en un díptico que llevó por nombre Invención de lo maravilloso y aproximaciones al margen del ocio, que reunía 16 trabajos. En 1979 publicó Pie a pie, algunos pasos, con poemas de adolescencia. Recién en 1986, Pueblos repentinos, su quinto libro de poesía, recogerá trabajos escritos durante la dictadura con un opúsculo dedicado a la llamada Guerra de Malvinas. Su primera obra narrativa publicada fue Calumex, en 1982, novela de ciencia ficción. Dirige el Grupo Literario La Luna Que desde 1980 y las ediciones literarias que ese grupo produce. Ha dirigido y dirige varias revistas, destacándose: La Luna que (se cortó con la botella) y Tuxmil. Con el poeta, narrador y traductor Antonio Aliberti dirigió la revista bilingüe (castellano-italiano) Universo Sur, que en sus cuatro apariciones difundió un número importante de poetas argentinos en Italia. Ha conformado y editado numerosas antologías de poetas y narradores argentinos, en Argentina y en Paraguay. Como dramaturgo, se han estrenado once de sus obras teatrales, una de ellas en Madrid, y una obra de títeres. Sobre su obra poética, Graciela Maturo ha escrito La palabra revelatoria: el recorrido poético de Ricardo Rubio (Sagital, 2004 y 2015). Fragmentos de su obra han sido traducidos al francés (por Alba Correa Escandell y Françoise Laly), al italiano (por Antonio Aliberti, Enzo Bonventre y Marcela Filippi), al alemán (por José Pablo Quevedo y por Johannes Beilhartz), al ruso (por Andrei Rodossky), al búlgaro (por Sascho Serafimov), al gallego y a l inglés (autotraducción), al rumano (por Dumitru M. Ion), al albanés (por Jeton Kelmendi) y al catalán (por Pere i Bessó). 


ANTONIO ALIBERTI (1938-2000), la pasión es música

Antonio Aliberti nació en 1938 en Barcellona Pozzo di Gotto, provincia de Messina (Sicilia, Italia). Vivió en nuestro país de 1951 hasta julio del 2000, cuando falleció. Durante los cincuenta años que estuvo entre nosotros, se dedicó a la difusión de la cultura y, de modo especial, a la poesía y a su traducción.
Conocí a Antonio Aliberti en 1980 en el “Bar de la poesía”, que por entonces tutelaba el poeta Rubén Derlis, en el colorido barrio de San Telmo de la ciudad de Buenos Aires -por entonces la Capital Federal de Argentina-. Antonio, generosamente, había comentado mi primer libro de poesía, “Pie a pie”, en la revista “Pájaro de fuego” (1979) y más tarde también mi primera novela, “Calumex” (1984), en el diario “El tiempo” de Azul. Desde la primera mirada reconocí al hombre que sería mi amigo durante las últimas décadas del milenio, amigo que acompañaría al grupo desenfadado y trasgresor del cual yo era parte: “La Luna Que Se Cortó Con La Botella”, hasta su simplificación: “La Luna Que”, que aún existe. 
De 1979 a 1983 editó la revista bilingüe internacional de poesía Zum-Zum, que se difundió en muchos países, alcanzando 34 números. Reunió allí poemas de escritores italianos, españoles, latinoamericanos y griegos. Más tarde, a mediados de la década del noventa, dado mi afecto por el idioma italiano, me propuso compartir una revista bilingüe castellano-italiana, “Universo Sur”, que en sus cuatro números” difundió poesías de ochenta poetas argentinos en Italia. 

Antonio Aliberti fue poeta, narrador, ensayista, crítico literario y traductor de ida y vuelta entre el español y el italiano, son veintinueve sus obras traducidas del italiano, destacándose la obra poética de Giacomo Leopardi, obras de Dino Campana, de Giuseppe Bonaviri -de quien fue el primer traductor-, de Umberto Eco, de Ferdinando Camon, de Cesare Pavese, de Dante Maffia, y varias antologías de autores clásicos italianos. Su profusa labor y calidad literarias lo instalan dentro del grupo más prolífico de creadores que mantuvieron viva la actividad poética de las últimas décadas del siglo pasado.La reflexión encuentra entre sus versos la agudeza intelectual, tanto en la esencialidad de la palabra para escudriñar el mundo como en la preocupación por la ubicuidad del hombre. Forma y contenido se unen para moldear un verso cuidado, consistente y liberado de juegos vanos, una poética apoyada en la realidad metamórfica, un onthós aristotélico capaz de hacer vibrar al lector atento con una propuesta clara, pero tan profunda como la más críptica de las creaciones de nuestro medio, formando así una obra cuyo brillo se acentúa en lo confesional, con tendencia al encuentro metafísico, siempre desde una tribuna expresionista, y ese es precisamente el punto álgido de su obra: la capacidad de manifestar con claridad el “tan callando” de Jorge Manrique.
Su entrega a la poesía no permitió que las hueras figuraciones se antepusieran a su calidad de hombre, cuya bonhomía se extendía a la generosidad y fidelidad de la que muchos fuimos huéspedes. En apariencia, taciturno; en realidad, un heraldo de la sensibilidad, un filántropo de sonrisa oportuna.


He aquí algunos de sus poemas:

Destino


Quien anda de viaje se lleva todo lo
que tiene, también la fiebre.
Bartolo Cattafi

Un tren que sale siempre va a alguna parte
un hombre que sale no siempre va a alguna parte
aunque viaje en el mismo tren;
un hombre que sale se lleva todo a cuestas
se lleva todo lo que tiene:


(también sus ganas de quedarse)


(también sus ganas de no ir a ninguna parte).

Saludo al amigo


A Roberto Santoro
No es que a veces me olvide,
sólo que hoy te recuerdo más,
y no resisto a la vieja costumbre de saludarte;
decirte por ejemplo que aquí estoy,
con mis castillos de arena intactos
(cuando sopla fuerte el viento, uno sopla más);
con dos hijos que crecen como el abrazo
que guardo en el pecho desde aquel día;
que nadie ha borrado tu nombre
y sigue habiendo una silla
con las formas de tu cuerpo y tu calor.
(Si alguien dijera que no estás, ¿qué probaría?
Puede más tu voz, como una herida que no tiene cura).        
          Para cuando vuelvas
-en un cuarto del mundo-
se encenderá otra vez la mesa
para reanudar la charla que dejamos inconclusa:
ambos nos miraremos desde ventanas abiertas.
No falta mucho: al irte, no dijiste adiós.


Serenidad


Amo la serenidad de ciertas horas,
polvo de eternidad,
taciturna belleza que hay en ciertas tardes
que duermen como niño en su cuna.


No hay símbolos,
sólo voces que suben a la ventana
y comentan su oficio de orfebrería,
de tierra removida bajo la semilla del cielo.
Bebo a pequeños sorbos la reiteración de la brisa
y siento pasar por mis dedos el tiempo,
como cuentas de un rosario.          
            Hasta que la noche
cae a mis pies como pájaro ciego.


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